El escritor argentino César Aira regresa al panorama editorial con Prins (Literatura Random House), una novela en la que el protagonista es un escritor de género gótico con pretensiones de gran escritor que decide abandonar su exitosa carrera y darse al opio. Una obra impregnada con el sello Aira o, como él mismo se autodefine, “con vuelos bastante barrocos”.
En Prins hablas de un autor de obras de género que es consciente del daño que estas provocan. ¿Querías hacer una crítica de ese tipo de literatura?
No lo pensé en esos términos pero sí; esa literatura barata, como dice el propio protagonista, que satisface los gustos bajos del pueblo ignorante… Es algo que yo no comparto. El que quiera leer que lea lo que quiera. Incluso alguna vez he reivindicado esta literatura de género, en el sentido de que los que leemos alta literatura es porque estamos acumulando cultura, creándonos como sus personajes cultos, mientras que los que leen literatura basura la leen por placer. Son los auténticos lectores: no lo están haciendo por carrera de hombre culto. No tengo nada contra esa literatura ni contra ninguna otra. No sé si el personaje dice que la de género hace daño a la auténtica literatura, pero yo no lo creo. Va por otro carril separado. Mi obra va por otro lado.
¿Dónde la encajaría entonces?
Lo mío es literatura literaria. Alguna vez la definí como juguetes literarios para adultos. Juegan con los mecanismos de la literatura. Los escritores nos pasamos la vida hablando mal de la metaliteratura, pero al final tenemos que reconocer que la literatura es metaliteratura. Como discípulo de Borges, siempre he estado en ese juego de ver cómo funciona la literatura, cómo funciona lo literario de la literatura. Por eso no tengo ni voy a tener nunca un público lector: voy a tener lectores que van a irme a buscar a mí específicamente. Por eso no estoy en la mesa de novedades por el color de la tapa de mi libro. Y si me eligen por esto, se van a llevar una desilusión tremenda. Esta anécdota la conté varias veces y no me hace mucho honor. Una vez caminando por mi barrio un hombre me dijo: “Adiós, Aira”. Lo miré como pensando de dónde era y me dijo: “Usted no me conoce, soy un humilde lector”. Yo me quedé pensando en el adjetivo humilde. El que me lee a mí es un lector de lujo. Los humildes son los que leen a Isabel Allende, que van allí por el entretenimiento.
¿Funciona entonces su literatura como un ensayo? ¿Un ensayo encubierto?
Sí, hay algo de eso. Al mismo tiempo que uno escribe, está haciendo crítica literaria. Con el solo hecho de decir: “Quedó bien este párrafo”. De ahí salen esas ideas que se me van ocurriendo sobre la literatura. En general cedo a la tentación de poner mi idea ahí, adjudicándosela al personaje. Hay gente que me lo ha reprochado y otros que me lo han elogiado, así que hago el balance y sale empate. De hecho, cuando se publicó Continuación de ideas diversas, que son cosas que se me van ocurriendo, un amigo me comentó que no le gustó, porque no tenían el encanto que tienen dispersas por las novelas. Nadie queda contento.
Hay un momento en que el protagonista dice que está deseando terminar la novela para escribir un buen libro. Parece que eso trasciende al personaje.
Eso lo pienso yo muchas veces. Y alguien me hizo notar que está bien la insatisfacción que siento al terminar un libro. I can’t no get satisfaction. Esto puede ser una punta de melagomanía, de pensar que voy a llegar a escribir algo genial. Al final, en términos generales, he acabado bastante contento con lo que he hecho. Sin embargo, en términos puntuales, siempre he pensado que me ha faltado algo para hacerlo totalmente bien.
Es curioso que usted hable de gran literatura, cuando su lenguaje es de lo más convencional.
Sí. Mi lenguaje es muy convencional, por una necesidad que sentí muy intuitivamente. Esto es debido a que mi imaginación, mis vuelos son bastante barrocos. Por ello necesito que mi prosa sea lo más simple, para poder permitirme eso vuelos imaginativos. Si me pusiese a hacer juegos de palabras, sería un empaste bastante horrible. Muchas veces me comparé, descontando el genio, con mi admirado Dalí. Su imaginación volcánica lo llevaba a hacer estas figuras, pero para hacerlas necesitaba una técnica lo más académica, lo más clara posible. A mí creo que me pasa igual. Estoy notando que últimamente uso clichés, una prosa estereotipada, para que corra rápido, que sea transparente.
Huye de la prosa de los bestseller, donde abunda la metáfora, los giros del lenguaje… para atraer la atención del lector.
Sí, lo quiero simple y transparente. Tengo una imaginación muy visual. Para transmitir esto tengo que hacer uso del lenguaje más simple posible.
¿Dónde reside su preocupación a la hora de escribir?
Por un lado, la continuidad. Una vez dije: “Yo no escribo, yo hago transiciones”. Que una cosa lleve a la otra, doy saltos. A veces doy un salto brusco, pero es algo excepcional. Prefiero que todo se vaya hilvanando. Y mantener la verosimilitud. Eso puede parecer raro, con las cosas que escribo, pero sí, me preocupan muchísimo.
