Narcotráfico y terrorismo

Después de diez años y miles de millones de dólares invertidos, ¿cuál es el saldo de la invasión a Afganistán? 
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La reciente ejecución de Osama Bin Laden nos debe hacer pensar acerca de la estrategia moderna para pelear guerras no convencionales. Eso tienen en común las guerras contra el terrorismo y el narcotráfico: implican enfrentarse a un enemigo sofisticado, bien armado, que no se sujeta a regla alguna, esencialmente inmoral, y capaz de mimetizarse con su entorno. Después de diez años de presencia militar en Afganistán, miles de vidas sacrificadas y cientos de miles de millones de dólares gastados, es oportuno cuestionar si los objetivos originales de la invasión fueron alcanzados y si los medios utilizados fueron los adecuados. Igualmente, podemos preguntarnos si la lucha contra el narcotráfico se ha dado haciendo uso de recursos idóneos para alcanzar las metas propuestas.

La incursión original en Afganistán intentaba castigar a Al Qaeda y a Osama Bin Laden, su líder. Toda estrategia implicaba represalias para el régimen del Talibán, que había solapado y permitido la presencia del grupo terrorista en ese país, a pesar de que el Talibán jamás intentó medida alguna contra objetivos occidentales, y su medieval represión buscaba exclusivamente definir la forma de vida cotidiana de la población local.

A diferencia del Irak de Hussein, un país altamente centralizado, Afganistán siempre ha sido un país que es una suma de tribus en valles aislados, con una paupérrima población que se ha defendido de incursiones de grandes poderes coloniales, desde Alejandro Magno y los Mongoles en la antigüedad, hasta ingleses, soviéticos y estadounidenses en las últimas décadas.

Es importante notar que una de las principales fuentes de conflicto de la población local con el Talibán provino de la prohibición que este régimen intentó hacer de la siembra de amapola, una de las principales fuentes de ingreso de la población. Por décadas, la principal exportación de la diminuta economía afgana -que produce un PIB de apenas 16.6 mil millones de dólares o 553 dólares al año per cápita (mil dólares si ajustamos por paridad de poder adquisitivo)- ha sido la amapola, base para la producción de opio y derivados como la morfina y la heroína. El tráfico de drogas derivado de la producción afgana ha estado principalmente controlado por las poderosas mafias de Rusia y Europa oriental que las transportan hasta mercados en Asia y Europa, a través de Rusia e Irán.

Llama la atención ver que el deseo estadounidense de ganar “los corazones y las mentes” de la población local ha llevado a que el cultivo de amapola haya “florecido” en las zonas dominadas por las tropas de Estados Unidos. La práctica permisiva, quizá reminiscente de las guerras de opio de 1839, ha tenido el poco deseable efecto hacer demasiado accesible la heroína para los soldados estadounidenses, y muchos de ellos han vuelto a casa con severos problemas de adicción, al igual que lo que ocurrió en los ochenta con los soldados soviéticos.

Estados Unidos tendrá poco que mostrar como resultado de una década de invasión en Afganistán. Si bien el Talibán ha sido políticamente marginado, es altamente probable que vuelvan al poder en el instante en que la intervención militar concluya. Cada vez son más las voces en la diplomacia estadounidense que se han resignado a simplemente negociar con este grupo y asumir que cualquier deseo que previamente se manifestó de empoderar a las mujeres y establecer una base sólida para educación y democracia, son sólo “sueños de opio”.

¿Y Al Qaeda? Sus militantes están en Pakistán. Según el propio General Petraeus, el general a cargo de las fuerzas armadas estadounidenses en Afganistán y futuro jefe de la CIA, hay quizá cien combatientes de esta organización en Afganistán. Como dice el columnista George Will (“Times Change”, Pittsburgh Tribune, mayo 3 de 2011), si asumimos que hay 140 mil soldados estadounidenses ahí, y que cuesta alrededor de un millón de dólares al año desplazar y mantener ahí a cada soldado, el costo de las tropas estadounidenses equivale a mil quinientos millones de dólares por cada combatiente de Al Qaeda en Afganistán (estoy seguro de que por una mínima fracción de esa suma estarían dispuestos a deponer las armas, rasurarse, ponerse traje, y hasta convertirse a la religión de nuestra elección).

