Timothy Snyder (Ohio, 1969) ha investigado la historia del centro y del este de Europa, y de sus catástrofes humanitarias, en libros como Tierras de sangre y Tierra negra (ambos en Galaxia Gutenberg), o en su recopilación de conversaciones con Tony Judt, Pensar el siglo XX (Taurus). Su libro más reciente, Sobre la tiranía (Galaxia Gutenberg), es una obra breve y urgente sobre los peligros a los que se enfrenta la democracia pluralista y sobre las maneras y la responsabilidad de defenderla.
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Sobre la tiranía es una especie de advertencia. ¿Cómo se pueden evitar los paralelismos exagerados?
No digo que estemos en 1933 en Alemania o en Checoslovaquia. Lo que intento decir es que la historia nos ayuda a expandir nuestra mente, a ver que la realidad no es algo que debamos dar por sentado. Gente no tan distinta a nosotros ha experimentado situaciones políticas muy distintas. Quizá es más una lección para los estadounidenses que para personas de otros lugares. En vez de trazar una analogía, intento extraer lecciones de gente inteligente que ha vivido el colapso de sistemas democráticos. Intento mostrarlo antes de que ocurran cosas malas. No es un libro de historia, es un panfleto político.
¿Cuáles son los parecidos y las diferencias más importantes?
El gran parecido es que estamos en medio de una globalización desafiada. La historia de fines del XIX y comienzos del XX es la de una globalización llena de esperanzas que luego se vio desafiada por gente que tenía ideas muy distintas. Nosotros también venimos de una globalización que ahora se ve contestada. Dos de las grandes diferencias son que la población es mucho mayor y que la cultura de la información es muy distinta. Algunas diferencias no van a nuestro favor sino que crean nuevos riesgos.
En el epílogo habla de dos ideas: la política de la inevitabilidad y la política de la eternidad.
El objetivo del libro es rescatar la historia: traerla hacia nosotros para que podamos usarla. Para eso tengo que decir qué es la historia y qué no lo es. Intento mostrar que no todas nuestras formas de hablar del pasado son históricas. Una manera de hablar del pasado es la política de la inevitabilidad: solo hay un camino en la historia, no se puede alterar el futuro, y todo lo que ha ocurrido en el pasado y va a ocurrir en el futuro se puede interpretar siguiendo un relato más amplio. El comunismo sería el ejemplo clásico. Pero desde 1989 mucha gente decía algo así del capitalismo: sostenían que no hay alternativa, que la naturaleza humana lleva al capitalismo que a su vez conduce a la democracia; la historia ha terminado y todo irá bien. Esa es la política de la inevitabilidad. El problema es que no es cierto. La historia está llena de alternativas y posibilidades. El segundo problema es que cuando vemos que esto no es cierto, cuando algo nos conmociona, saltamos a la política de la eternidad: pensamos en el pasado como algo que sucede una y otra vez, en ciclos. Nuestra nación siempre es inocente, los otros son siempre culpables, los problemas siempre llegan de fuera. Todo se repite. Es la forma de hablar del pasado que tienen los fascistas. Evita que la gente exija, que pida reformas o un futuro mejor, porque el presente parece un momento amenazador. En Estados Unidos temo que pasemos de una de esas cosas a la otra, e intento utilizar la historia a fin de abrir un espacio para el pensamiento político, a fin de pensar de manera adecuada sobre lo que hacemos.
La posverdad es el prefascismo, dice en el libro.
Tendemos a pensar que el escepticismo con respecto a la verdad es un lujo que no tiene consecuencias políticas. Pero sí las tiene. Si no tenemos una idea de los hechos, no podemos tener un debate con sentido; sin él no podemos tener confianza; y sin ella las instituciones básicas de una sociedad son inviables. El desmoronamiento de la creencia en lo factual es muy importante. Así, cuando digo que la posverdad es el prefascismo, pienso en cómo ocurrió la última vez, hace cien años, cuando los fascistas también dijeron que los hechos no eran importantes, que la razón no era importante, que solo contaban la experiencia y el sentimiento, que la comunidad nacional era una comunidad de emoción y pasión y el líder podía entender y representar toda esa emoción y pasión. Hemos olvidado los peligros del escepticismo total.
Muchos expertos critican el uso del concepto de fascismo para hablar de los movimientos populistas.
