Eloy Fernández Porta ha publicado libros como Afterpop, Emociónese así (Premi Ciutat de Barcelona), En la confidencia y L’art de fer-ne un gra massa. Las aventuras de Genitalia y Normativa (Anagrama), su obra más reciente, es un ensayo perspicaz, libre y lúdico sobre la norma y la transgresión, y sobre el placer que produce crear nuevas prohibiciones.
Este es un texto que apareció primero en inglés. ¿Cómo nace, cómo decidiste escribirlo?
El texto surge de una propuesta que me llegó en estéreo: Silvia Sesé me lo propuso para Anagrama y, por su parte, Laurent de Sutter, editor y ensayista belga, me pidió un texto para la colección que dirige en Polity Press, donde se han publicado libros como Xenofeminismo. En principio se iban a publicar simultáneamente, pero por razones covidianas terminaron saliendo de forma escalonada: la edición inglesa en octubre, la norteamericana en noviembre y la española en abril.
En el origen del texto está mi propia vivencia de las reglamentaciones, que siempre ha sido intensa. Yo no soy “una voz clara en medio del ruido”; yo vivo en un mundo ansioso y soy ansioso también, y compulsivo, mi pensamiento es convulso y performativo y el proceso del que estamos hablando lo percibo como una compulsión normativa. Esto tiene que ver con el hecho de haber crecido en un medio que, aunque aparentemente progresista, era, de hecho, bastante disciplinario, y también con mi percepción de que las normas no son rígidas, no están hechas de mármol, sino que son entidades mutantes y porosas, que laten, se transforman y nos transforman.
El libro empieza con una pregunta: ¿y si el acto verdaderamente gozoso no fuera transgredir una norma sino erigirla? Ese es en cierto modo el tema: el placer de crear normas.
Yo soy adicto al modo interrogativo, y en particular me fascinan las preguntas un poco especulativas. “What if…?” Es un género de la ciencia ficción a la vez que una declinación del pensamiento. Curtis White lo llamaba “la monstruosa posibilidad” porque implica hacer cambiar de posición al lector, hacer que identifique su identidad de un modo nuevo. ¿Qué ocurre si resulta que la institución, la represión, el reglamentismo no están ahí fuera sino que los estoy encarnando y representando cada día? Y, en efecto, hay un goce en el acto de crear normas. Esto puede comprobarse, en el contexto de la Pintura de Historia en las representaciones de Constituciones o Actas Fundacionales de una nación, que son retratos colectivos donde todos los participantes aparecen siempre con expresión extática –esos cuadros más parecen “orgías secas” que actos parlamentarios. Se trata un goce erótico y también estético, por eso hablo de la Norma como obra de arte y defino el acto artístico de crearla como nomografía. Con ellos hay también un placer social: quien rompe una norma podrá, a partir de esa ruptura, crear una pequeña comunidad; en cambio, quien la crea o contribuye a crearla entra a formar parte de una comunidad más extensa y acogedora.
Hay también algo curioso: nadie parece imponer esas normas. Es como si nosotros quisiéramos imponérnoslas a nosotros mismos.
Sí, ese es uno de los cambios o paradojas que me interesaba examinar. Estamos acostumbrados a pensar en las normas como imposiciones que “vienen de arriba”: de los poderes fácticos, de las corporaciones, de alguna divinidad malvada. Pero desde el auge de la cultura digital esas instituciones han delegado buena parte de su potencial coercitivo en una ciudadanía erigida en Tribunal Popular de las Redes. Ese tribunal practica una jurídica compulsiva y espontánea que “legisla a golpe de caso”, de modo que el gesto de crítica, sanción o cancelación se convierte en uno de los movimientos del consumo. Consumimos “casos”, es decir, acontecimientos que se nos aparecen como excepciones, y a partir de ellos ejercemos, cada día, en las redes, y fuera de ellas, un juridismo prosumidor. Esta idea la desarrollamos con el músico Eloi Isern el tema de spoken word “Emoción de censura”.
