Una de las cuestiones más célebres de El capital en el siglo XXI era la ecuación “r>g”, que muestra la relación que hay entre el aumento de la desigualdad en las últimas décadas y un exceso de acumulación de beneficios superior al crecimiento de la economía, es decir, las grandes rentas del capital que obtienen los accionistas y grandes directivos. Para resolver esa desigualdad hay que gravar fuertemente los activos financieros, pero también los ingresos altos. Pero en Capital e ideología señala un problema: una de las características de la globalización ha sido la transnacionalización de la riqueza y el fracaso de los Estados nación para adaptarse, incluso en cuestiones como recopilar datos fiscales. Así que, ¿qué es lo que hay que hacer?
Tenemos que repensar cómo organizamos la globalización. El movimiento libre de capitales no es algo que vino del cielo, lo creamos nosotros. Se organizó a través de tratados internacionales y tenemos que reescribir esos tratados. La circulación de la inversión, por supuesto, no es algo malo en sí mismo pero tiene que ir acompañada de una transmisión automática de información sobre quién es dueño de qué y dónde. Tiene que ir acompañada de un sistema fiscal común, para que los actores económicos más dinámicos y poderosos contribuyan al bien común.
Hemos creado un sistema muy peligroso, en el que una gran parte de la población siente que no está obteniendo beneficios de la globalización –no están beneficiándose particularmente de la integración europea– y también siente que hay gente en lo alto, grandes empresas o individuos con alta riqueza y altos salarios, beneficiándose de un sistema que, de alguna manera, fue creado para que ellos pudieran, con un solo clic, transferir su riqueza a otra jurisdicción sin que nadie pudiera seguirles. Y no tiene por qué ser así.
Es un sistema legal internacional muy sofisticado, especialmente en Europa. Uno puede acumular riqueza aprovechándose, efectivamente, de la infraestructura de un país –su sistema educativo y demás– para luego irse a otro país sin que nadie te persiga. Esto tiene que cambiar. Yo voté que sí en el referéndum sobre el tratado de Maastricht en 1992. Era muy joven. Soy parte de la mucha gente que quizá no se dio cuenta en el momento que esto conduciría a un sistema muy injusto. Otros se dieron cuenta muy bien de lo que se intentaba: aumentar la competición entre países para que todos los países hicieran un esfuerzo para ser más “eficientes” y así no subir los impuestos.
Hasta cierto punto, puedo entender esta teoría. Sin embargo, promueve al fin y al cabo una desconfianza en la democracia. Hay un intento de evitar la elección democrática mediante la imposición de unas reglas de juego que facilitan a las economías más dinámicas y poderosas evitar los impuestos. Es una decisión peligrosa para la globalización y la democracia y está poniendo en peligro el contrato social básico.
Centrémonos en la Unión Europea. Hay una carrera hacia el abismo en temas de impuestos a empresas, ya que los Estados están asumiendo una estrategia de “empobrecer al vecino”, en vez de colaborar para controlar colectivamente el poder del capital. Una de las características de la arquitectura europea actual, que has mencionado, es la unanimidad que hay en contra de revertir esta carrera hacia el abismo. ¿Cómo se puede revertir?
No podemos cambiar el sistema de unanimidad europeo a través de la unanimidad. Es necesario crear un grupo de países, preferiblemente que incluya a los más grandes (Alemania, Francia, Italia, España, todos los países posibles), y firmar un nuevo tratado entre ellos en el que se tomen decisiones por mayoría sobre determinadas cuestiones fiscales: crear un impuesto común sobre los beneficios de las grandes empresas, sobre las grandes emisiones de carbono, sobre los contribuyentes con alta riqueza e ingresos.
Esto se podrá hacer a través de un sistema de mayorías entre estos países. Me gustaría que se produjera a través de una nueva asamblea europea compuesta por miembros de los parlamentos nacionales, un poco como la asamblea parlamentaria germanofrancesa que se creó para aprobar el nuevo tratado bilateral entre Francia y Alemania. Que, por cierto, ilustra que es perfectamente posible que dos países o más permanezcan en la Unión Europea –Francia y Alemania siguen por supuesto en la UE– y tengan tratados bilaterales o trilaterales que profundizan en una mayor integración política o fiscal.
