En octubre de 1990, un mes después del Encuentro Vuelta, Juan José Reyes y yo le solicitamos una entrevista a Octavio Paz para Textual, la revista que ambos dirigíamos. Le pedí a una amiga periodista una grabadora profesional. Paz nos recibió en la biblioteca de su casa con un gran vaso de tequila, que él también iba tomando a sorbos. Cuando sentimos que Paz ya estaba entonado, prendimos la grabadora. Nos hizo, quizá por el alcohol, varias revelaciones. Salimos muy entusiasmados. Cuando llegué a mi casa y revisé la grabación me di cuenta de que nada de aquellas revelaciones se había grabado. La grabadora, “muy profesional”, solo se activaba con la voz, y se apagaba cuando no registraba sonidos. Paz, al hacernos esas confesiones, bajaba la voz hasta el murmullo. La entrevista, nos dimos cuenta, no servía. Con inmensa pena le hablé de inmediato por teléfono y le conté lo que pasó. Me dijo: “qué alivio, creo que hablé de más”. Muy generosamente accedió a recibirnos al día siguiente e hicimos de nuevo la entrevista. Ya sin tequila y sin las grandes revelaciones que aquella tarde nos contó. –FGR
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¿Es cierto que no nació en Mixcoac?
Nací en la calle de Venecia, en la colonia Juárez, al lado de la casa de Amado Nervo. No tenía un mes de nacido cuando nos cambiamos a Mixcoac.
En su juventud, ¿qué situación atravesaba la República de las Letras, en qué es distinta a la República de hoy?
La gran diferencia, en la República de las Letras, entre aquella época y esta, es el tamaño. Antes la República era más pequeña y también menos poblada; ahora se da una especie de sobrepoblación. La República de las Letras era más pequeña, sin embargo, esto no quiere decir que ahora sea más variada que antes. Quizá no sea así. En aquella época había muchos movimientos, quedaban resabios del estridentismo, se practicaba la poesía pura, el surrealismo. Había una serie de tendencias que han desaparecido, aunque algunas todavía persisten. En ese momento había tanta variedad de escritores como la hay ahora. La actual es una época sobre todo de personalidades. Lo que rigió entre 1920 y 1940 fue la aventura. Veo a los jóvenes de hoy como colonos, no como aventureros, colonos de territorios conquistados que ellos están recreando, rehaciendo, modificando. Puede decirse que, en México, los grandes movimientos de vanguardia tuvieron un temple que ahora no distingo. Un cambio significativo lo marca la aparición de nuevas editoriales, salvo la editorial Botas que solo publicaba novelas. Los poemas no los publicaban, se tenía que pagar la edición o buscar un mecenas que lo hiciera. No había editoriales; los escritores tenían que, para ser publicados, ir a España. Libros de Reyes, de Vasconcelos, de Guzmán, fueron publicados allá. Ahora existen muchas editoriales, esa es una gran diferencia. En aquel tiempo, aunque éramos menos, sí había lectores, ahora también los hay, pero yo no creo que sean mejores. La clase de lectores en México no ha aumentado en relación con el aumento de la población. Estas son las grandes diferencias cuantitativas entre esa época y esta.
El contexto, la situación en el mundo también era distinta.
En 1930 comencé a estudiar en la Preparatoria Nacional –en aquella época existía solo una Preparatoria: San Ildefonso. Los grupos eran de 40, 50 alumnos. Para usar la cronología norteamericana, este modo de dividir el tiempo, quizá la gran diferencia entre las décadas de los treinta o cuarenta y la de los noventa sea, en primer lugar, la situación internacional. Aquellos fueron los años del ascenso de Hitler, de la guerra de España, y del estallido de la Segunda Guerra Mundial al final de ese periodo. Fue la primera vez que los acontecimientos del mundo afectaban la vida de México. Aquí actuaba el grupo de Trotski, de Zinoviev. La gran escisión ocurrió tras el asesinato de Trotski. Todos en esa época fuimos sensibles a esos cambios.
Dice: “todos fuimos sensibles a esos cambios”. ¿Todos?
Todos fuimos sensibles, incluso los que no fueron críticos, la prueba de ello es su intransigencia y su dureza. En años anteriores se había dado el movimiento vasconcelista. Yo estaba chico, pero me afectó. En ese mismo año, en 1929, sucedió otra cosa importante: la autonomía universitaria. Entré a la Preparatoria en el ocaso de la supremacía de Plutarco Elías Calles. Luego del gran fracaso del vasconcelismo, vivimos con alegría la victoria de Cárdenas sobre Calles. Cárdenas, en lugar de fusilarlo, lo desterró. Esto nos impresionó mucho a los muchachos de entonces. Se dieron una serie de cosas muy importantes, como por ejemplo la enérgica política exterior de México ante el avance del fascismo. Nos convertimos en grandes amigos de la República española.
¿Y culturalmente?
En esos años se dio, culturalmente, una gran influencia de España. Es la época de Unamuno, Ortega y Gasset, Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez, Machado. Por lo menos en la juventud, España fue una gran influencia cultural. Fue la década en que Cárdenas ayudó a los intelectuales españoles después de la derrota y, también, en que se persigue a los Contemporáneos. México entró a la guerra. Ávila Camacho hizo una política más moderada. Jaime Torres Bodet estaba en Educación Pública. Hubo muchas cosas en las que yo nunca estuve de acuerdo, ni yo ni muchos de mis amigos. En aquella época asistimos al gran ascenso de la estrella comunista y a la aparición de los primeros nubarrones. Nubarrones que surgieron cuando parecía que iba a triunfar el sol del socialismo en el mundo. Ahora sabemos lo que ocurrió, ahora vivimos lo contrario. En aquella época nació el PRI del PRN, hoy estamos en espera de llegar a una auténtica democracia. Las creencias de ese tiempo se han pulverizado, se han convertido en otra cosa. Es muy distinta la atmósfera que los rodea a ustedes y la que me rodeó a mí.
