Ilustración: Letras Libres

Las generaciones sin certezas

La estabilidad económica se ha vuelto inalcanzable para millones de jóvenes. La normalización de la precariedad y la ansiedad permanente ponen a las democracias frente a una prueba severa.
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En cada rincón del mundo, millones de jóvenes –y no tan jóvenes— habitan en una especie de limbo, suspendidos en un trance, atrapados en un presente sin un horizonte claro. No están en condiciones de comprar vivienda, no tienen ahorros en el banco, no planean formar una familia; no porque hayan renunciado a ese anhelo, sino porque la vida de otras generaciones se ha convertido en un lujo inalcanzable. Condenados a alquilar hasta bien entrada la adultez, sobreviven sin un céntimo de estabilidad, mientras las promesas de amor o patrimonio solo están al alcance de quienes han heredado algo o pertenecen a un reducido grupo de afortunados.

La ansiedad, la fatiga y la desilusión que atraviesan a millones de jóvenes no son anomalías clínicas, sino síntomas sociales. Al menos esa es la tesis de Gabor Maté, médico galardonado y especialista en el estudio del trauma y sus efectos. En su libro El mito de la normalidad (2023), Maté sostiene que las democracias contemporáneas –particularmente en Occidente– no solo no atienden las causas estructurales del sufrimiento, sino que lo traducen a diagnósticos individuales y ofrecen soluciones terapéuticas orientadas a la adaptación. Se nos invita a meditar, a hacer yoga, a cultivar la resiliencia, a vivir “en el presente”, a “gestionar nuestras emociones”, como si el problema residiera en la fragilidad del individuo y no en la “toxicidad” de su entorno.

El filósofo polaco Zygmunt Bauman ya lo advertía en Modernidad líquida (2000): habitamos una época en la que todo lo sólido se disuelve. Las estructuras que antes ofrecían orientación –la familia, el trabajo, la comunidad, incluso el tiempo– ya no articulan el sentido de la vida colectiva. La angustia que atraviesa a los jóvenes no es un fenómeno aislado, sino la consecuencia lógica de habitar un mundo donde el futuro ya no se construye: se improvisa.

Lo que Maté, Bauman y otros pensadores advierten no es solo una tesis sociológica o clínica: está respaldada por datos. El pesimismo generacional tiene fundamentos concretos. Encuestas, reportes financieros y análisis de mercado confirman lo que muchos jóvenes expresan de forma casi intuitiva: el sistema económico se está agotando para las nuevas generaciones. No es un problema de actitud, sino estructural. Basta revisar las cifras de vivienda, salarios, inflación o empleo para entender que la angustia no es solo existencial.

En Estados Unidos, los datos confirman lo que millones de jóvenes en el mundo intuyen: la economía contemporánea ha perdido su promesa de movilidad ascendente. Entre 2019 y 2025, el ingreso necesario para adquirir una vivienda promedio aumentó más de un 70 %, pasando de 67,000 a 114,000  dólares anuales, según Realtor.com. En ese mismo periodo, la inflación acumulada alcanzó el 26 %, erosionando de forma sostenida el poder adquisitivo de los salarios.

El alquiler, lejos de ser una opción accesible, también se ha vuelto prohibitivo. Según Bank of America, la generación Z destina más recursos que cualquier otra a pagar renta y servicios básicos, y gasta casi el doble de lo que logra ahorrar. La proporción de jóvenes que vive con sus padres ha vuelto a niveles no vistos desde mediados del siglo XX.

En el mercado laboral, el panorama no mejora. Un informe de Oxford Economics revela que, desde mediados de 2023, la tasa de desempleo entre recién graduados ha crecido casi el triple en comparación con el promedio nacional. Al mismo tiempo, la automatización impulsada por la inteligencia artificial reduce las oportunidades de entrada, eliminando empleos antes incluso de que los jóvenes puedan acceder a ellos.

El costo de la educación superior agrava la ecuación en Estados Unidos. Las deudas estudiantiles continúan creciendo, mientras que la promesa de que un título universitario garantiza estabilidad económica es cada vez menos creíble. La relación entre formación académica y seguridad financiera se ha fracturado: hay educación, pero no hay futuro.