Espero de verdad que haya un grupo de países que proponga esto. Y que no solo se quede en una propuesta sino que se diga: “Vale, en seis meses, o doce meses, esto se aplicará y tendremos un sistema de decisiones basado en mayorías que aprobará un plan de recuperación con este nuevo sistema impositivo”. Espero de verdad que la mayoría de países se una, pero probablemente lo que ocurrirá es que al menos durante unos años algunos países decidirán no formar parte de este mecanismo.
Esto es lo que ocurrió con la creación del euro. No estoy diciendo que sea perfecto, yo preferiría que los veintisiete países formaran parte del proceso de integración completo. También me gustaría que Reino Unido volviera a la UE y creo que en algún momento ocurrirá. Pero si esperamos a que todos los países estén de acuerdo para movernos en esta dirección, vamos a esperar toda la vida. Por lo tanto es muy importante que un grupo de países se mueva en esta dirección; si estamos siempre esperando alcanzar la unanimidad para hacer progresos, en algún momento el coste de la unanimidad es enorme.
Lo hemos visto recientemente con el nuevo plan de recuperación europeo, que finalmente se ha adoptado. Pero como todos sabemos se ha adoptado bajo la amenaza de que si algunos países lo vetaban habría un acuerdo separado entre 25 países en vez de 27. No puedes gobernar una federación grande para siempre de esta manera. No está funcionando porque, efectivamente, se tarda mucho.
Si decidimos en tres meses, en seis, que el plan de recuperación no era suficientemente ambicioso –que es probablemente el caso– ¿qué vamos a hacer? ¿Vamos a jugar a este juego otra vez, aspirando a la unanimidad en reuniones a puerta cerrada sin una deliberación parlamentaria pública, sin un proceso de decisiones mayoritario? Tenemos que encontrar otra manera.
En Capital e ideología, hace un retrato inolvidable de la evolución de la UE, que describe como la única entidad cuasifederal en el mundo que se define muy limitadamente solo a través de medidas de armonización de los mercados, en vez de a través de una política social o una comunidad política. Esto, asegura, ha fomentado la alienación de las clases populares con respecto al proyecto europeo, ya que sus aspiraciones sociopolíticas no han sido atendidas, como demostró el referéndum del Brexit, las derrotas previas sobre la propuesta de una constitución europea, o claramente la polémica sobre Maastricht que ha mencionado. ¿Cómo puede reconstruirse la confianza de los ciudadanos hacia Europa?
En primer lugar, he de decir que soy un federalista europeo, creo en Europa. Antes de describir todo lo que debería mejorarse, es importante recordar que los Estados nación han sido capaces de construir, especialmente en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mejor sistema de seguridad social del mundo, el sistema económico social de mercado menos desigual del mundo. Es un logro enorme. No estoy aquí para decir que todo está mal en Europa, sería ridículo. Hemos construido un sistema social que, en buena medida, es el menos desigual de la historia, y es un logro enorme, pero es también frágil.
Durante mucho tiempo pensamos que era posible tener un Estado de bienestar dentro de cada Estado nación y que la UE estaría simplemente a cargo de hacer cumplir las normas del mercado común y el libre intercambio de bienes, servicios y capital. Nos damos cuenta hoy de que no era suficiente y que si no armonizamos la legislación fiscal –y, más aún, si no compartimos políticas públicas para regular el capitalismo y reducir la desigualdad– entonces hay un riesgo real de que el divorcio entre el proyecto europeo y les classes populaires destruya el proyecto en sí mismo tarde o temprano.
Me sorprende mucho que, como muestro en Capital e ideología, referéndum tras referéndum –sea en Francia, Reino Unido o Dinamarca– sobre Europa, siempre es el 50 o 60% de rentas más bajas, o menor riqueza o educación los que votan contra Europa, y solo el 10, 20 o 30% a favor. No puede ser una coincidencia.
La explicación de que el 50 o 60% de los de abajo son nacionalistas, o no les gustan las ideas internacionalistas, simplemente es falsa. Hay muchos ejemplos en la historia en los que, de hecho, los grupos socioeconómicos más desfavorecidos eran más internacionalistas que la élite.