¿Cómo encontraba tiempo? La ciudad era chica.
Claro, era más chica. Además, había otra cosa muy importante, los tranvías. Había algunos extraordinarios. En los días en que vivía en Mixcoac los tranvías fueron mi bendición cuando estudiaba en la Preparatoria. De Mixcoac al Zócalo hacía exactamente 45 minutos, en los que se podía leer, meditar, dormir. Ahora los camiones y los trolebuses van llenos. Había entonces dos clases, pero la segunda también era cómoda. En esos tranvías grandes y seguros aprovechaba el tiempo para leer. Del Zócalo nos íbamos a pie hasta la Preparatoria, esto era cuatro veces al día. Íbamos a comer a nuestras casas y regresábamos. Eso significaba casi tres horas de lectura.
Plaza del Zócalo,
vasta como firmamento:
espacio diáfano,
frontón de ecos.
Allí inventamos,
entre Aliocha K. y Julián S.,
sinos de relámpagos
cara al siglo y sus camarillas (…)
Gusanos gigantes:
amarillos tranvías apagados
Eses y zetas:
un auto loco, insecto de ojos malignos.
Ideas,
frutos al alcance de la mano.(“Nocturno de San Ildefonso”, 2)
¿Cómo era entonces la enseñanza?
Es notable la calidad de nuestros maestros de entonces: Samuel Ramos nos daba Introducción a la Filosofía.
¿Era un profesor interesante?
Era un poco aburrido, pero enterado; al poco tiempo se hizo amigo nuestro. Torri, durante una temporada, nos dio Literatura Española: era un profesor interesante, pero tartamudo. El mejor Torri se nos reveló en su casa, la cual frecuentábamos: platicábamos mucho. Más adelante ya no hice esos trayectos de Mixcoac al centro porque, cosa de muchachos, me fui de mi casa. Me cambié a La Casa del Estudiante, que quedaba en el centro de la ciudad. Torri, preocupado, me dio unas tarjetas de recomendación para conseguir empleo de portero del convento de Churubusco. Lástima que no pudo ser. Me volvió Torri a recomendar con Fito Best Maugard, el pintor, un hombre de una gran imaginación, que en aquella época era director de publicidad de la Lotería Nacional. Se le ocurrió que sería efectivo propagar la creencia en la fortuna. Así, me puso a redactar artículos sobre la fortuna, sobre la suerte y el azar. No me fue difícil: los clásicos están llenos de alusiones a la fortuna. Yo escribí muchos artículos, sin firma. Formé parte de un grupo de escritores fantasmas que contaminó a la ciudad con cuentos sobre viejas supersticiones, escribíamos cosas del tipo de “Cómo la fortuna le fue adversa a Hidalgo al momento de llegar a la Ciudad de México”, “La fortuna en la historia de México”, etcétera.
Si cursó con Torri la materia de Literatura Española, ¿puede pensarse que la influencia de los clásicos en sus primeros poemas se debe a él?
No, lo que nos hizo leer un poco mejor fue la literatura medieval, además fue mi profesor por poco tiempo. Lo importante fueron las conversaciones en su casa. Teníamos intereses comunes: nos hizo leer bien a Marcel Proust. Hubo, claro, otros maestros, José Gorostiza no fue mi maestro, pero estuvo de profesor ahí; yo iba a verlo a la Preparatoria para platicar con él. Las dos grandes figuras, los dos grandes maestros eran don Antonio Caso, que fue mi profesor de Sociología, y Vicente Lombardo, que era también profesor, excelente, de Sociología, antes de su conversión al marxismo. En esos años, luego de haber sostenido una famosa polémica con Caso, Lombardo se convirtió al marxismo. La polémica entre Caso y Lombardo nos apasionó a todos, la seguimos con mucho interés. Caso, aunque yo tenía mis dudas, después de todo, tenía razón.
Cuesta decía no haber soportado los gritos y las gesticulaciones de Caso.
Había en Caso un orador y un actor. En mi época llevaba afeitada la frente, era un poco actor. A veces era, como decía Julio Torri, “mal actor de sus propias emociones”.
¿Cómo acordaron usted y sus amigos hacer Barandal?
Conocí a mis amigos en la preparatoria, pero fue hasta el segundo año en que se nos ocurrió hacer la revista. Yo y mis amigos éramos entonces lectores de Contemporáneos. Éramos varios amigos, entre ellos Rafael López Malo, hijo del poeta modernista Rafael López, un hombre muy simpático, y el chico Martínez Lavalle, cuyo padre era Martínez Rendón. Rápidamente los Contemporáneos se dieron cuenta de la revista.
¿Usted publicaba en otras revistas, en periódicos? ¿No apareció, por cierto, su primer poema, en 1931, en las páginas de El Nacional, un poema llamado “Cabellera”? Entonces firmaba como Octavio Paz Lozano.
Sí, lo publiqué ahí gracias a Luis Cardoza y Aragón, que era redactor del suplemento. Don Rafel López quería entonces publicarme un libro de poemas. Algunos de mis amigos de Barandal eran un poco mayores que yo, por dos años, pero los demás eran de mi edad. Todos ellos escribían poesía, aunque después la abandonaron. Éramos amigos de los Contemporáneos.
¿Cómo murió Barandal?
