Fotografía: Attila Volgyi

Explicando Europa del este: la imitación y sus descontentos

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En el relato de terror de Mary Shelley Frankenstein, publicado en 1818, un inventor guiado por una ambición prometeica crea un monstruo juntando partes de cuerpos traídas de una “sala de disecciones y un matadero”, e incluso de un cementerio, para formar una criatura humanoide. Pero el investigador, Victor Frankenstein, pronto se arrepiente de ese intento demasiado ambicioso de construir un facsímil de su propia especie. El monstruo, envidioso de la felicidad de su creador y creyendo que está condenado a la soledad y el rechazo, se vuelve violentamente contra su inventor y su familia y destroza su mundo: los únicos legados de ese experimento de autorreplicación son el remordimiento y la tristeza.

La socióloga estadounidense Kim Scheppele, sin llevar muy lejos la analogía, describe la Hungría actual (presidida por otro Viktor) como un “Estado Frankenstein”, es decir, un mutante iliberal compuesto por varias partes ingeniosamente pegadas de democracias occidentales liberales. Lo que demuestra es que el primer ministro Viktor Orbán ha conseguido con éxito acabar con la democracia liberal realizando una inteligente e irregular imitación. Ha creado un régimen que representa un matrimonio feliz entre la idea de la política de Carl Schmitt, basada en el enfrentamiento melodramático entre amigo y enemigo, y una fachada institucional de democracia liberal. Cuando la Unión Europea critica el gobierno de Orbán por el carácter iliberal de sus reformas, el gobierno señala rápidamente que cada cambio legislativo, regla o institución ha sido copiada fielmente del sistema legal de uno de los Estados miembros de la ue. Por eso no debe sorprendernos que haya muchos liberales occidentales que ven los regímenes políticos de Hungría y Polonia con el mismo “horror y repulsa” que llenaba el corazón de Victor Frankenstein cuando observaba a su criatura.

Para comprender los orígenes de la actual revolución iliberal en Europa Central y del Este no hay que fijarse en la ideología ni en la economía sino en la hostilidad reprimida que surgió como consecuencia de la mímesis en los procesos de reformas en el Este después de 1989. El giro iliberal de la región no puede entenderse sin tener en cuenta las expectativas políticas de “normalidad” creadas por la revolución de 1989 y la política de imitación que legitimó. Después de la caída del muro de Berlín, Europa dejó de estar dividida entre comunistas y demócratas. Se dividía entre imitadores e imitados. Las relaciones Este-Oeste pasaron de la Guerra Fría, un conflicto estancado entre dos sistemas hostiles, a una jerarquía moral dentro de un único sistema liberal occidental. Mientras que los imitadores admiran a sus modelos, los imitados los observan con suficiencia. Por tanto, la razón por la que la “imitación de Occidente” que eligieron voluntariamente los europeos del Este hace tres décadas desembocó en una reacción política radical no resulta un completo misterio. Durante las dos décadas posteriores a 1989, la filosofía política de los países poscomunistas de Europa Central y del Este podía resumirse en un solo imperativo: ¡Imita a Occidente! El proceso se denominaba de diversas maneras –democratización, liberalización, ampliación, convergencia, integración, europeización–, pero el objetivo de los reformistas era simple. Deseaban que sus países se volvieran “normales”, lo que quería decir como Occidente. Esto implicaba importar instituciones liberales y democráticas, aplicar recetas políticas y económicas occidentales y adoptar públicamente valores occidentales. Se pensaba que la imitación era el camino más corto hacia la libertad y la prosperidad.

Perseguir la reforma económica y política imitando un modelo extranjero, sin embargo, tenía importantes inconvenientes morales y psicológicos que muchos no supieron prever. La vida del imitador inevitablemente provoca una sensación de insuficiencia, inferioridad, dependencia, identidad perdida y deshonestidad involuntaria. La lucha inútil por crear una copia creíble de un modelo idealizado requiere un proceso eterno de autocrítica e incluso de autoodio.