Depende completamente del proyecto político –la movilización política en torno a ideas internacionalistas– que presentes. El problema es que con el tiempo el proyecto europeo se ve cada vez más como una construcción para los intereses de los actores económicos más dinámicos y poderosos. Es algo realmente peligroso.
Con la crisis de la covid, tenemos una oportunidad de demostrar a la opinión pública europea que Europa puede reducir la desigualdad. Pero va a requerir un cambio profundo en la manera en que aplicamos políticas fiscales y económicas.
¿Quién va a pagar la enorme deuda pública? Por ahora estamos poniendo todo en la hoja de balance del Banco Central Europeo, pero en algún momento tendremos que discutir quién va a pagar por eso. Hay soluciones que están en la historia. Hay que recordar que después de la Segunda Guerra Mundial, en los años cincuenta, muchos países –incluido Alemania– inventaron nuevas formas innovadoras de reducir los altos niveles de deuda, como impuestos progresivos a los individuos con alta riqueza.
En 1952, Alemania implantó un impuesto del patrimonio muy ambicioso, excepcional y progresivo, que se aplicó entre 1952 y los años sesenta: los cotizantes de mayor patrimonio tuvieron que pagar una gran cantidad de dinero al Tesoro alemán. Fue muy exitoso porque esta política no solo ayudó a reducir la deuda pública, sino que sirvió para pagar inversiones públicas, infraestructuras, y formó parte de un modelo de crecimiento de posguerra muy exitoso.
Necesitamos algo similar en el futuro, aunque no podemos hacerlo solos. No puede ser solo para Alemania, Francia o Italia. Necesitamos políticas fiscales comunes. Europa ha mostrado a sus ciudadanos que la UE puede significar solidaridad: puede pedir más a quienes tienen más y, especialmente, a los individuos que tienen más de uno o dos millones en activos. Deben hacer una contribución excepcional en los años que vienen para repagar la deuda de la covid. Algunos países han hecho propuestas, incluido Alemania; una propuesta de hecho muy similar a lo que hizo en 1952, entonces fue un gran éxito.
En algún momento vamos a tener que hacer esto de manera transnacional. A través de la asamblea europea que describía antes. Podrían ser Alemania y Francia pero sería mejor que fueran Alemania, Francia, Italia, España, Bélgica y todos los países posibles. Hay que cambiar el rumbo de Europa, convencer a la clase media y a los grupos socioeconómicos desfavorecidos de que Europa puede trabajar para ellos y puede reducir la desigualdad, y que no solo está al servicio de sus ciudadanos más ricos.
Continuando con el punto de las clases populares, en Capital e ideología hay algunos gráficos sociológicamente sorprendentes en los que muestras que la base de apoyo de los partidos de izquierda en Europa, que históricamente eran las clases populares, se ha movido dramáticamente en las últimas décadas. Ahora la izquierda representa a los educados y hasta cierto punto incluso a los más privilegiados en Europa. Y, en el proceso, dices que se corre el riesgo de sustituir lo que llamas políticas “clasistas” por políticas identitarias de movimientos nativistas. ¿Cómo se produjo ese cambio y cómo puede corregirse?
La explicación más importante tiene que ver con el hecho de que hemos dejado de debatir sobre la transformación del sistema económico. Hemos dejado de debatir sobre desigualdad entre clases sociales. Durante décadas, le hemos dicho a la opinión pública que solo es posible un sistema económico y unas políticas económicas, que los gobiernos no pueden hacer mucho sobre la distribución de la renta y la riqueza entre clases sociales, y que lo único que los gobiernos pueden hacer es controlar sus fronteras y proteger la identidad nacional.
No debería sorprendernos si en veinte o treinta años la conversación política gira completamente en torno al control de fronteras y la identidad. Esto en general es consecuencia del hecho de que hemos dejado de debatir sobre la transformación del sistema económico. Y eso se debe en parte, claro, al gigantesco fracaso histórico del comunismo, que ha contribuido a una desilusión general con la idea de cambiar el sistema económico. Tenía 18 años cuando cayó el muro de Berlín en 1989. En los años noventa creía más en los mercados que hoy.