Murió porque cambiamos de escuela, entramos a la Facultad de Derecho. Nos seguíamos viendo, principalmente en casa de Salvador Toscano. Murió porque hubo una suerte de desinterés, nos parecía que la aventura estaba terminada, no estábamos muy de acuerdo en algunas cosas esenciales y la revista desapareció. En Barandal existía una obsesión por ponernos al día. Estábamos repitiendo la tentativa del Ateneo, que lo fue también de los Contemporáneos: ponernos al día. Leíamos mucho a los sudamericanos, como Lugones, a los españoles, como Pedro Salinas. La gran diferencia entre la generación de Contemporáneos y la nuestra es que nosotros sentimos una atracción por el experimento soviético. Una atracción que en Francia había logrado adherir a Gide, a Malraux, Breton (militaban algunos de ellos en el partido comunista, otros no), en España también había conseguido adhesiones importantes. Los Contemporáneos ya habían publicado cosas de Joyce, es decir, tenían una obsesión por la modernidad.
¿No los separaba su simpatía por el comunismo o por la vanguardia surrealista de sus maestros locales, de los Contemporáneos?
No había contraposición, además los Contemporáneos no fueron nuestros maestros. En mi caso, había hecho una lectura bastante intensa de novelas y ensayos de diversos autores, pero la primera vez que descubrí la poesía moderna fue en Pellicer, en mi adolescencia. Mi primera poesía, la publicada en Barandal, tiene huella de Pellicer y también de otros poetas como Alberti o Gerardo Diego. Más adelante me ensombrecí, como todo adolescente. Nuestro grupo tuvo pequeña resonancia, cierto es que era un mundo más pequeño. Coincidió la visita de Alberti a México con la aparición de mi primer libro, Luna Silvestre, publicado por la editorial Fábula. Alberti, ya lo he contado, me alentó. Yo me alejé del grupo, me quedé solo, pasé una temporada de silencio y soledad. Luego volví a mis cursos. Leía yo en esos momentos un revoltijo de cosas, leía por ejemplo a Lawrence. Pero aparte de las influencias había esta poesía “de la sangre, del cuerpo”, que me ha seguido acompañado hasta hoy: las revelaciones del cuerpo. Sobre ese libro publicó Bernardo Ortiz de Montellano una pequeña nota contra mi libro criticando lo que él veía como una excesiva influencia de Neruda. Murió Barandal pero yo seguía viendo a mis amigos; a José Alvarado, a Salvador Toscano.
¿Antes de Taller viajó a España?
Sí. Yo no vivía en México en ese entonces, había conseguido un empleo; el proyecto de fundar una escuela. Estaba en Yucatán cuando recibí la invitación para ir al Congreso Antifascista de España. La invitación la gestionaron Rafael Alberti y Pablo Neruda, Alberti ya había estado en México y la gente de la LEAR le había merecido una muy pobre opinión, tal vez por eso de México invitaron a dos escritores que no pertenecían a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Yo nunca estuve cerca de le gente de la LEAR, aunque era muy amigo de jóvenes comunistas. Me mandaron la invitación a Yucatán por correo ordinario, apenas tuve tiempo de llegar a la Ciudad de México, casarme e irme en barco, vía Nueva York, a España.
Antes de llegar la invitación para asistir al Congreso, ¿cómo era su vida en Yucatán?
Primero vivimos en una pensión. Me interesó muchísimo Yucatán. Descubrí el mundo maya, un descubrimiento muy importante para mí.
¿Y el mundo de Carrillo Puerto, la política yucateca no le interesó?
No, casi no. Ya había desaparecido ese movimiento, ya no existía. La de Yucatán me parecía una experiencia única, primero por la labor que realizaba en esa escuela de adolescentes. Pero lo que más me interesó fue el mundo maya. Descubrir que Yucatán era la otra cara de México. Yucatán es lo menos mexicano, lo menos central. Cuando recibí la invitación, por medio de un telegrama, estaba yo en Chichen Itzá. Estaba paseando por el juego de pelota cuando recibí la noticia; estaba yo muy emocionado.
Aparte de asistir al Congreso, ¿qué más hizo en España?
Conocí mucha gente, más bien: entreví a mucha gente ilustre. Con algunos guardé amistad, como con el poeta inglés Stephen Spender y también con Malraux, con quien trabé una amistad de toda la vida. El viaje lo hicimos inicialmente para asistir al congreso, pero me quedé más tiempo. Allá estaba también una delegación de la LEAR, entre los que iba Silvestre Revueltas, que viajó como un acto de solidaridad con el pueblo español. Asistieron también José Mancisidor y Carlos Pellicer. Después del Congreso permanecí en España ayudando y colaborando con el grupo LEAR en el trabajo que ellos hicieron: principalmente montaje de exposiciones y dar conferencias sobre la cultura mexicana. Fue una labor muy interesante.
¿De qué modo vivió el ambiente de guerra?
Caían bombas con frecuencia. Más cuando iba al frente del sur. Había un mexicano, Juan B. Gómez, que era comandante de brigada, lo mismo que otro mexicano mucho más famoso: David Alfaro Siqueiros. Estuve con ellos diez o quince días, incluso intenté enlistarme. Los Alberti, principalmente María Teresa León, intentaron disuadirme. No sé por qué, pero no me aceptaron, probablemente porque cometí varias imprudencias, entre ellas ser amigo de varios anarquistas, los cuales eran vistos con malos ojos por los comunistas. Durante el sitio de Valencia supe lo que de mí se decía: “Hay que tener cuidado con Octavio Paz, tiene ligas, no sabemos hasta qué punto, con los anarquistas”.