¿Cómo compaginas estas dos vertientes?
Por ejemplo: mi personaje puede salir volando. Pero si sale volando, tiene que haber una causa que explique bien el porqué. Una vez, en una novela de un escritor argentino que leí por masoquismo (risas), el personaje salía a la calle con chanclas y empezaba a llover. Y dice: “Uy, qué problema”. Y va a una tienda y se compra unas medias. Cuando leí eso pensé que algo tan absurdo nunca iba a pasar en una novela mía (risas). ¿De qué le sirven las medias con la lluvia? En mis novelas pueden pasar cosas mucho más raras, pero bien explicadas.
Estos vuelos de los que habla, esta irrealidad verosímil, ¿hace que sus novelas tengan fricción con el realismo mágico?
Sí, puede ser. El realismo mágico fue un globo que se pinchó demasiado rápido. Parece que toda esa literatura ha envejecido mucho. También son palabras: podría darse cualquier otro nombre a mi literatura. No me veo muy cercano a ese realismo mágico latioamericanista. Autoexotismo.
Antes comentaba que hay claramente dos tipos de literatura. ¿Cómo definiría usted la culta?
La literatura barata es tranquilizadora, ya que en ella se encuentra lo que se espera. La buena venta de un libro va en la dirección de dar a la gente lo que se espera. Es la diferencia entre la alta y la cultura popular. La alta cultura es dar a la gente cosas nuevas. Lo veo más como proceso de aprendizaje, como algo optativo. Por eso es por lo que he criticado tanto, incluso públicamente, esas campañas para que la gente lea. Si en nuestra sociedad todo se va volviendo obligatorio, dejemos un nicho para lo optativo. Que lea el que quiera. Los libros de estudio vale, pero que no haya una presión social para que se lea.
A la gente no le gusta que se la desconcierte.
Toda la cultura popular se basa en la repetición y la abundancia. Esto hace que sea obligatoria y la alta, en cambio, optativa, hay que ir a buscarla. El reggaeton es obligatorio porque se escucha en los bares, en los autos que pasan… en cambio si uno quiere escuchar a Mozart, tiene que ir a buscarlo, y a veces son autores que son difíciles de encontrar.
¿Cómo encaja bajo estos parámetros la educación?
A mí me sorprenden estos chicos que toman clases en la universidad para pedir mejoras. Para mí el colegio y la universidad fueron ámbitos de relaciones personales, de divertimento… pero mi educación, esa me la busqué yo. ¿Cómo les voy a dejar a los profesores que me enseñen algo? Me parece una ingenuidad de los jóvenes. Me parece que todo el discurso educativo está falseado.
¿En qué sentido?
Creo que la educación no es algo que se da, sino que se toma. Incluso a través de la fuerza. Que se arrebata. Contra todas las resistencias de la sociedad. Pero mientras se tenga esa idea de que la educación es algo que se da, que los grandes le dan a los chicos, los que saben a los que no saben… el saber es poder y el poder nadie lo da. El poder se toma.
Hay un momento en el libro en que el protagonista habla de “las cicatrices del hábito de escritor”. ¿Cuáles son las suyas?
No recordaba haber puesto eso. Pueden haber hábitos o tics de las escenas de su vida privada… el hábito mío tiene que ver con la enervación de mi brazo derecho por la lapicera. Sé que hay escritores que han tenido problemas. Yo de momento no. Parte del placer de escribir es sostener la lapicera, hacerla correr por el folio… por eso no entiendo a los que escriben en teclado. Los antropólogos dicen que el trabajo humano fue yendo desde adentro hacia fuera. Con la aparición de las herramientas se usó el brazo. Con la aparición de la palanca, fueron las manos. Con la aparición de los botones, la punta de los dedos. Ahora ya, hay cosas que se manejan con la voz o la mirada. El trabajo se fue yendo. Me quedé en un estadio superior al del botón. Creo que fue Rimbaud quien dijo que el siglo XIX fue el siglo de las manos.
Quizá sea este alejamiento del escribir a mano el que haya hecho que la palabra pierda fuerza, que se haya industrializado.
Cuando mis hijos hablan mal, siempre les digo: “No habléis como los políticos” (risas). El error viene de ahí. También de la televisión. En mi país se subtitula todo lo extranjero, y parece que este trabajo lo haga un analfabeto. La falta de los acentos es otro gran problema. Lo mismo el uso de las comillas, las cuales utilizan como subrayado. Una cosa rara que me llama la atención es la desaparición de las palabras por influencia de la televisión. Por ejemplo, en Argentina ha desaparecido completamente la palabra difícil; ahora se usa solo complicado. Es parecido, pero no lo es mismo. Hay cosas que son difíciles, como levantar una pesa de 120 kilos, que no es nada complicado. Poniéndome un poco viejo, no sé si antes se hablaba mejor, pero lo cierto es que se usa muy mal el lenguaje, que es muy pobre.
Carlos Madrid es periodista.