Lo que hace que la imitación sea tan irritante no es solo la suposición implícita de que el imitador es de alguna manera moral y humanamente inferior al modelo. También implica la suposición de que los países imitadores de Europa Central y del Este aceptan el derecho de Occidente a evaluar su éxito o fracaso a la hora de aplicar los estándares occidentales. En este sentido, la imitación se siente como una pérdida de soberanía.

Por eso el aumento del chovinismo autoritario y la xenofobia en Europa Central y del Este tiene sus raíces no en la teoría política sino en la psicología política. Refleja una aversión arraigada en el “imperativo de imitación” posterior a 1989, con sus implicaciones humillantes y degradantes.

Los orígenes del actual iliberalismo en la región son emocionales y preideológicos, se basan en la rebelión ante las humillaciones que deben acompañar a un proyecto que requiere que una población acepte que hay una cultura extranjera superior a la suya. El iliberalismo, en un sentido estrictamente teórico, es entonces una coartada. Da una pátina de respetabilidad intelectual al deseo, ampliamente compartido en un nivel visceral, de deshacerse de la dependencia colonial implícita en el propio proyecto de occidentalización.

La contrarrevolución antiliberal

Cuando el líder polaco Jarosław Kaczyński acusa al “liberalismo” de “ir en contra de la propia idea de nación”,

(( Citado en Adam Leszczyński, “Poland’s leading daily feels full force of Jarosław Kazcyński’s anger”, The Guardian, 23 de febrero de 2016.
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 y cuando la lugarteniente de Orbán Mária Schmidt dice que “nosotros somos húngaros, y queremos preservar nuestra cultura”,

((Citado en Philip Oltermann, “Can Europe’s new xenophobes reshape the continent?”, The Guardian, 3 de febrero de 2018.
))

 su nativismo encendido lleva consigo un rechazo a ser juzgado por extranjeros según estándares extranjeros. De hecho, están diciendo “no estamos intentando copiaros, y por lo tanto no tiene sentido que nos consideréis copias chapuceras y de mala calidad de vosotros”. Por repetir, la supuesta “ideología” del iliberalismo está muy por debajo en el ránking de prioridades de sus proponentes; por encima está el deseo emocional de reconstruir el autoestima nacional negándose a aceptar que el liberalismo tenga que ser el modelo que deben seguir todas las sociedades. El rechazo a la imitación obligatoria es primario, la crítica intelectual del modelo es simplemente secundaria y colateral.

A decir verdad, este rechazo a las ideas e instituciones liberales guiado por la humillación no ha surgido en un vacío. Numerosos e importantes cambios en la política global han preparado el terreno para una contrarrevolución iliberal. El ascenso de una China autoritaria como gigante económico ha disuelto lo que en una ocasión se vio como el vínculo intrínseco entre la democracia liberal y la prosperidad material. Mientras que en 1989 el liberalismo se asociaba con los atractivos ideales de libertad individual, justicia legal y transparencia gubernamental, en 2010 estaba manchado tras dos décadas de asociación con gobiernos poscomunistas realmente existentes e inevitablemente llenos de errores. Las desastrosas consecuencias de la Guerra de Irak, que comenzó en 2003, desacreditaron la idea de la promoción de la democracia. La crisis económica de 2008 promovió la desconfianza hacia las élites empresariales y hacia el “capitalismo de casino” que casi destruyó el orden financiero global. Los europeos del Este se rebelaron contra el liberalismo no tanto porque estuviera fracasando en casa sino porque veían que estaba fracasando en Occidente. Es como si les hubieran dicho que imitaran a Occidente justo cuando Occidente estaba perdiendo su dominio. Ese contexto difícilmente podría haber favorecido las políticas de imitación.