En México, con menos datos disponibles, el panorama es igualmente desalentador. El déficit habitacional se proyecta en 2.8 millones de viviendas para 2025, evidenciando una brecha profunda entre oferta y demanda, especialmente en hogares de ingresos bajos y medios. La tasa de desempleo juvenil (15‑24 años) fue de 5.55 % en 2024, una cifra moderada en comparación con la OCDE, pero engañosa: refleja subempleo y precariedad crónica. De hecho, menos del 20 % de los recién graduados encuentra empleo acorde en su primer intento. El alquiler tampoco ofrece refugio: por ejemplo, en la Ciudad de México, las rentas han crecido por encima de la inflación, limitando aún más el ahorro y el acceso a la vivienda propia.

La tendencia general es clara: el endeudamiento crece, los modelos de inteligencia artificial avanzan con rapidez, y el retorno de la inversión en un título universitario se vuelve cada vez más incierto. Las generaciones millenial y Z han seguido las reglas de sus padres, pero han ingresado a una economía que ya no valora a los jóvenes como lo hacía hace apenas hace un par de décadas. El resultado es una desilusión  masiva.

Por si fuera poco, la hipervisibilidad digital ha convertido el malestar generacional en un espejo que nunca se apaga. La generación Z –la primera en crecer completamente en línea y bajo vigilancia constante– atravesó la adolescencia con una pantalla en la mano y un universo de realidades alternativas en el bolsillo. Son la cohorte más conectada y, al mismo tiempo, la más sola. Los algoritmos que moldean sus redes no solo organizan información: diseñan aspiraciones. Les sirven, una y otra vez, imágenes de éxito improbable, cuerpos perfectos, rutinas productivas, estilos de vida inalcanzables. La identidad se convierte en un acto: no en lo que uno es, sino en lo que uno muestra para ser validado. La comparación no es ocasional, es continua. Y en ese bucle infinito, se instala una tensión devastadora: la conciencia aguda de la propia precariedad frente a la exhibición ininterrumpida del triunfo ajeno.

Jonathan Haidt ha descrito con precisión este desgarro emocional. En La generación ansiosa (2024), muestra cómo el uso masivo de teléfonos inteligentes entre 2010 y 2015 disparó en más de 150 % los síntomas de ansiedad y depresión en adolescentes en Estados Unidos. Entre 2010 y 2020, las hospitalizaciones por autolesiones aumentaron un 188 % entre mujeres y un 48 % entre hombres. Luego vino la pandemia: aulas vacías, poco contacto humano, encierros prolongados en un momento clave para la construcción del yo. Los millennials fueron los primeros “conejillos de indias”. También ellos aprendieron a evaluarse por la mirada ajena, a sentirse insuficientes ante la vida editada de los demás. En ambos casos, el resultado es el mismo: una generación que ya no solo carga con deudas y un nivel de vida imposible de alcanzar, sino también con la sospecha íntima de estar fallando porque todo, en el mundo de las redes sociales, parece funcionar para otros, pero no para ellos.

ALICE (por sus siglas en inglés: asset-limited, income-constrained, employed) es el acrónimo que retrata con precisión a una generación atrapada en la paradoja. Tienen estudios universitarios, empleos formales y, aun así, apenas logran sostenerse. Viven sin patrimonio, con ingresos limitados, y enfrentan dificultades incluso para cubrir lo más básico. En esas condiciones, no solo se posponen los proyectos personales o familiares: se desvanece la posibilidad misma de imaginar un futuro.

Abundan en redes sociales publicaciones que emplean términos como “geoarbitraje” –la idea de ahorrar dinero para mudarse a un país más barato– y acrónimos como FIRE, abreviatura en inglés de “independencia financiera, jubilación anticipada”, que funciona como meta tanto como mantra.

Muchos jóvenes se sienten atraídos por el estilo de vida del nómada digital: un modelo que promete ingresos remotos, libertad geográfica y flexibilidad total. Viajar por el mundo indefinidamente, sin jefe ni oficina, parece una alternativa seductora frente al estancamiento estructural de sus países de origen. Pero bajo esa movilidad constante, rara vez hay un proyecto a largo plazo: más que un plan de vida, es una estrategia de evasión.