Dices que las jerarquías son menos impositivas que clarificadoras. ¿Puedes explicarlo?
Sí: nuevamente, suele hablarse de las jerarquías como si fuesen un invento de censores, académicos y otras personas de mal vivir –y como si la mayoría de la población fuera ácrata de corazón–. Pero en la realidad veo que somos los propios ciudadanos quienes vamos construyendo, por medio de pequeños actos cotidianos, órdenes jerárquicos que organizan la belleza, la moral, la calidad. En parte porque la jerarquía es una forma de racionalización que nos permite entender el orden social e interpretar sus cambios. Todo el mundo dice querer un mundo desjerarquizado pero –¡ay!– ese mundo sería un texto difícil de leer, y me temo que son mayoría quienes prefieren poder leer la realidad –aunque sea en diagonal– a vivir en un mundo ilegible.
¿Qué es el normcore?
El normcore es un estilo de vestimenta que emergió en el año 2013 y en el cual algunas firmas de diseño como Balenciaga recodificaron prendas de ropa ‘neutras’ o ‘anodinas’. Empezaron con las camisetas publicitarias y siguieron con los tejanos, las gorras, los forros polares… y hasta los botellines de agua Evian, porque la moda siempre es un estilo de vida. Pero en mi opinión este fenómeno no fue flor de un día. Primero, porque en esa irrupción de lo anodino en la pasarela se revela lo que Georg Simmel describió como el factor “anti-moda” que late en el fondo de todas las corrientes y colecciones. Segundo, porque ha seguido teniendo incidencia una vez pasado su ciclo, convirtiéndose en el estilo oficioso de la sociedad normótica y determinando, entre otras cosas, los modos de la comunicación política. Esto se pudo ver en las elecciones a la Comunidad de Madrid. Desde la politología esas elecciones se han leído como la victoria de un cierto populismo de derechas sobre una propuesta ‘de señor soso y aburridillo’ de izquierdas. No lo veo así. Creo más bien que allí compitieron dos actitudes normcore: una, orgullosa e identitaria, representada por Ayuso, y otra, rutinaria y evasiva, representada por Gabilondo. Y Gabilondo no es menos populista que Ayuso; lo que ocurre es que para él el normcore es pasividad, mientras que Ayuso entiende que es actividad y orgullo.
Otra idea llamativa: el único cuerpo que se extiende es el legislativo. Allí hablas, citando a Pardo, del paso del hecho al derecho. Pero ahí esa extensión de derechos tiene elementos que tienen que ver con la protección, con la igualdad.
Sin duda, ahí hay justicia y retribución histórica, muy necesarias, y ese es el lado soleado de las formas legislativas contemporáneas. Luego está el lado oscuro: legislar “a golpe de caso”, delegar en el ciudadano responsabilidades parajurídicas o realizar juicios anticipados que prevén el delito. Tal como ocurría en aquel relato de Philip K. Dick, “El informe de la minoría”, tan visionario. Esas circunstancias nos sitúan bajo la condición de “un enorme prejuzgamiento”, por decirlo en derridiano. Esto lo podemos comprobar, más allá de los tribunales, en los usos de la televisión, y en particular de los realities, como tribunales donde se dictan sentencias sobre los asuntos más dispares. En las islas, sobre ética sexual; en las cocinas, sobre comportamiento de género; en El jefe infiltrado –significativamente recuperado por la Sexta– sobre ética laboral.
La deshumanización existe, lo humano no, escribes.
Esto lo escribo teniendo en mente una tradición humanista que ha descrito el mundo moderno como “deshumanizado” –por el trabajo, por el capital, por la competitividad–. Y defiendo la idea de que en muchos casos la noción de “lo humano” se ha desarrollado de manera retrospectiva y nostálgica. Esa es mi lectura de Kafka, cuyas historias suelen reflejar una cierta “pérdida de valores humanos” pero si se observa detenidamente da la impresión de que esos valores no existían antes de que los echara de menos –antes del juicio a Josef K., o de la construcción de la Muralla China, de la parábola de la Ley, un texto sobre el que hago mi propia variación literaria.