Las contrarrevoluciones que surgieron en Hungría en 2010 y en Polonia en 2015 representaban un retorno de lo reprimido perfectamente predecible. Los intentos de los europeos centrales y del Este de imitar el modo en que la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial trajeron problemas insuperables. La democracia alemana se basa en la idea de que el nacionalismo conduce inevitablemente al nazismo. El proyecto transnacional de la ue surgió en parte como una estrategia geopolítica para bloquear una recuperación potencialmente peligrosa de la soberanía alemana, integrando económicamente al país en el resto de Europa y dando a la República Federal una identidad “posnacional”. En Alemania, como resultado, el etnonacionalismo se volvió casi un crimen. Por su parte, a habitantes de Europa Central y del Este les cuesta compartir esa visión tan negativa del nacionalismo. Primero porque sus Estados son hijos de la era del nacionalismo que acompañó a la ruptura de los imperios multinacionales. Segundo, porque el nacionalismo jugó un papel esencial en las revoluciones (generalmente pacíficas) anticomunistas que comenzaron en 1989.

En Europa Central y del Este, al contrario que en Alemania, el nacionalismo y el liberalismo se ven como valores que se potencian mutuamente más que como ideas enfrentadas. A los polacos les parecería absurdo dejar de honrar a los líderes nacionalistas que perdieron la vida defendiendo Polonia contra Hitler o Stalin. La región también se vio forzada a sufrir durante décadas una propaganda comunista que de manera premeditada y soporífera denunciaba el nacionalismo. Aquí está quizá otra de las razones por las que a los europeos del Este les resulta extraño el deseo obsesivo de Alemania de separar la ciudadanía de la herencia en una comunidad nacional. Durante un tiempo, en los noventa, las guerras en Yugoslavia provocaron que toda Europa (incluida la porción poscomunista) percibiera (o pretendiera percibir) el nacionalismo como la raíz de todos los males. A largo plazo, sin embargo, la identificación del liberalismo con el antinacionalismo no solo hizo que la gente se distanciara de los partidos liberales en los países poscomunistas. También provocó que el liberalismo, incluido el llamado patriotismo constitucional, se viera como una nueva “ideología alemana” diseñada para gobernar Europa siguiendo los intereses de Berlín.

El doble significado de normalidad

Las revoluciones de 1989 parecían emocionantes en su momento, pero vistas en retrospectiva resultan ser revoluciones sin colores. “No ha surgido ni una nueva idea de Europa del Este en 1989”, declaró el historiador de la Revolución francesa François Furet.

(( Citado en Ralf Dahrendorf, Reflections on the Revolution in Europe, New Brunswick, N.J., Transaction, 2005, p. 27.
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 El filósofo alemán más famoso, Jürgen Habermas, estaba de acuerdo. No se escandalizaba por “la falta de ideas que sean o bien innovadoras u orientadas hacia el futuro”, ya que para él las revoluciones de Europa del Este eran “revoluciones rectificadoras”

((Jürgen Habermas, “What does socialism mean today? The rectifying revolution and the need for new thinking on the left”, New Left Review 183, septiembre–octubre de 1990, pp. 5, 7.
))

 o “revoluciones para ponerse al día”.

(( Jürgen Habermas, Die Nachholende Revolution, Fráncfort, Suhrkamp, 1990.
))

 Su objetivo era traer de nuevo a las sociedades de Europa del Este hacia la normalidad de la modernidad occidental, lo que permitiría a los europeos del Este obtener lo que los europeos occidentales tenían desde hacía tiempo.

En 1989 los europeos centrales y del Este no soñaban con un mundo perfecto que nunca existió. Aspiraban a una “vida normal” en un “país normal”. Como dijo más adelante el polaco Adam Michnik, “Mi obsesión ha sido que tenemos que hacer una revolución que no se parezca a la francesa o rusa sino a la estadounidense, en el sentido de que sea a favor de algo y no en contra de algo. Una revolución para una constitución, no un paraíso. Una revolución antiutópica. Porque las utopías conducen a la guillotina y el gulag.” Su eslogan era “Libertad, Fraternidad, Normalidad”.

