Como he dicho antes, estoy convencido de que, tarde o temprano, llegará la segunda fase de esta crisis y de que ésta provocará un cambio de paradigma de magnitud similar al que ocurrió después de la crisis de 1871, o quizá incluso después de la de los años treinta.
Para muchos países, sin duda, uno de los grandes cambios provendrá de la asignación de un presupuesto fiscal cada vez más parco, a necesidades crecientemente imperiosas. Los políticos gastan como marinero ebrio, sin darse cuenta de que los números simplemente ya no dan, y de que las tensiones sociales crecerán conforme se queden sin dinero para satisfacer a su clientela política.
Esta encrucijada se ha vuelto evidente en países como Grecia, lo será en España, pero también lo va a ser en países como Estados Unidos. Tres cuartas partes del gasto público estadounidense están ya comprometidas en pago de intereses sobre la deuda del gobierno, “entitlements” (seguro social, Medicare, Medicaid, etcétera) y gasto militar.
El presupuesto militar estadounidense asciende a 680 mil millones de dólares para este año, y si consideramos gastos que están fuera del Departamento de Defensa, se podría elevar a más de un billón (millón de millones) de dólares; eso equivaldría a casi 7% del PIB estadounidense. El segundo país que más gasta es China, con alrededor de 98 mil millones de dólares (la décima parte que Estados Unidos), y después el Reino Unido, Francia y Rusia gastan, en ese orden, gastan entre 60 y 70. De hecho, tendríamos que sumar el gasto militar de algunas decenas de países para equipararlo con el estadounidense.
Se dice que en la época de la Guerra Fría, la lógica de un gasto de esta magnitud era que la necesidad de mantenerse competitivos llevara a la Unión Soviética a la quiebra, y se afirma que el proyecto de “Guerra de las Galaxias” de Ronald Reagan fue la gota que derramó el vaso. ¿Pero, cómo justificar este colosal dispendio, mucho del cual va a parar al diseño y construcción de aviones supersónicos o de armas dignas de cuentos de ciencia ficción, cuando el ejército estadounidense no ha estado enfrascado en más allá de peleas callejeras en Bagdad o Kandahar?
Las fuerzas armadas de Estados Unidos parece haberse hecho la misma pregunta, y es eso quizá lo que explica el reciente enfrentamiento entre el presidente Obama y Stanley McChrystal, el comandante a cargo de las tropas de Estados Unidos (y de la OTAN) en Afganistán.
Éste no fue un despido menor. Hace un año, Obama había quitado al General David McKiernan y puesto a McChrystal en ese puesto. Antes de eso, la última vez que un presidente corrió a un general a cargo de fuerzas armadas en medio de una guerra fue cuando Harry Truman lo hizo con Douglas MacArthur quien era comandante en Corea. La última vez que se cambió a dos en un año, lo hizo Lincoln en la Guerra de Secesión.
Lo que trascendió en los medios es que la razón del evento fue una desafortunada entrevista dada por el general McChrystal a la revista Rolling Stone, en la cual hacía comentarios negativos del vicepresidente Biden, y decía que Obama –presidente que jamás sirvió en las fuerzas armadas- se intimidaba en las reuniones con cuartos llenos de generales. No menosprecio la gravedad del evento. En una democracia, particularmente en ésta que cuenta con lo que quizá es el aparato militar más avasallador en la historia, no puede caber duda de la supremacía de los gobernantes civiles electos por el pueblo, sobre la jerarquía castrense. Sin embargo, ésta no era la primera provocación de McChrystal.
El general, el epítome del recio militar de película que corre doce kilómetros diario, come una vez al día y sorprendía a sus soldados cuando los acompañaba de incógnito en peligrosas excursiones nocturnas en las trincheras de Bagdad, había forzado la mano del entonces flamante presidente Obama para que incrementara las tropas en Afganistán. Los votantes que llevaron a Obama a la Casa Blanca esperaban, en su mayoría, que el presidente demócrata se inclinara por ir reduciendo la presencia del ejército en ambas guerras. McChrystal, encargado de hacer una evaluación sobre la estrategia idónea en Afganistán, coló su recomendación –pidiendo cuarenta mil tropas adicionales- a los medios de comunicación, antes de la fecha que Obama había propuesto para manifestar su decisión. Al hacer saber a los estadounidenses que él, el experto, proponía más presencia militar, si Obama se rehusaba al pedido aparecería como el típico presidente demócrata desconectado de los peligros que asechan a los estadounidenses, y por ende débil para enfrentar potenciales crisis. Obama aceptó mandar treinta mil.
