¿Es ético respetar la voluntad de los muertos por encima de la de los vivos?

Las leyes impiden que la gente vote después de muerta. Sin embargo, numerosas prácticas establecidas en el derecho sucesorio le dan a los muertos un gran poder para incidir en las vidas de las generaciones futuras. Y tal vez no debería ser así.
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Imagínese cómo sería un país en el que cada persona tuviera asegurado un voto en las elecciones que se celebraran después de su muerte. Si manifestara su preferencia en un testamento, podría votar por el candidato conservador, liberal, asiático o separatista blanco en cada elección, a perpetuidad, y su voto competiría con los votos de los vivos. Imagínese que se creara una estructura legal para ejecutar la voluntad de los muertos, y que la ley se pusiera del lado de ellos aun cuando sus deseos entraran en conflicto con las necesidades de los vivos o con el bienestar de las generaciones futuras.

Tenemos abrumadoras razones morales para rechazar una sociedad así. Creemos que con la muerte se pierde el derecho de influir en las instituciones políticas de los vivos. Pero esta claridad moral desaparece cuando pasamos de la política a las fortunas personales. Hay una industria enorme que se dedica a ejecutar los deseos de las personas después de su muerte. Por medio de fundaciones, fondos de caridad, fideicomisos familiares y el derecho sucesorio, billones de dólares de la economía estadounidense y de muchas instituciones legales están atados al cumplimiento de la última voluntad de gente rica que murió hace mucho tiempo. El Reino Unido no se queda muy atrás. Aun cuando la desigualdad económica crece, los ricos de hoy están reservando grandes sumas de dinero que formarán parte de la economía futura para llevar a cabo sus deseos actuales. La práctica está tan profundamente arraigada en la cultura de las instituciones de élite, y es tan ubicua en nuestras vidas, que solo en oscuras revistas de ley y filantropía se expresa preocupación sobre su justeza.

En Estados Unidos, los ricos siguen poseyendo y acumulando riqueza aun después de su muerte, y el Estado cuenta con varios medios para asegurar que esta se gaste según el deseo de quienes han fallecido. Una persona, por ejemplo, podría exigir que sus nietos se casen bajo una determinada fe religiosa como condición para recibir una herencia, o que una escuela lleve su nombre, prohibiendo que ese nombre cambie aun si condena a la escuela a la ruina. Un individuo podría también poner a resguardo su riqueza presente y futura en un fideicomiso destinado solo para sus descendientes, que no paga impuestos, donde el dinero puede crecer y estar a salvo de los acreedores para siempre. Un tercer instrumento legal son las fundaciones de beneficencia, que los muertos pueden usar para destinar riqueza presente y futura hacia un propósito particular que se considere “caritativo”. Tales propósitos pueden abarcar cualquier cosa, desde el cuidado de conejillos de India abandonados hasta la conservación de helicópteros militares Huey. Hospitales, museos, universidades y otras instituciones sin fines de lucro pueden encontrarse con que grandes porciones de sus gastos están constreñidas por los deseos de sus finados donadores, como pueden ser el que exista una posición de profesor dotada para el estudio de la parapsicología, o el que cierta ala esté reservada para albergar a pacientes que descienden de Confederados.

Si lo reflexionamos, estas prácticas resultan bastante desconcertantes. Las ideas en torno a lo que es bueno hacer en el mundo deberían de cambiar junto con las condiciones cambiantes del mundo. Financiar el estudio del cáncer solo es benéfico en un mundo en el que hay cáncer. Darle riquezas enormes a unos descendientes lejanos es bueno solo si no son sociópatas. Y sin embargo, les otorgamos ese enorme poder  a aquellos que ya no están y no van a enterarse de lo que pasa en el mundo, ni saldrán dañados ni beneficiados de esos gastos.

De hecho, la idea de que los muertos pueden perder sus derecho a controlar el futuro nos resulta familiar y está plasmada en las leyes. El Estado no hace cumplir su deseo de que su pareja no se vuelva a casar. Incluso si esa persona se lo promete en su lecho de muerte, no sería ilegal que incumpla su promesa. Las empresas no se sienten obligadas a llevar a cabo los deseos de sus fundadores después de su muerte, incluso si tenían ideas muy claras sobre el futuro de esas empresas. Esta clase de deseos póstumos tienen poco peso en nuestras discusiones sobre lo que debemos de hacer en el presente, y ciertamente no erigimos instituciones legales para garantizar que se cumplan.

 Sin embargo, cuando hablamos de los deseos de los muertos respecto a la disposición de su fortuna personal, les concedemos muchos derechos. Y cuando hacemos la suma de la riqueza que está ligada a personas muertas, llegamos a una cantidad asombrosa, que ronda seguramente en los billones de dólares. El estado actual de desigualdad económica, junto con la permanencia de esa práctica de honrar la voluntad de los muertos, podría resultar en una economía futura que refleje las preferencias de una aristocracia pasada en lugar de las preferencias de una mayoría de gente viva. Respetar los deseos de los muertos puede conducir a serias injusticias económicas intergeneracionales.

Lo irónica de estas prácticas es que nosotros los vivos tenemos la culpa de sabotear nuestro propio bienestar. Los muertos no van a estar ahí para quejarse si decidimos cambiar estas prácticas; estas son nuestras instituciones, y no sería justo reclamarle a los muertos cualquier malestar que nos hagamos pasar en nombre de sus predilecciones. La existencia de los fideicomisos a perpetuidad no es necesaria para incentivar el gasto en causas caritativas. Hoy muchos filántropos como Bill Gates entienden que la beneficencia puede tener más impacto cuando se lleva a cabo en vida. Es la idea detrás de su Giving Pledge.

En vista de todo esto, ¿por qué seguimos dándole esos derechos eternos a los muertos? Yo creo que honramos los deseos de los muertos por un sentido equívoco de obligación moral, como el que sentiríamos si le prometemos algo a un ser querido en su lecho de muerte. Pero este tipo de promesas no son incondicionales o eternas, ni deben ser cumplidas si hacerlo implica un alto costo financiero o moral, o atenta contra nuestro interés propio. Más bien se parecen a las promesas hechas en vida. Si le prometo un dulce a mi hijo pero, por razones fuera de mi control, la única forma de adquirir los únicos dulces disponibles es pagándole un serio costo moral al propietario de esos dulces, no estaré moralmente obligatorio a cumplir esa promesa. Una promesa tiene por sí sola un peso determinado, pero no es tal como para anteponerlo a cualquier otra consideración.

Otro motivo por el que hacemos todo esto es el deseo interesado de que la gente del futuro preserve nuestros propios valores e intereses, por miedo a dejar el mundo sin ningún legado o influencia. Superamos este miedo existencial cuando le permitimos a las instituciones honrar la voluntad de los muertos para así garantizar un lugar en el futuro para nuestras voluntades. Pero es tiempo de reconocer la vanidad y el narcisismo de esta práctica, y hacer lo que es realmente mejor para los vivos, que es dejar que determinen el futuro por sí mismos.

 

Publicado originalmente en Aeon.

Traducción del inglés de Emilio Rivaud Delgado.

 

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es profesor de filosofía en el Vassar College, en nueva York, y catedrático asociado de la iniciativa Humanities-Writ Large de la universidad de Duke, en Carolina del Norte. Conduce y produce el podcast Hi-Phi Nation.


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