((Roger Cohen, “The accommodations of Adam Michnik”, The New York Times Magazine, 7 de noviembre de 1999.
))

 Cuando los polacos de su generación hablaban de “normalidad”, ha de decirse, no se referían a un periodo precomunista de la historia polaca al que podrían volver felizmente una vez el paréntesis de la ocupación soviética estuviera cerrado. Lo que querían decir con “normalidad” era Occidente.

El checo Václav Havel describió la lucha de su país por escapar de la dominación comunista como, “simplemente, el intento de acabar con su propia anormalidad, normalizarse”.

(( Citado en Benjamin Herman, “The debate that won’t die: Havel and Kundera on whether protest is worthwhile”, rfe/rl, 11 de enero de 2012.
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 Después de décadas viviendo con la mirada en un supuesto futuro radiante, la principal idea ahora era vivir en el presente y disfrutar los placeres del día a día.

Esta consideración de la “normalidad” occidental como principal objetivo de una revolución política tenía dos efectos perversos. Planteaba la pregunta de cómo reconciliar lo “normal” en el sentido de “lo que es común en tu propio país” con lo “normal” en el sentido de “algo que es Occidente que el Este no es”. También hizo que la migración se convirtiera en la opción natural para los revolucionarios de Europa Central y del Este.

Uno de los principales problemas del comunismo era que su ideal era una sociedad inexistente y que además todo el mundo pensaba que nunca podría existir. Uno de los principales problemas de las revoluciones “occidentalizadoras”, por otra parte, es que el modelo que aspiran a imitar está constantemente metarmofoseándose a la vista de todos. La utopía socialista podía ser inalcanzable, pero al menos su condición inamovible resultaba reconfortante. La democracia liberal occidental, en cambio, ha demostrado ser excesivamente cambiante y proteica. Puesto que la normalidad occidental se define no como un ideal sino como una realidad existente, cualquier cambio en las sociedades occidentales trae una nueva imagen de lo que es normal. Del mismo modo que las empresas tecnológicas insisten en que compres su último modelo y hacen que sea difícil seguir con el anterior, Occidente insistía en que solo el último modelo político posnacional que ofrecía Europa merecía la pena.

El efecto perturbador de una “normalidad” cambiante se ejemplifica con la manera en la que los europeos del Este han reaccionado a las normas culturales cambiantes en las sociedades occidentales en las últimas dos décadas. Para los polacos conservadores, durante la Guerra Fría las sociedades occidentales eran normales porque, al contrario que en los sistemas comunistas, se apreciaba la tradición y se creía en Dios. De pronto los polacos descubrieron que la “normalidad” occidental significa hoy laicismo, multiculturalismo y matrimonio homosexual. ¿Debería sorprendernos que los polacos y sus vecinos se sintieran “engañados” cuando descubrieron que la sociedad que querían imitar había desaparecido, arrastrada por las rápidas corrientes de la modernización?

Si justo después de 1989 la “normalidad” se entendía generalmente en términos políticos (elecciones libres, separación de poderes, propiedad privada y el derecho a viajar), durante la última década la normalidad ha comenzado a interpretarse en términos culturales. Como consecuencia, los europeos del Este se han vuelto resentidos y desconfían de los valores que llegan de Occidente. Paradójicamente, como veremos más abajo, Europa del Este empieza a verse a sí misma como el último bastión de los valores europeos de verdad.

Para reconciliar la idea de “normal” (lo que es común en su país) con lo que es normativamente obligatorio en los países a los que quieren imitar, los europeos del Este, consciente o inconscientemente, han empezado a “normalizar” a sus países modelo, alegando que lo que es común en el Este lo es también en Occidente, a pesar de que los occidentales pretendan hacernos creer, de manera hipócrita, que sus sociedades son diferentes. Los europeos del Este suelen calmar su disonancia normativa –entre, por ejemplo, pagar sobornos para sobrevivir en el Este y luchar contra la corrupción en Occidente– llegando a la conclusión de que Occidente es igual de corrupto que el Este, pero los occidentales simplemente se niegan a aceptarlo y ocultan la verdad.