¿Cómo transcurría su vida cotidiana en esos días españoles?
La vida política me interesó y llegó a apasionarme, pero mis grandes amigos, a los que veía todos los días, eran los poetas. Me relacioné con la gente de Hora de España porque teníamos posiciones muy parecidas: primero, éramos antifascistas, considerábamos que era indispensable la colaboración con los comunistas; en segundo término, creíamos en la independencia de los escritores. Esa era la política de la Hora de España y, más tarde, esa sería la política de Taller. En México había conocido a Alberti, lo volví a tratar en Madrid, pero con quien hice amistad más profunda fue con Cernuda y con la gente de Hora de España, como Altolaguirre. En España publiqué mi segundo libro, Bajo tu clara sombra, precedido precisamente por una “Noticia” de Manuel Altolaguirre. Tuve encuentros memorables, por ejemplo, con Pablo Neruda, al que mucho me he referido. A Neruda lo quise mucho. Conocí también. a Vallejo, que era un hombre extraordinario. Me impresionó mucho oír sus quejas contra Alberti y Neruda.
¿Frecuentó “cafés literarios” mientras estuvo en España?
Muy poco porque era época de guerra y las bombas eran frecuentes, pero sí conocí varios, sobre todo en Valencia. Luego de España viaje a París, donde me encontré con Pellicer. Ahí conocí a Carpentier, quien me presentó con Desnos, que fue mi primer contacto directo con los surrealistas.
¿Qué recuerda de aquella visita a Juan Ramón Jiménez?
Juan Ramón se dedicaba no a platicar sino a desarrollar largos monólogos. Era muy gracioso, tenía verdadero talento e ingenio. Poco a poco, mientras hablaba, su gracia se iba convirtiendo en mordacidad. Su plática, de danza graciosa, se transformaba en una danza de puñales: sobre la mujer de Jorge Guillén, sobre el pecho de la mujer de Pedro Salinas, sobre la espalda de García Lorca…
¿Qué le aguardaba a su regreso?
Cuando regresé a México estaba el Café París. Había varias tertulias. Al regresar a México volví a ver a mis amigos. Trabajé en El Popular, que era un diario sindicalista dirigido por Lombardo Toledano, como periodista y articulista. Colaboraban también ahí Enrique Ramírez y Ramírez y José Revueltas.
Paralelamente, aparte de sus intereses políticos, ¿tenía otros amigos?
Iba mucho al Café París con Octavio Barreda y Xavier Villaurrutia. Así que iba a El Popular por un lado y por el otro al Café París. Nunca me discipliné a la vida militante. También había un bar, llamado El Paraíso, que frecuenté mucho en alguna temporada. Más tarde, más avanzada la década, surgieron en México los cafés literarios. A las cantinas no podían entrar mujeres, pero concurrían mucho a los cafés. De pronto el Café París se convirtió en el gran centro de reunión. En primer lugar, iban personas de cine, periodistas, pero también iban escritores. Los que quedaban de los Contemporáneos tenían su mesa, había otra mesa de jóvenes y otra de comunistas, estos últimos hacían la revista Ruta. Nos encontrábamos unos frente a los otros. Nos veíamos, nos saludábamos, a veces íbamos de un lado a otro. Estaba Ermilo Abreu Gómez, amigo de Barreda y mío. Había otros grupos, como el de Juan Soriano, que llegaba más tarde, y el grupo de las mujeres.
¿Con quién iba Soriano?
Con Lupe Marín, Lya Kostakowsky y María Izquierdo, que era una de las instituciones del café. Otras instituciones eran Barreda, Villaurrutia y Lupe Marín. Todos ellos eran amigos. En otro lado del café se ubicaba José Mancisidor.
¿Y no había en el café oficinistas, muchachos y muchachas con intenciones de ligar?
Sí, también. Había empleados, gente que flotaba por ahí ocasionalmente, novilleros. La dueña de la casa se llamaba Madame Hélène. Una mujer francesa, muy amiga de Pepe Gorostiza y protectora de novilleros en desgracia.
De joven, cuando asistió a las reuniones de los Contemporáneos, ¿Torres Bodet llevaba la batuta en el grupo? Él ayudó a sus amigos a conseguir sus empleos.
No, nadie llevaba la batuta, el grupo estaba formado por personalidades fuertes. Torres Bodet hablaba y siempre de manera inteligente, aunque siempre lo hacía de un modo retórico: siempre cuidándose de no despeinarse.
¿Fue siempre feliz su amistad con Pellicer, siempre luminosa?
Hubo muchos altibajos en mi amistad con Pellicer. No estaba de acuerdo con algunas ideas y con ciertos poemas míos, pero, en fin; siempre lo estimé mucho.
Pellicer expresó que prefería su poesía “anterior”, es decir, la anterior a Salamandra. Tal vez lo hizo dolido por aquella frase suya.
Me gustaría referirme a esa frase. No creo que esa frase lo haya “matado”. Quizá lo dije mal, quise decir que los mejores poemas de Pellicer son los poemas breves. Cuando él intentó el poema extenso lo traicionaba la elocuencia. Tiene cosas geniales, como aquello de “El caimán es un perro aplastado”. Recién leí, en su revista, en Textual
{{ Textual, publicación del periódico El Nacional, dirigida por Fernando García Ramírez y Juan José Reyes. }}
, el ensayo que Gabriel Zaid dedica a Pellicer, es un ensayo muy interesante. Gabriel ve con mucha penetración la importancia del poema corto y la imagen en Pellicer. Es una cuestión de época. La generación de Pellicer es sobre todo visual y plástica. Varias de sus imágenes son prodigiosas, pero hay cierto tipo de imágenes con las que él no se atreve. No hablo de imágenes sorprendentes sino de imágenes que convoquen otra realidad, pienso ahora en aquella de Ungaretti: “De otros diluvios una paloma escucho”. Eso Pellicer lo logró muy pocas veces.