“No diga sexy. Diga foody”. Y dice que al sexo se le ha acabado el crédito. ¿Ha perdido atractivo por la desaparición del tabú, si es que ha desaparecido? A la vez, leemos sobre un nuevo puritanismo. ¿Crees que es algo que sucede, una exageración?
Es verdad que en algunas partes del texto hay hipérboles más o menos controladas. De hecho, en mi libro anterior, escrito en catalán, acuñé el término “saforología”, que sería el área de conocimiento que estudia las exageraciones. La cuestión es que nos hace falta imaginar un espacio de liberación de la sensibilidad, un lugar donde podamos entregarnos a las pulsiones. Durante mucho tiempo ese lugar lo ha ocupado la sexualidad, claro está. Y he detectado un cierto desplazamiento desde el interés por el sexo hasta la pasión por la gastronomía. La explicación es sencilla: cuando se trata de comida resulta más fácil ser perverso polimorfo –comer de todo, vamos– que cuando se trata de asuntos del lecho. Por otra parte, a la gastronomía le viene ocurriendo lo que, tarde o temprano, les ocurre a todas las artes aplicadas: que se transforman en Arte por medio de un proceso de legitimación de sus creadores y de sus prácticas. El caso paradigmático es el de Ferran Adrià, fotografiado con frecuencia como un nuevo Jackson Pollock jugando con ingredientes y colores, e incorporado al Parnaso desde su intervención en la Documenta de 2007.
Hablas de la Pantomima de la Noticia Provocadora y el Tuitero Hipersensible. ¿Por qué es una farsa, como dices, y para qué sirve, si sirve para algo?
Las relaciones entre la prensa y sus consumidores me parecen teatrales, y con “teatral” no quiero decir “mascarada” o “falsedad”, sino una puesta en escena en que cada cual ha adoptado roles y técnicas de actuación determinadas. Por una parte, está la Noticia, que pasaría desapercibida de no ser por algún malentendido –casi todas las polémicas empiezan con uno–; por otro, el tuitero que decide adoptar el papel de Ciudadano Probo Henchido de Santa Indignación, con sus aspavientos y valgamedioses. La farsa le sirve al tuitero para erigirse en autoridad ética vigilante, en imperativo categórico o en emprendedor moral, que, enuncia, a la vez que inventa, principios de comportamiento. Es una profesión muy en boga: la vocación de una época vigilantista, moralista y, como dicen en inglés, holier-than-thou, que se podría traducir como “más papista que el Papa”.
Es un ensayo que mezcla varias disciplinas: desde lo antropológico a enfoques biológicos, con un espíritu muchas veces lúdico, con humor, también con elementos de imágenes. ¿Cómo te acercas al ensayo desde el punto de vista formal, quiénes son los autores que tienes en la cabeza?
En cada libro la bibliografía es distinta y cambian los autores de referencia. Este es el texto más francófono que me ha salido, porque el tema tiene su origen en la Francia del siglo XVIII y de allí son los autores que han sentado las bases para interpretarlo: desde la antropología, Canguilhem; desde la filosofía, el Foucault de Los Anormales; desde la filosofía del Derecho, Derrida –sin olvidar las aportaciones literarias de los oulipistas, devotos de la constricción.
En cuanto al estilo, siempre trato de hacer una escritura ensayística vivaz, cambiante, un poco musical, que transmita la tensión del tema que abordo pero también su comicidad, y que alterne momentos de empatía con episodios de cinismo, usando la sentencia y el diálogo. Y sin perder de vista que en una tesis el ejemplo que puedas poner siempre excede la idea que ejemplifica, siempre dice algo más. Y ese algo más que desborda los límites del ensayo es la escritura literaria.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).