La revolución liberal en pos de la normalidad no se planeó como un salto en el tiempo desde un pasado oscuro a un futuro brillante. Se imaginó como un movimiento a través del espacio físico, como si toda Europa del Este se realojara en la Casa de Occidente, solo vista antes en fotografías y películas. Se hicieron analogías explícitas entre la unificación de Alemania tras la caída del muro y la idea de una Europa unificada. A principios de los noventa, de hecho, muchos europeos del Este se morían de envidia al ver a los afortunados alemanes orientales, que de un día para otro habían inmigrado a Occidente y se habían despertado milagrosamente con pasaportes de Alemania Occidental y la cartera llena de marcos –o eso pensaban algunos–. Si la revolución de 1989 fue una migración a escala regional hacia el Oeste, la pregunta era qué países de Europa del Este llegarían primero a su destino compartido.

Salida, imitación y deslealtad

El 13 de diciembre de 1981, el general Wojciech Jaruzelski declaró el estado de emergencia en Polonia y decenas de miles de participantes en el movimiento anticomunista Solidaridad fueron arrestados. Un año después, el gobierno polaco propuso liberar a aquellos que estuvieran dispuestos a firmar un juramento de lealtad y a aquellos dispuestos a emigrar. En respuesta a estas dos ofertas, Adam Michnik escribió dos cartas desde su celda. Una se titulaba “Por qué no firmas” y otra “Por qué no emigras”.

((Adam Michnik, “Why you are not signing…: a letter from Białołeka Internment Camp 1982” y “Why you are not emigrating…: a letter from Białołeka 1982”, en Michnik, Letters from prison and other essays, Berkeley, University of California Press, 1985, pp. 13–24.
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 Sus argumentos para no firmar estaban muy claros. Los activistas de Solidaridad no debían firmar un juramento de lealtad al gobierno porque el gobierno había perdido la fe en Polonia. No debían firmar porque firmar para salvarse a uno mismo implicaría humillación y pérdida de dignidad, pero también porque firmando se colocarían junto a quienes habían traicionado a sus amigos y sus ideales.

En cuanto a por qué los disidentes encarcelados debían rechazar la emigración, Michnik pensó que eso requería una respuesta más matizada. Doce años antes, Michnik, polaco judío y uno de los líderes de las protestas estudiantiles de marzo de 1968, había sufrido al ver que sus mejores amigos abandonaban el país. También vio cómo el régimen comunista intentaba persuadir a la gente común de que quienes se habían marchado lo habían hecho porque no les importaba nada Polonia: solo los judíos emigran. El gobierno intentó así enfrentar a los polacos.

En 1982 Michnik ya no estaba enfadado con los amigos que habían abandonado el país catorce años antes. Además había reconocido la importante contribución de la comunidad emigrada en el nacimiento de Solidaridad. Pero aunque admitía que la emigración era una expresión legítima de la libertad personal, pedía con firmeza a los activistas de Solidaridad que no se fueran al exilio, porque “cada decisión de emigrar es un regalo para Jaruzelski”. Es más, los disidentes que escaparan hacia la libertad más allá de las fronteras de Polonia estarían traicionando a los que se quedaban atrás, especialmente a aquellos que trabajaban y rezaban por lograr una Polonia mejor. Dejar el país también debilitaría el movimiento democrático y ayudaría a los comunistas, al permitir que la sociedad se volviera fácilmente pacífica y al asociar la causa de la oposición con el egoísmo y la deslealtad a la nación. La mejor manera de demostrar solidaridad con tus compatriotas que sufrían y resistir a los líderes comunistas era rechazar el regalo envenenado de la libertad personal en Occidente, porque ser capaz de emigrar y por lo tanto disfrutar esa libertad no era una opción para la gran mayoría de polacos.