Hay personas que participaron en Taller y que casi no son recordadas, por ejemplo, José Ferrel.
Ferrel no era propiamente de Taller, era un muchacho, muy inteligente, pero no escribía otra cosa que traducciones. El sí fue militante trotskista, Ferrel fue el primer traductor de Rimbaud.
¿Por qué se suicidó?
No lo sé. Otra gente no muy recordada es Rafael Vega Albela, gran amigo mío, como Ferrel, suicida. Terminó con su vida siendo muy joven. Sus poemas son interesantes, dueños de una religiosidad atea. Hay que recordar a Alberto Quintero Álvarez, quien verdaderamente tenía un gran talento crítico. Era una persona profunda. La Universidad de Guanajuato publicó un libro suyo, pero desgraciadamente poca gente lo ha comentado. También estaba Solana y Huerta. Rafael Solana fue el que nos invitó a hacer Taller, la hicimos durante unos meses y luego Solana se fue a Europa y tuvimos que hacernos cargo de ella. Después de eso, luego de la derrota, cuando vienen los españoles a México, a mí me pareció que lo que menos podíamos hacer era ofrecerles incorporarse a la revista. Rafael Solana, con muy mal gusto, me lo ha reclamado varias veces.
¿Quién era el eje, el centro de la cultura en aquellos momentos? ¿Alfonso Reyes?
En ese momento Reyes no estaba en México. Reyes era el gran mexicano que vivía en Sudamérica. Vivió en Buenos Aires y luego en Río de Janeiro. A Alfonso Reyes lo conocí cuando regresó a México a hacerse cargo de la Casa de España. Se dio entre ambos una gran amistad, lo admitiré: lo admiro, lo quise mucho. Lo comencé a ver no solo en El Colegio de México sino en su casa. Vivía en esa calle que antes se llamaba Juanacatlán, aunque en esos tiempos creo que tampoco se llamaba así. Yo vivía muy cerca de ahí, cerca de donde vive ahora José Emilio Pacheco. Cuando estaba muy triste, muy desesperado, muy cansado, o con ganas de tener una conversación, yo le llamaba por teléfono: “Don Alfonso, ¿puedo ir a verlo?”. Me dio siempre buenos consejos no solamente literarios sino personales.
El año pasado durante la celebración del centenario de Reyes se dio la impresión de que en su obra solo se resaltaba de la calidad de su prosa.
Reyes ha sido víctima de sí mismo. Cuidó tanto de su memoria que lo llevó a hacer en vida su obra completa, esos tomos tan difíciles de leer. Esto ha sido adverso para él. Creo que está muy bien publicarlos, pero, en primer lugar, me parece muy triste que se hayan tardado en editarlos tantos años. El que hayan tardado tantos años en publicar las obras completas de Reyes revela un problema en la psiquis mexicana. A Reyes lo que le hace falta es una buena edición, no de sus obras completas, se extraña un volumen que recoja al gran Reyes. No creo que haya sido ni un gran pensador ni un gran crítico, aunque pudo haberlo sido porque tenía un gusto infalible, pero no lo fue. Pudo haber sido un gran critico de Góngora, su resucitador, pero lo fue Dámaso Alonso.
¿Qué queda entonces de Reyes?
Queda de él lo que Borges llamaba “la página perfecta”. Reyes es el autor de muchas páginas perfectas. Pequeños textos dispersos en toda su obra de un género que oscila entre la estampa, la miniatura, la vida literaria, la divagación, el poema en prosa. Tiene momentos realmente extraordinarios. Reyes es sin duda uno de los grandes prosistas de nuestro siglo. Las pequeñas miniaturas de Reyes están escritas con prosa de poeta. Asimismo, como poeta, es más importante de lo que se cree. No advertir esto es una de las grandes fallas de la crítica mexicana, creo que nuestra crítica ha sido un poco ciega ante Reyes poeta. Merece sin duda estudios más importantes, ya que es autor de un gran poema, “Ifigenia cruel” y de otros poemas como los “Romances del río de enero”. Reyes es la pausa entre la vanguardia y el modernismo, pausa en la que lo acompaña otro poeta: López Velarde. Ninguno de los dos ha tenido la penetración que merecen en América Latina. Ambos tienen que ver con Gabriela Mistral. Esta generación, que se desarrolló en un periodo que ha sido llamado posmodernista, representa algo que en España estuvo a punto de tener y no tuvo. Tuvo grandes poetas como Jiménez y Machado, que no son lo mismo, no hay en ellos el espíritu de esa “pausa” entre un periodo y otro. Los poetas de España en ese momento no son importantes. Es algo que le corresponde hacer a la crítica mexicana: insertar a nuestros autores en la corriente general de la literatura.
¿Reyes fue acrítico ante la tradición europea?
No creo que haya sido un gran crítico, fue, en cambio, un crítico instintivo. Hubo, en la época, temperamentos más radicales que el de Reyes, está por ejemplo Cuesta, quien sí fue crítico ante la tradición hispánica. A Reyes le faltó coraje crítico.
Luego de que se le incluyó en Poesía en movimiento Torri ha ganado muchos lectores, incluso puede claramente distinguirse a varios jóvenes que siguen sus huellas. La suerte de Reyes ha sido, en cambio, adversa ¿No es paradójico que Torri, el hermano menor, de algún modo haya venido desplazando a Reyes?