No diría que estamos al borde del fascismo. Ni siquiera diría que Trump es un fascista. Faltan cosas: no hay un partido fascista, no hay uniformes, ni tantos desfiles. Pero es importante que la categoría de fascismo esté en la discusión. Si decimos simplemente: “no es fascismo”, ya no prestamos atención a los síntomas de fascismo que deberíamos tener en mente. Por ejemplo, hay fascistas estadounidenses, y es incuestionable que esas personas votaron a Trump y se alegraron de su victoria. O podemos pensar en la forma en que Trump se comportó como candidato: en sus mítines utilizó tácticas típicas de las formas fascistas de comunicación. Señalaba quién estaba dentro y fuera de la comunidad nacional. Le gustaba que los que protestaran fueran insultados y expulsados. Utilizaba seguridad privada, que es también algo familiar en la historia del fascismo en los veinte y treinta. Y en el cargo hace cosas que también son inquietantes. Por ejemplo, la destitución de James Comey como director del fbi. Utilizó al jefe de su guardia personal para hacerlo. En la historia del fascismo, siempre es la guardia personal contra las fuerzas del orden. En segundo lugar, lo despidió porque Comey no le prometió lealtad. Y esa lealtad tiene que ver con el culto al líder que está en el centro del fascismo. Hitler pedía lealtad. Era el Führer porque las obligaciones hacia el Estado desaparecían y se veían sustituidas por las obligaciones con respecto a él. Es importante tener el concepto de fascismo en el debate para hacerse una idea de los riesgos.
¿Las instituciones estadounidenses serán capaces de frenar a Trump?
Esa es la gran incógnita. A los estadounidenses les gustaría decir que sí. El Congreso debe controlar al presidente. Pero eso no ha ocurrido. Una parte de los checks and balances ha fracasado. Es trabajo de la prensa controlar al presidente. Hay periódicos que lo hacen bien, pero muchos medios son emisoras de televisión que apoyan al presidente haga lo que haga. Las instituciones no son malas, pero solo nos defienden si los estadounidenses como individuos deciden protegerlas. Si crees que ellas te van a proteger automáticamente, te equivocas.
Reivindica el activismo, el contacto en el mundo físico y no solo virtual.
Ese aspecto físico es importante psicológicamente, porque aunque tengamos todas las ideas correctas si nos sentamos delante del ordenador nos sentiremos solos y deprimidos. Además, que personas con ideas muy distintas se reúnan es importante sociológicamente. Y también políticamente porque la protesta te permite hacer algo y pensar en lo siguiente. Hay otro elemento añadido. Un problema de las elecciones es que tomamos decisiones sobre el mundo real a partir de pasar demasiado tiempo en el mundo irreal de internet. Estamos siete horas delante de las pantallas; si hubieran sido seis y media, quizá otro candidato podría haber ganado las elecciones.
Dice que la historia se está moviendo de este a oeste y habla de muchos autores del centro y del este de Europa.
No soy un historiador de Estados Unidos. Lo que sé deriva de haber intentado entender los capítulos más oscuros de la historia del centro y el este de Europa: el Holocausto, otras formas de terror alemán, el terror soviético. He intentado comprender los sistemas que llamamos totalitarios. Mi idea de lo posible es quizá más amplia. En el proceso de convertirme en historiador tuve profesores que habían vivido eso. Me ayudó a entender lo que gente como nosotros podía vivir. Ahora tengo alumnos del este de Europa cuyas vidas no parecen haber seguido la historia que debían seguir: en vez de crecer en la democracia, la democracia parece alejarse. He intentado fijarme en esos viejos maestros y en gente más joven que yo que en Rusia o Ucrania vive esas situaciones para entender Estados Unidos. Estoy bastante seguro de que son relevantes. Parte del conocimiento de la política es muy general, y aunque algunas tácticas son muy específicas sirven para un país y otro. En política tienes que ceñirte a lo que de verdad conoces e intentar ser útil a partir de eso.
Estamos viendo un mayor intervencionismo de Rusia, con la invasión de Ucrania, con la interferencia en elecciones de otros países.
Los desafíos a la democracia son un fenómeno internacional. Los opositores a la democracia en Estados Unidos están en contacto con otros extremistas en Europa y en Rusia. La política exterior rusa está diseñada para debilitar la democracia en otros países. Eso fue una parte importante en Ucrania. Pero también funciona a través de ataques informáticos, propaganda, desinformación. Y desde el punto de vista de Rusia tiene todo el sentido: Rusia no va a ser rica, Rusia no va a ser una democracia, ¿por qué van a serlo los demás? La forma principal de hacer esto es apoyar a la extrema derecha, pero también fomentar la idea de que la verdad no existe y no hay razón para levantarse del sofá. Las elecciones de 2016 son un ejemplo de esa política. Veo los acontecimientos desde la invasión de Ucrania a la elección de Trump como un conjunto.