Hemos olvidado, por otra parte, que la socialdemocracia obtuvo muchos logros, incluidos impuestos progresivos al patrimonio y los ingresos altos, la cogestión en las empresas, sistemas de seguridad social. Este gran éxito del siglo XX debería profundizarse en el futuro. Hay que pensar un nuevo sistema económico –más equitativo, sostenible–; ese es el debate que tenemos que tener.
En el libro concluye con su versión de una alternativa, que describe como “socialismo participativo”. Implica un impuesto progresivo a toda la riqueza que serviría para hacer una donación de capital a todos los ciudadanos de 25 años, pero también para extender los acuerdos existentes de cogestión empresarial en Alemania y otros países, para así cambiar el equilibrio de poder corporativo. Dice que este es el camino para trascender el capitalismo sin repetir la pesadilla soviética. ¿Puede profundizar en esto?
El sistema de socialismo participativo que describo al final de Capital e ideología hay gente que prefiere denominarlo socialdemocracia para el siglo XXI. No tengo ningún problema con esto pero prefiero el término socialismo participativo. Es una continuación de lo que se hizo en el siglo XX y tuvo éxito. Incluye un acceso igualitario a la educación, la sanidad, un sistema de renta básica, que hasta cierto punto existe ya pero necesita ser más automático. La justicia educacional necesita ser más real y menos teórica, como es común.
En lo que respecta al sistema de propiedad, que siempre ha sido el debate central del socialismo y el capitalismo, la propuesta que hago depende de dos pilares: uno es la cogestión, a través de cambios en el sistema legal y el sistema de gobernanza de las empresas; el otro pilar son los impuestos progresivos y la circulación permanente de la propiedad.
Sobre la cogestión empresarial, hay que recordar que en varios países europeos –Alemania y Suecia por ejemplo, que empezaron en los años cincuenta– ha existido un sistema en el que el 50% de los asientos en los comités de empresa de grandes corporaciones corresponden a representantes elegidos por los empleados y a trabajadores aunque no tengan acciones de la compañía, y el otro 50% de los derechos de voto va a los accionistas.
Esto significa que si los trabajadores y empleados de la empresa tienen, digamos, un 10 o 20% del capital, o si un gobierno local o regional, como ocurre a veces en Alemania, tiene un 10 o 20% del capital de la compañía, esto altera la mayoría, incluso si tienes un accionista privado que tiene un 70, 80 o 90% del capital. Es un gran cambio, en comparación con la regla común de una acción, un voto, que es supuestamente la definición básica del capitalismo accionista. En Francia, Reino Unido o los Estados Unidos, o en otros países donde este sistema no está extendido, a los accionistas no les gusta este modelo para nada.
Pero, al fin y al cabo, ha sido muy exitoso en Alemania y Suecia. No quiero idealizar el sistema pero hasta cierto punto ha hecho posible involucrar a los trabajadores en la estrategia a largo plazo de las empresas; no es un modelo perfecto pero es mucho mejor que el que hay en Francia, Reino Unido o Estados Unidos.
También habría que extender este modelo a las pequeñas empresas y no solo a las grandes, que es lo que ocurre en Alemania. En Suecia se aplica a empresas un poco más pequeñas, pero las empresas muy pequeñas están excluidas. Hay que aplicarlo a todas las empresas, sin importar su tamaño, y vayamos más lejos y asumamos que, por ejemplo, si un 50% de los votos va a accionistas, un solo accionista no puede tener más de un 10% del voto en las grandes empresas (las de más de cien empleados, por ejemplo).
La idea general es repartir el poder. Necesitamos más participación de todo el mundo. Vivimos en sociedades muy educadas, en las que mucha gente –muchos asalariados, ingenieros, técnicos, directivos– tiene algo que contribuir en el sistema de toma de decisiones de una empresa.