A mí me encanta Torri, lo he leído con mucha atención y siempre he procurado difundirlo. El Reyes del que hace poco les hablaba, sin embargo, se parece mucho a Torri. No solo se parecen: son de la misma estirpe. Son distintos en tanto que Reyes es más brioso, más solar, sabe reír con una risa más amplia. Otra cosa: Reyes fue un contacto muy importante para los escritores mexicanos en Sudamérica. Xavier Villaurrutia publicó su Nostalgia de la muerte en Buenos Aires y Reyes La experiencia literaria. Por cierto, que Villaurrutia me pidió que escribiese una nota de su libro, que publiqué en Sur. Cuál no sería mi sorpresa cuando al poco tiempo recibí un cheque y una carta de José Bianco invitándome a colaborar con mayor asiduidad en la revista.
¿Dónde y cómo elaboraba Taller?
La hicimos en varias imprentas, pero en la que lo hicimos más a gusto fue en la imprenta de Rafael Loera y Chávez. Ahí se publicó también, por primera vez Muerte sin fin y varios libros de Villaurrutia.
¿Fue en esa imprenta donde hicieron los libros que salían como suplemento en la revista? Una temporada en el infierno de Rimbaud, las Endechas de sor Juana Inés de la Cruz, los Poemas de Eliot, La retama de Leopardi, los fragmentos de los de los Diarios íntimos de Baudelaire.
Era un poco la costumbre de la época. Hubo gente que lo hizo antes que nosotros, se me ocurre pensar en Alcancía que hacían Justino Fernández y Edmundo O’Gorman, quienes habían publicado por primera vez La fábula de Equis y Zeda de Gerardo Diego.
En Taller se advierte una parte creativa muy pujante, y, por otro lado, una labor crítica un poco coja. ¿Por qué se dio esto?
Hubo varios que pudieron haber hecho crítica, pero por desgracia se fueron por otro lado, como José Alvarado; Álvarez Quintero también pudo haber sido un buen crítico, pero por desgracia murió. En él se combinaban las facetas de poeta y de crítico. Poco después surgió una generación muy crítica, la reunida en Tierra nueva, gente para mí muy cercana. La relación que yo tuve con los que venían después de mí, con José Luis Martínez, Alí Chumacero, Jorge González Durán, fue muy buena.
¿Llegó a distanciarse de Efraín Huerta?
De él nunca me sentí distanciado. Bueno, había cierta distancia intelectual y política, pero yo nunca tomé en serio esas cuestiones. Con José Revueltas fue distinto, con él sí discutí bastante, aunque finalmente la historia me ha dado la razón. Con Efraín, en cambio, no era posible el diálogo político. Siempre sentí profundas coincidencias con Revueltas.
¿Por el sentimiento religioso que permeaba su pensamiento político?
No, por su actitud intelectual. Para Revueltas las ideas contaban, se apasionaba con ellas. Los comunistas de su época lo aceptaban con incomodidad: eran beatos.
¿Continuó viendo a sus otros amigos, por ejemplo, José Alvarado?
A José Alvarado siempre lo vi, le tenía mucha amistad. En el fondo Alvarado siempre fue muy escéptico. No se lo decía, pero coincidía con él.
Disuelta Taller, usted colaboró con Barreda en El hijo pródigo y poco después usted se marchó de México.
Me fui de México en 1943 y volví diez años más tarde. Abandoné el país justo en el momento de la guerra: la ciudad estaba llena de extranjeros. Por un lado, estaban los españoles, con varios de los cuales trabé una relación muy profunda; también estaba Neruda, con el que tuve una amistad que terminó en pleito; también tenía amistad con los surrealistas que vinieron a México: Wolfgang Paalen, Benjamin Péret, Leonora Carrington, Remedios Varo, Alice Rahon. Había una atmósfera cosmopolita. Era un México mucho más chico, pero mucho más abierto.
Antes de regresar estuvo usted unos años en Estados Unidos, ¿trabó relación con el mundo intelectual estadounidense?
Conocí a varios poetas, pero no fui muy íntimo de ellos. Luego me interesó mucho el grupo de Partisan Review. En esos años uno se relacionaba con esos grupos artísticos en las casas, ahora se ha variado con el desarrollo de la vida universitaria. Aunque también se acostumbran mucho los bares. En esos años traté a Philip Roth, conocí también a Cummings y a William Carlos Williams, aunque eran poetas mucho más grandes que yo.
¿Qué situación encontró a su regreso, en los años 50?
Me sorprendió encontrar otro México. Me encontré con que todavía había algunos sobrevivientes de los Contemporáneos: Novo seguía escribiendo, lo mismo que Pellicer. A Novo siempre le tuve estimación, pero nunca acabamos de ser buenos amigos, lo que lamento ahora. Pellicer, en cambio, siempre fue uno de mis mejores amigos: siempre estaba en lo suyo. En realidad, del grupo Contemporáneos yo tuve solo tres amigos: Jorge Cuesta, Villaurrutia y Pellicer. La generación de Contemporáneos tiene una característica esencial: es una generación de excelentes poetas. Es muy difícil decidirse por uno de ellos. ¿Por qué no gozaron de la estima pública que se les brindó a otros poetas de su generación, como Neruda y Borges? Tal vez se debe a que la aventura poética de los Contemporáneos se acaba muy pronto. Aunque eran muy inteligentes, no fueron capaces de desarrollar rápidamente su obra poética. Tomemos a Pellicer como ejemplo: en él no hay una evolución poética, su poesía es la de un poeta eternamente joven que parece estar descubriendo por vez primera el mundo. Los Contemporáneos son poetas por acumulación, no se advierte en ellos la construcción de una obra.
