Antonio Ortuño: “Convertir la literatura en un juego de moralejas es una pobreza”

Antonio Ortuño
Imagen: Cortesía del autor
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Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976) dice que en Esbirros (Páginas de Espuma, 2021) los personajes se acaban volviendo verdugos porque “el poder arrasa con todos”. Da igual que sean amos o esclavos, padres o hijos, poderosos o débiles: todos estiran la cuerda para ver hasta dónde pueden llegar con los demás.

Al final, los esbirros de su libro son todos los personajes.

Porque el poder, a fin de cuentas, arrasa con todos. Incluso los amos sirven a alguien o algo que está por encima de ellos. E incluso el menor de los esclavos puede “besar la estrella”, como dice William Ospina, y revolcar al que lo somete.

Estos esbirros surgen de las relaciones de poder.

El poder despierta siempre el deseo de retenerlo e incrementarlo. Y esclaviza a todos: a quienes lo ejercen y a quienes esperan conquistarlo por igual. Cuando hablamos de poder se piensa en política, en dinero. Pero el poder está también en la intimidad, en la pareja, en la familia. Aunque le pongamos caretas de ideologías, patriotismo, creencias religiosas…

De esta forma, consigues que todos nos podamos ver reflejados en algún cuento.

Me parece que a veces se abusa de la idea de que el lector se identifica con el personaje admirable, el santo, el héroe, la víctima químicamente pura, cuando muchas veces esa identificación se da por la grisura o incluso la oscuridad. También nos vinculan los vicios, las ansiedades, los aborrecimientos, el miedo, la zozobra. Ya hay demasiada gente que escribe para ser considerada bondadosa y consciente en Twitter. Pero la literatura sirve para otras cosas.

Esto hace que sea un libro plagado de violencia. Unas veces ejercida directamente y otras indirectamente.

Sin duda. La violencia, incluso la hiperviolencia, es un sello del mundo contemporáneo. México es un país con más de 30.000 asesinatos al año y en el que la violencia contra mujeres, niños, ancianos, indígenas, marginados, es cosa de todos los días. Y se extiende, en realidad, a casi todos. La propia clase media se la vive golpeada, asaltada, insegura. La narrativa, me parece, acompaña la experiencia humana incluso en esos ámbitos truculentos.

Trata la violencia desde diferentes ámbitos: familiar, profesional, la amistad, etc.

Porque se refleja en todos ellos. Más aún, desde todos ellos mana hasta formar un mar en el cual nos ahogamos todo el tiempo. Y la gente miente, por supuesto. Quieren el poder pero lo hacen pasar por otra cosa. Búsquedas de amor, paz y justicia incluidas.

¿Por qué escribir un libro sobre ello?

Fue una idea que surgió junto con “Escriba”, el relato más antiguo de la colección, del que quizá hayan pasado ya diez o doce años desde su primera versión. Me gustó el cuento y pensé que estaría bien un libro de relatos articulados en torno a esa idea de las fricciones en las relaciones de poder en diferentes ámbitos y atmósferas. Abrí una carpeta, se me ocurrió el título de “Esbirros” y fui sumando los textos que escribía y tenían que ver con esta idea. No quise forzarlo, sino que las ideas surgieran naturalmente y con el tiempo. Y entonces me pasé diez años destilando el libro.

Dice en el libro que un predicador es siempre un mentiroso, que la vida es más compleja que las teorías y creencias que pretenden explicarlas. ¿Cómo casa esto con su idea del libro, de explicar un poco la condición de esbirros que tenemos todos?

Porque hay una diferencia muy notoria, al menos para mí, entre atestiguar y acompañar la experiencia humana, que es lo que hace la narrativa, y juzgarla y condenarla, como gustan de hacer los predicadores, viejos y nuevos, para apuntalar sus ideas sobre el bien. Quizá todo estriba en cómo entendamos el sentido de la palabra “moralista”: si lo hacemos como dice el diccionario, que la refiere a quien se interesan por el estudio de la moral, o como tradicionalmente la entendemos los hispanohablantes, que se la colgamos a aquellos que repudian las desviaciones de los otros. Es uno de esos casos en que el diccionario no explica el sentido que solemos darle a un término.

¿Por eso sus cuentos no encierran moralejas, sino más bien al contrario? Como comentas que dijo Ezra Pound en la apertura de la obra.

No me interesan las fábulas, porque la intención de convertir la literatura en un juego de moralejas y “enxiemplos” me parece una pobreza. Entiendo que resulte provocador invocar a Pound, quien justamente es un ejemplo de un autor de una lucidez casi inigualable cuando hablaba de letras, pero con una biografía política siniestra. Ambas cosas conviven en él y despacharlo como un malvado es perderse muchas intuiciones y razonamientos formidables. ¿Qué hacemos en esos casos? Yo apuesto que el lugar de la ética es la realidad. La literatura es un espacio de distorsión, búsqueda y riesgo que no puede leerse linealmente.

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Carlos Madrid es periodista.


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