También estamos viendo un giro antiliberal en países como Hungría y Polonia.
Lo curioso de la Unión Europea es que tenía mucho poder cuando los países querían entrar, pero tiene menos cuando ya han entrado. Me preocupa que Hungría esté avanzando hacia un régimen autoritario a través de cambios legales y que Polonia haya quitado poder a su propio Tribunal Constitucional. Estas transiciones radicales hacia el autoritarismo son preocupantes, porque dan ejemplos pero también porque hacen que a la Unión Europea le resulte más difícil funcionar. No obstante, en estos dos países estamos viendo resistencia. No creo que esas transiciones sean inevitables: pienso en las protestas contra el cierre de la Central European University en Hungría, en que en Polonia la oposición es de nuevo más popular que el gobierno. Se requiere reflexión y una oposición decidida: los problemas no se resolverán solos. Pero no estoy sin esperanza.
Algunos de estos movimientos vienen acompañados de revisionismo, de debates entre la historia y la memoria.
Tiendo a estar muy a favor de la historia y a sospechar mucho de la variedad de cosas que llaman memoria. La historia es necesariamente autocrítica porque si la haces con honestidad encuentras argumentos y conclusiones que no esperabas o contradicen los tuyos, llegas a conclusiones incómodas para ti. La memoria tiende ano ser crítica, a apoyar el statu quo y a cerrar el debate en torno a un tema. Uno de los grandes problemas del ascenso del nacionalpopulismo es el triunfo de la memoria sobre la historia. Muchos de los populistas, sea en Reino Unido, Francia, Holanda o Estados Unidos, utilizan una memoria de una época en que el país estaba solo, orgulloso, donde había menos inmigrantes, confusión y globalización. Un historiador diría: pero ese momento del que hablas nunca existió. Tener una memoria de un momento que nunca existió te puede llevar a políticas muy peligrosas. La elección de Trump o el Brexit son ejemplos. ¿Cuándo fue América grande, exactamente? ¿En qué momento Gran Bretaña estaba sola en el mundo? Nunca. Gran Bretaña era un imperio o parte del proceso de integración europea. La historia vigila la memoria.
¿Qué opina de las leyes de la memoria?
Sospecho de ellas, y de las leyes que intentan definir lo que es legal o no decir del pasado. Entiendo el impulso tras esas leyes, especialmente en Alemania. Pero conducen a un lugar insostenible. Un país criminaliza un tipo de discusión y otro otro, y países más autoritarios criminalizarán distintos tipos de debate según esa lógica. En Rusia puedes cometer un delito por decir en internet algo equivocado sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero las autoridades dicen: hacemos lo mismo que Occidente. Así que tomo una posición más bien anglosajona. Si quieres ganar el debate tienes que apoyar la historia y enseñarla. La convicción no debe venir de prohibir cosas.
Uno de sus libros más importantes es Tierras de sangre.
Soy un historiador de Europa del este. Me di cuenta de que había un gran asunto en el centro de mi campo del que nadie hablaba: el asesinato de catorce millones de personas en Europa a mediados del siglo XX. Se escribía de eso solo desde perspectivas parciales. Los que escribían del Holocausto no escribían de otros crímenes alemanes; y desde luego no de los crímenes soviéticos que ocurrieron más o menos en el mismo territorio más o menos a la vez. Y los que escribían de los crímenes soviéticos en Polonia, Bielorrusia, Rusia, Ucrania o Lituania no hablaban de otros crímenes. Yo quería empezar desde otro sitio, desde el territorio. Era la historia del sufrimiento de los individuos y quería preguntarme si los crímenes estaban relacionados, y a veces lo estaban, y si la Alemania nazi y la Unión Soviética interactuaban: a veces lo hicieron y a veces no. Es la historia que ahora llaman transnacional o espacial. Me preocupaban las naciones y los Estados, pero adoptaba la perspectiva de un territorio. El territorio es muy importante, es donde se producen el Holocausto y muchos asesinatos nazis, y donde se producen muchas masacres soviéticas también. Era otra manera de contar los asesinatos masivos.
Usted es historiador pero en los últimos años ha asumido un papel de intelectual público. ¿No le preocupa que una actividad pueda eclipsar a la otra?
Cuando escribo historia y doy clase, intento no pensar en el presente. Cuando escribo artículos o doy conferencias sobre la política actual, la historia es algo que me puede ayudar. Pero en esos casos no hago trabajo histórico. La clave es que son dos actividades diferentes, con reglas distintas, y el riesgo es quedarte en medio y no ser una cosa ni otra. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).