¿Y José Gorostiza? Usted y él trabajaron juntos algún tiempo en Relaciones Exteriores.
Pepe Gorostiza me ayudó siempre a resolver los inevitables conflictos que aparecen en la burocracia. También estimé mucho a Torres Bodet como funcionario, con él sostuve una relación un poco fría, en parte porque él no era un hombre cálido.
Luego de su estancia en Estados Unidos, Francia y Japón, ¿qué más encontró a su regreso?
Me encontré con el otro fragmento de mi generación, gente como Rulfo estaba escribiendo. Pero sobre todo me encontré con un nuevo grupo, una nueva generación cuya cabeza más visible era Carlos Fuentes. La gran novedad era que habían desaparecido los cafés. Yo quise reanimar uno, pero fracasé, no hubo manera. Intenté que nos viéramos de nuevo en cafés pero o no iba nadie o iba mucha gente, gente que no nos interesaba. Ya no había tertulias, la gente acostumbraba a reunirse en casas. El concepto de generación, aclaro, siempre es equivoco porque las personalidades siempre son más importantes que los grupos.
¿Por qué se acostumbraba identificar a la década de los cincuenta con la Revista Mexicana de Literatura y no con la revista América, en la que colaboraron gente como Efrén Hernández, Bonifaz Nuño, Jaime Sabines, Rosario Castellanos y Juan Rulfo?
No lo sé bien.
Tal vez porque fue una revista dedicada a la creación. No tuvo cuerpo de ideas estéticas y políticas que la respaldaran.
Eso es, en primer lugar fue por eso. También contribuyó el hecho de que fuera un híbrido de varios grupos. No tenían en América una actitud; en cambio, los muchachos de la Revista Mexicana de Literatura tenían una idea muy clara, que es un poco la idea que nosotros habíamos expuesto en Taller.
¿Por qué a su regreso no pensó fundar una nueva revista, una nueva aventura, con compañeros suyos de generación como José Luis Martínez o Chumacero? ¿Por qué se acercó a los jóvenes?
Al llegar me sentí cerca de los jóvenes, especialmente de Carlos Fuentes. También, aunque un poco menos, de Tomás Segovia. La Revista Mexicana de Literatura inició con reuniones periódicas en mi casa. En aquella época ellos se sentían incómodos con el quietismo de la Ciudad de México; yo, que acababa de regresar, debí significar una ventana al mundo. La década de los cuarenta, pese al ambiente cosmopolita al que he referido, fue en México, intelectualmente, un poco triste. Se seguía pensando en términos de “compromiso”. Fuentes y Segovia comprendían que era necesario abrir una ventana: siempre hay que abrir ventanas, dejar que vuele el aire. Fue también importante, en esa revista, el planteamiento que hicimos de lo que se llamó “tercera vía”. Introduje esta idea en México, convencido de mi gran decepción de la Unión Soviética, que la vía comunista estaba profundamente equivocada. Mi desencanto, ya lo saben, se dio al momento de la firma del tratado germano-soviético. En esos momentos a finales de los años treinta me encontraba cerca de los comunistas y luego de ese acontecimiento me separé de ellos. Esto fue para mí decisivo. Cuando viví en Estados Unidos pensaba que todavía era posible una revolución proletaria, tal como lo había previsto Marx, en los países desarrollados de Europa. Cuando viajé a este continente me di cuenta de mi error.
En esos años europeos es cuando escribe su texto sobre los campos de concentración soviéticos que le publicaron en Sur.
Yo lo mandé a México, pero no lo pudieron publicar. Algunas cosas que mandaba no las publicaban, y eso que las enviaba a revistas de amigos míos.
Volviendo a su regreso y a su influencia en los jóvenes que entonces hacían la Revista Mexicana de Literatura, ¿puede decirse que ellos ponían el entusiasmo y usted sus relaciones y contactos?
Lo que se publicó de literatura, americana, inglesa y de autores franceses yo lo proporcioné. La revista, al poco tiempo, se asoció a actitudes más cerca de la izquierda que del centro. Fuentes y otros amigos se acercaron a posiciones más radicales, como lo demuestra la revista que publicaron después, Medio Siglo. Fuentes y Carballo abandonaron entonces la Revista Mexicana. Cuando vino lo de Cuba, yo me encontraba nuevamente fuera de México.
¿Fue usted amigo de los miembros del Hiperión?
Fui amigo de Emilio Uranga, incluso uno de sus libros me lo dedicó. También fui muy buen amigo de Jorge Portilla, así como de Luis Villoro. Me separó de ellos primero la edad, pero también las preocupaciones políticas. Ellos estaban completamente imbuidos de la filosofía de Sartre. Estando en Europa, fui testigo del ascenso meteórico de Sartre en Francia y en todo el mundo. Por mis lecturas liberales de la adolescencia fui inmune al contagio, me encontraba, y ya lo he dicho, más cerca de las posiciones de Camus.
Años después de haber abandonado Carlos Fuentes y Carballo la Revista Mexicana de Literatura, un grupo de jóvenes, encabezados por Juan García Ponce, retoma la revista, ¿tuvo usted contacto con esos jóvenes?
Yo estaba fuera de México, pero les escribía con frecuencia. Les recomendé, por ejemplo, a Gabriel Zaid. Yo había conocido a Zaid en una ocasión que fui a México, y lo conocí como poeta. Este grupo del que ustedes me hablan ha sido un grupo muy importante, aunque yo no los conocí como grupo sino como individuos, personas.