La segunda que hizo McChrystal fue apoyar al enviado británico Mark Sedwill para que fuese él y no Eickenberry, embajador estadounidense (y general retirado que peleó entre 2002 y 2005 en Afganistán), quien asumiera la función de “virrey” de la alianza militar presente en el país. Un embajador estadounidense depende del Departamento de Estado (ministerio encargado de la política exterior de ese país) y para los militares era crucial ser ellos, y no los diplomáticos, quienes interactuaran con el presidente afgano Karzai (una de las personas que se manifestó más decepcionada por la salida de McChrystal).
Esta estrategia denota el intento del aparato militar estadounidense por redefinir su función, yendo de ser puramente militar a una más amplia que es también diplomática y política. Las guerras del futuro, parece, involucrarán más bien enfrentamiento con guerrillas urbanas que con ejércitos sofisticados y ya no justificarán gastar fortunas en el desarrollo de armamentos fantásticos. Por ende, la única manera de tener acceso a presupuestos crecientes es realizando una tarea indudablemente más costosa: engendrar aliados viables a partir de estados fallidos. ¿Cuánto tiempo y dinero toma crear de cero una nación y fomentar la lealtad de su población?
Esa es la concepción moderna del ejército que tienen militares como McChrystal y como el propio General Petraeus quien fundó el concepto de la contrainsurgencia como objetivo, conocido por la abreviación COIN. Los coindinistas” se han enfrentado a otros generales más tradicionales, como Jim Jones (jefe de seguridad nacional bajo el mando del Departamento de Estado de Hillary Clinton) que McChrystal describió como un líder estancado en los años ochenta, y el propio embajador Eickenberry.
Este ha sido un enfrentamiento que se ha dado a lo largo de la historia. Por un lado, los generales que tratan a toda costa de mantener la participación del aparato militar en el gasto público, promoviendo el concepto de un país que está inmerso en un mundo lleno de amenazas y de enemigos potenciales. Por otro, un mundo militar dispuesto a supeditarse sin ambages al estado civil.
El General Dwight Eisenhower, quien fuera el 33º presidente de Estados Unidos entre 1953 y 1961, dijo en 1961 que la Segunda Guerra Mundial había dado pié a que Estados Unidos creara la fuerza militar más impresionante de la era moderna, pero argumentaba que por su propio tamaño era indispensable desarticularla antes de que se adueñara del sistema. La amenaza era que, como un tumor canceroso que acaba dejando sin sangre y sin recursos a órganos vitales, el poderío militar terminara por perpetuarse buscando conflictos y echando raíces hacia industrias que se volvieran sus parásitos. Eso es exactamente lo que ocurrió.
Entidades como el Pentágono funcionan como grandes aparatos que interactúan eficientemente con proveedores y con quienes cabildean a legisladores. Ejército, marina y fuerza aérea luchan por justificar una creciente participación presupuestal. Las empresas proveedoras del voraz aparato militar han entendido que si van a producir un helicóptero, por ejemplo, es infinitamente más efectivo que partes de éste se produzcan en tantos distritos electorales y estados como sea posible. De esta forma, cualquier amenaza de reducción presupuestal contará con múltiples defensores interesados en bloquearla.
A la larga, como ocurre con el tumor que ocasiona la muerte del cuerpo que lo alimenta, el aparato militar puede ahogar a la economía que lo mantiene. Según el historiador Niall Ferguson, los grandes imperios han caído cuando el costo de sus endeudamientos excede al presupuesto militar. En esta ocasión, esa condición tardará en ocurrir no porque la deuda no sea considerable, sino porque este último será colosal.
Pero este es sólo un ejemplo de cómo el gasto público es “pegajoso”, de cómo una vez que se abre la llave es complicado cerrarla, porque hay estructuras que lo perpetúan para que siga fluyendo hacia éstas. Por ello, en este diálogo de sordos en el que se discute entre estimular fiscalmente a la endeble economía o simplemente mantener disciplina fiscal para evitar sucumbir ante el creciente peso de una deuda estratosférica, el elemento que siempre parece inocente es ese en el que se asume que es tan fácil cerrar la llave del gasto como lo fue abrirla, que ocurrirá inmediatamente con simplemente desearlo.
Como he dicho antes, los cambios estructurales profundos sólo se darán una vez que la crisis se haya profundizado y los peligros de ésta resulten evidentes. A corto plazo, cada quien tratará de simplemente mantener un status quo que es matemáticamente insostenible.
Es columnista en el periódico Reforma.