Asimismo, el desplome de la natalidad ilustra con crudeza el colapso estructural en curso. No es un rechazo a la familia, sino una imposibilidad económica. En Corea del Sur (donde hay 0.78 hijos por mujer), Japón y Taiwán (ambos por debajo de 1), la población ya está en retroceso. Italia cayó a 1.18 en 2024, México a 1.6 y Estados Unidos a 1.62, su nivel más bajo desde que hay registro. Tener hijos se ha vuelto un lujo: entre salarios estancados, vivienda inaccesible y empleos inestables, formar una familia es una meta que muchos jóvenes simplemente ven irrealizable. Cuando una sociedad deja de reproducirse, se revela un agotamiento económico y, sobre todo, una erosión profunda de la esperanza colectiva.

Las generaciones anteriores vivían en un mundo más predecible. Una carrera profesional significaba estabilidad y pertenencia a una comunidad real, una “aldea”  finita con raíces definidas. En La crisis del capitalismo democrático (2023), Martin Wolf, editor asociado y principal comentarista económico del Financial Times, analiza de qué forma el crecimiento de la desigualdad, la erosión de la movilidad social y la consolidación de un capitalismo rentista han socavado el contrato social y minado las bases de la democracia. Wolf plantea que la respuesta pasa por construir un nuevo New deal (el plan implementado en la década de 1930 por Roosevelt, para rescatar a Estados Unidos de la Gran Depresión con empleo público, regulación financiera y protección social) adaptado al siglo XXI: garantizar igualdad real de oportunidades (vía educación, salud y servicios), reformar las empresas y los mercados para limitar las rentas improductivas, promover una macroeconomía estable que reduzca las crisis cíclicas, y renovar las instituciones democráticas mediante mayor rendición de cuentas y combate a la desinformación. Lo que no podemos permitirnos es caer en el atajo de los populismos o en los “capitalismos autoritarios”, donde se sacrifica la libertad bajo la apariencia de orden.

Sin embargo, eso es exactamente lo que ya está ocurriendo. En Estados Unidos, el desencanto económico ha allanado el camino para el regreso de discursos nativistas, antidemocráticos y profundamente polarizantes. En México, la precariedad estructural se camufla con programas clientelares mientras el poder se concentra y se desprecia la deliberación institucional. Y lo mismo sucede en democracias como Hungría, India o incluso Israel, donde el autoritarismo se reviste de eficiencia económica y la crítica se margina como un lujo de élites. Cuando el contrato social se rompe, el terreno queda listo para quienes prometen certezas a cambio de libertades. La disolución del futuro, en ese sentido, no solo amenaza a una generación: pone en jaque la viabilidad misma de la democracia.

Conviene escuchar a Wolf, uno de los analistas económicos más lúcidos y severos de nuestra época. Aun siendo un defensor del capitalismo, advierte que el sistema atraviesa una crisis existencial. “Hoy no existe otro modelo viable para organizar una economía moderna”, afirma. Pero también reconoce que el contrato social está roto, que la desigualdad ha minado la confianza, y que devolver la salud al sistema occidental es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.

Así pues, no estamos ante un estallido ni un derrumbe estruendoso. Es algo más sutil e insidioso: una disolución lenta de las democracias capitalistas. Se desvanece la idea de progreso, se erosionan los vínculos personales, se apaga la noción compartida de futuro. Las nuevas generaciones no están exigiendo utopías; apenas reclaman certezas mínimas. ¿Qué sucede cuando el porvenir deja de ser un anhelo comunitario y se convierte en un proyecto solitario? ¿Cómo se defiende la democracia cuando sus promesas –educación, vivienda, trabajo, salud, confianza, instituciones– han sido socavadas desde dentro? Antes de que una sociedad encuentre un “quiebre” estructural, se vacía. Y ese vacío –denso y silencioso– ya está haciendo estragos. Resulta evidente e innegable que nos enfrentamos a un problema social, económico y político muy complejo. Los modelos económicos y políticos se desgastan y se agotan, y las sociedades se transforman inevitablemente, más ahora con el avance de la inteligencia artificial. La pregunta ya no es si el sistema funciona, sino qué futuro estamos dispuestos a imaginar. ~

El autor es fundador de News Sensei, un brief diario con todo lo que necesitas para empezar tu día. Engloba inteligencia geopolítica, trends bursátiles y futurología. ¡Suscríbete gratis aquí!


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