Además de haber impulsado a Zaid como poeta (el primero de sus libros, Seguimiento, tiene una carta-prólogo suya) hizo lo mismo con Gerardo Deniz. Ingeniero uno y químico nato el otro, estos dos casos nos llaman la atención porque de algún modo desde los márgenes han venido a renovar la poesía mexicana.
Tuve la dicha de leer el primer libro de Deniz, Adrede, en manuscrito. Desde ese momento sentí un vivo interés por su poesía.
¿Atraviesa la crítica mexicana un momento crítico?
Advierto que la crítica mexicana a veces está un poco a destiempo. La crítica no es solo investigación y juicio, sino que debe servir de puente, es necesario que inserte la literatura mexicana en la literatura hispanoamericana y en la literatura mundial. Encuentro que la actitud de crítica es de ensimismamiento, incluso ahora más que antes. Veo dos actitudes en nuestra crítica: en una especie de frivolidad ante las novedades que llegan de fuera, ceguera ante lo que pasa fuera, y una incapacidad de relacionar nuestra literatura con la literatura moderna. Dos ejemplos: casi nadie tomó en cuenta la aparición de la traducción que Ulalume González de León hizo de Valéry Larbaud, y lo mismo sucede ahora con la excelente traducción, yo creo que la mejor, que José Emilio Pacheco hizo de los cuartetos de Eliot. Claro que ninguna traducción es perfecta, pero la que hizo Pacheco es admirable.
¿Y la recepción crítica de su obra?
Les pondré algunos ejemplos. Más que críticas publicitarias en periódicos o revistas acerca de Libertad bajo la palabra recibí cartas, algunas muy generosas, como la de Alfonso Reyes, cartas de españoles y sudamericanos que me siguen conmoviendo. Recuerdo también la de Julio Cortázar. El laberinto de la soledad fue recibido con una crítica adversa y, en algunos casos, escandalizada. He tenido mala suerte con la crítica en México, pero mi caso no es el único. La crítica es una de las partes menos vigorosas de nuestra literatura. La otra: la carnívora vida literaria mexicana, aunque, para ser justos, la vida literaria, en todo el mundo es espantosa. En lo posible hay que evitarla, en todas partes está llena de púas y de lanzas.
Vasconcelos, según consta en un artículo que recientemente rescató Enrique Krauze, saludó con mucho entusiasmo El laberinto de la soledad.
Yo estaba en Europa y nadie me mandó la nota, hasta después de mucho tiempo me enteré. Alfonso Reyes acostumbraba escribirme, pero nunca escribió ninguna línea sobre un libro mío. Es una característica de la gente del altiplano. Vasconcelos se quejó contra esa actitud, lo mismo que Alfonso Reyes. De algún modo he intentado hacer lo contrario, por ejemplo, en el caso de Rufino Tamayo. Escribí, cada vez que pude, de su obra. Fui un poco coautor de la resonancia que tuvo su exposición en París. Yo le escribí a Reyes una carta contándole el éxito de Tamayo. Reyes me contestó: “Me da alegría lo que me cuenta, pero, querido Octavio, la fortuna afuera es infortuna adentro”. Creo que Carlos Fuentes ha sido un poco víctima de esto. Fuentes, hace algunos años, me dijo respecto a esto una frase inteligente: “No importa, hay que contestar con libros”.
Solía decirse anteriormente que de su poesía se prefería la que había escrito hasta “Piedra de sol”. ¿No piensa que la crítica en México no lo siguió en esa inmersión en la modernidad que representan libros como Salamandra, Ladera este o Blanco? ¿No fue la crítica sudamericana más sensible? Pienso en Guillermo Sucre, Ida Vitale, Saúl Yurkievich, Julio Ortega, Alejandra Pizarnik.
Sí, pero eso ya no ocurre. Eso se dio porque yo rompí con una serie de convenciones. Cuando yo comencé esta segunda etapa de mi obra, aunque huellas de esto también se encuentran en ¿Águila o sol?, la crítica reaccionó con descontento porque se hallaban acostumbrados a una retórica heredada de los Contemporáneos.
¿Y qué piensa de los jóvenes que intentan seguir el camino abierto por Blanco, por ejemplo?
No lo sé, yo no puedo responder esta pregunta.
Hay un acento Paz…
¿Sí?
Lo curioso es que ese acento se asume en ocasiones acríticamente. En algunos poetas españoles como Gimferrer o Sánchez Robayna esa influencia ha sido fecunda… quizá se deba a la distancia. ¿Cuál cree que ha sido su papel en la literatura mexicana?
No lo sé. Tal vez el desarrollo de una posición crítica en el interior del poema, creo también que me tocó por lo menos poner a Sor Juana de nuevo en circulación. En mi libro, hasta donde me fue posible, intenté recrear la vida intelectual de Sor Juana, ponerla en relación con el mundo europeo, con el mundo español. Esta debe ser la labor de la crítica.
Bueno, esto nosotros lo entendemos como un reto porque nuestra labor es la crítica…
Por ejemplo, habría que investigar el vínculo que une a Revueltas, por un lado, con la novela moderna, con la novela rusa, pero también hay que poner en claro sus vínculos con toda la evolución del pensamiento político. Creo que tanto Revueltas como yo mismo enfrentamos un mismo problema bajo enfoques y temperamentos distintos. Es un problema intelectual, filosófico y moral. Habría que situar críticamente a mi generación en un contexto más amplio, pero no solamente a la mía sino a las generaciones ulteriores. Es necesario vincular la prosa y el verso en lengua española con los que se dan en otras lenguas.
¿Se podría entonces replantear nuestra historia literaria?
Es algo necesario. ~
Esta entrevista se publicó en la revista Textual en diciembre de 1990.