Cuando estás en una empresa muy pequeña, en la que solo hay un individuo que pone un pequeño capital para crear la empresa y contrata a una o dos personas, es comprensible que la mayoría del voto esté en ese individuo, el fundador de la empresa. Pero, a medida que la empresa crece, necesitas más deliberación, y no puedes tener un sistema en el que un individuo, porque tuvo una buena idea o tuvo suerte cuando tenía treinta años, concentre todo el poder de tomar decisiones cuando tiene 50, 60 o 70 años, especialmente en una empresa con miles o decenas de miles de trabajadores.
Ese es el primer pilar del socialismo participativo. Empezamos con un sistema de cogestión, como ya se ha aplicado, e intentamos extenderlo.
El segundo pilar son los impuestos progresivos. De nuevo, comenzamos con algo que se ha experimentado durante el siglo XX. Algunos países, como Estados Unidos, por ejemplo, fueron muy ambiciosos: el tipo máximo del impuesto de patrimonio en la época de Roosevelt llegó al 91% y de media estuvo por encima del 80% entre 1930 y 1980.
Y de hecho fue muy exitoso, en el sentido de que el crecimiento de la productividad en esa época fue muy superior al de los años posteriores a 1980. La idea que se extendió en los años de Reagan –que para tener más innovación y crecimiento necesitas más desigualdad en la cima– es simplemente falsa si miras la evidencia histórica.
Como recuerdo en mi libro, la prosperidad económica proviene históricamente de la igualdad y, en particular, de la igualdad en la educación. Estados Unidos era el país mejor educado del mundo a mitad del siglo XX, con un 80 o un 90% de la generación con educación secundaria, cuando en Alemania, Francia o Japón por entonces solo era un 20-30%. Tenía una ventaja educacional enorme y además era la economía más productiva.
Los tipos máximos de impuesto de patrimonio y de sucesiones se redujeron a la mitad durante Reagan, y efectivamente el crecimiento del PIB per cápita también se redujo a la mitad en las tres décadas posteriores a esas reformas. Así que propongo una fiscalidad progresiva a gran escala, no solo del patrimonio y la riqueza heredada sino también de la propia riqueza anual, para evitar una excesiva concentración de riqueza en los de arriba.
Y propongo una herencia mínima para todos: 120.00 euros a cada individuo cuando cumple 25 años. Esto todavía está muy lejos de ser una igualdad total. En el sistema que propongo, los individuos que hoy no heredan nada, que son básicamente el 50% o 60% de los de abajo, recibirán 120.000 euros, y los individuos que hoy reciben un millón de euros, después de impuestos y demás, seguirán recibiendo 600.000 euros, que es menos que un millón pero mucho más que 120.000 euros.
Y aun así estamos todavía muy lejos de la igualdad de oportunidades, que es un principio teórico que la gente dice apoyar pero que en la práctica –cuando se trata de propuestas concretas– no les gusta tanto. Tenemos que ir en esta dirección. Mi propuesta es realmente muy moderada, se puede ir más allá.
No estoy diciendo que esto deba aplicarse la semana que viene en cada país. Es una perspectiva general sobre cómo deberíamos transformar el sistema económico a largo plazo. El sistema que estoy describiendo, que denomino socialismo participativo, es por supuesto diferente al capitalismo de bienestar o socialdemócrata que tuvo lugar en el siglo pasado.
El capitalismo socialdemócrata o de bienestar que existe hoy es muy diferente al capitalismo colonial que tuvimos en 1900 o 1910, en el que los derechos de los propietarios –a nivel global, colonial, pero también nacional– eran mucho mayores. Podías despedir a un trabajador cuando quisieras, echar a un inquilino cuando quisieras. Esto no tiene nada que ver con el sistema que tenemos hoy. Existe un proceso de largo plazo hacia mayor igualdad y justicia. Y esto se consigue con una distribución más equilibrada de los derechos económicos y sociales entre propietarios y no propietarios, regulando y transformando las relaciones de propiedad.
Tenemos que desplazar la conversación política desde la política de la identidad y el control de fronteras hacia la transformación social y económica.
Publicado originalmente en Social Europe.
Traducción de Ricardo Dudda.
Robin Wilson es director de Social Europe y autor de 'Meeting the challenge of cultural diversity in Europe: moving beyond the crisis' (Edward Elgar).