¿Y Bin Laden? Bin Laden acaba de ser asesinado por fuerzas de élite del ejército estadounidense que incursionaron en territorio pakistaní. Sin duda, lleva seis años siendo huésped del frágil y cuestionable gobierno de ese país, reforzando la idea de que el elemento más valioso de la guerra moderna es la inteligencia. Los marinos que atacaron la guarida de Osama provienen de una unidad que cuenta con “pocos” cientos de soldados basados en Dam Neck, Virginia, y son parte de Devgru (Grupo naval para el desarrollo de enfrentamientos bélicos especiales), una especie de fraternidad que es la élite de la élite y que se autodenominan “profesionales silenciosos”. Simplemente ejecutaron exitosamente una misión que estuvo basada en cuatro años de inteligencia y trabajo principalmente policiaco. Una de las pocas defensas que le quedan a quienes siguen creyendo en la necesidad de movilizar grandes batallones es que para la obtención de esa información se requiere de esa presencia física.

Estados Unidos disfrutará por un rato de haber logrado ponerle una bala en la cabeza al nefasto Bin Laden. La misión fue un éxito y el presidente Obama cosechará las mieles de una victoria que no estaba exenta de riesgos significativos. Sin embargo, ahora viene la decisión de qué hacer con las tropas en Afganistán, cuyo retiro ya estaba previamente programado. Es un hecho que ese país quedará, en el mejor de los casos, igual que como estaba antes de la multimillonaria invasión que tantas vidas ha costado. El Talibán vendrá seguramente de regreso, y Al Qaeda continuará como estaba, pues Bin Laden difícilmente tenía una importancia logística real dentro de la organización. Es arduo mantener liderazgo sin tener presencia alguna real o virtual; su importancia era meramente simbólica.

Los derechos de las mujeres afganas seguirán siendo inexistentes (solo una de cada ocho sabe leer), y el fundamentalismo religioso seguirá arraigando. El tráfico de drogas seguirá viento en popa, y los bolsillos del crimen organizado se seguirán hinchando a partir de la materia prima que proveen los paupérrimos agricultores afganos. ¿Y qué habría tenido que pasar para que el desenlace fuese diferente? Tuvo que haberse establecido una base social real donde la gente recibiera educación, se invirtiera en infraestructura y se ofreciera una red social de apoyo, acceso a salud y condiciones de vida dignas. En diez años, algo pudo haberse logrado. Estimados conservadores indican que la guerra en Afganistán le ha costado más de 400 mil millones de dólares a Estados Unidos, alrededor de 25 veces lo que esa economía produce al año. Quizá pudo hacerse algo muy diferente con esos recursos, algo que permitiera sembrar las semillas para que esa sociedad eventualmente se desarrolle y termine en forma endógena con los extremismos que la aquejan. Considerando el peso que tiene el complejo militar industrial en la economía y política estadounidense, es quizá inocente siquiera sugerirlo.

¿Y qué tiene que ver esto con el narcotráfico en países como México? Todo. Es aun más ingenuo que yo piense que algún día será el ejército quien erradique al narcotráfico. La lucha contra este cáncer comienza por la educación, el desarrollo de un estado de derecho, el combate a la corrupción, el desarrollo de infraestructura y condiciones que en conjunto ofrezcan la posibilidad de que los jóvenes tengan acceso a empleos dignos sin tenerle que vender su alma al diablo (es decir, a los narcos). Igualmente, México tiene que contar con la sofisticación de la inteligencia estadounidense para asestarle golpes estratégicos al crimen organizado, y para hacerlo se tiene que incrementar la cooperación con ese país, emprendiendo campañas de relaciones públicas que sean efectivas y que dejen claro que México no es el problema sino la víctima del consumo estadounidense.

La solución a problemas tan complejos no se da de la noche a la mañana, y difícilmente se resuelve a punta de balazos. La inteligencia, en el sentido más amplio de la palabra, tiene que acabarse imponiendo a la fuerza.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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