Al decidir no emigrar, sostenía Michnik, los activistas encarcelados daban sentido a aquellos que habían decidido emigrar antes y apoyaban la resistencia polaca desde el extranjero. La libertad significa que la gente tiene derecho a hacer lo que desea. Pero en las circunstancias de 1982, “los activistas de Solidaridad internados que eligen el exilio están cometiendo un acto que es al mismo tiempo una deserción y una capitulación”. Michnik admitía que esta declaración sonaba demasiado dura e intolerante y que quizá alguien pensara que entraba en conflicto con su idea de que “la decisión de emigrar es una decisión muy personal”. Pero en 1982, emigrar o no era el test de lealtad definitivo para los activistas de Solidaridad. Solo al elegir la permanencia en la cárcel en vez de seguir la oferta atractiva de la libertad personal en Occidente podrían ganarse el respeto de sus conciudadanos, piezas clave en el futuro de una sociedad polaca libre.

En 1982 la emigración era un acto de traición, pero no se veía así en 1992. Después de 1989, el deseo de tener lo que Havel denominó “una vida política normal” desembocó en una emigración masiva. Si en Alemania del Este a la “salida” le seguía la “voz” (por usar los famosos términos de Albert O. Hirschman), en Europa del Este era al contrario: primero llegó la voz, luego la salida. Al principio, la euforia por el fin del comunismo alimentó las esperanzas de una mejora inmediata y radical. Los europeos del Este se levantarían de una pesadilla comunista y pasarían a ser países más libres, prósperos y, sobre todo, más occidentales. Cuando la occidentalización mágica e instantánea no llegó, muchos se fueron con sus familias a Occidente. Después del sorprendente éxito de una revolución que aspiraba a copiar la normalidad occidental, la afirmación tan dura de Michnik en 1982 de que la emigración al Oeste era una capitulación y una deserción ya no tenía sentido. La elección personal de marcharse a Europa Occidental no podía ya estigmatizarse y considerarse como una traición. Una revolución que había convertido la imitación de Occidente en su objetivo no tenía razones convincentes para estar en contra de la emigración a Occidente.

Las revoluciones, por definición, fuerzan a la gente a cruzar fronteras, tanto morales como territoriales. Cuando se produjo la Revolución francesa, muchos de sus enemigos escaparon. Cuando los bolcheviques establecieron su dictadura en Rusia, millones de rusos blancos dejaron el país y sobrevivieron en el extranjero con las maletas siempre preparadas por si el bolchevismo caía. En esos casos, sin embargo, los enemigos derrotados de la revolución eran los que se marcharon. El contraste con 1989 es lo que convierte a esta revolución en una anomalía histórica. Tras las revoluciones de terciopelo, fueron los ganadores –no los perdedores– los que se marcharon. Los más impacientes por ver cambios en sus países fueron también los más ansiosos por meterse de lleno en lo que implica una ciudadanía libre. Fueron los primeros en irse al extranjero a estudiar, trabajar o vivir, y llevaban consigo sus posiciones prooccidentales.

Es difícil imaginarse a León Trotski, después de la victoria de sus bolcheviques, decidir que ya era hora de irse a estudiar a Oxford. Pero eso es lo que hicieron Viktor Orbán y otros muchos. Y tenían buenas razones para hacerlo. Al contrario que los revolucionarios franceses y rusos, que creían que estaban construyendo una nueva civilización hostil con el antiguo orden del trono y el altar, y que París y Moscú eran los lugares donde ese futuro se estaba forjando, los revolucionarios de 1989 estaban profundamente motivados para viajar a Occidente y ver de cerca lo normal que era la sociedad que deseaban construir en casa. Todo revolucionario quiere vivir en el futuro, y si Alemania era el futuro de Polonia, entonces los revolucionarios más convencidos debían hacer las maletas y mudarse a Alemania.

El sueño de un regreso colectivo a Europa hizo que esa elección fuera lógica y legítima. ¿Por qué debería esperar un joven polaco o húngaro a que su país se convierta algún día en Alemania, cuando podría comenzar a trabajar y crear una familia en Fráncfort o Hamburgo mañana? Después de todo, es más fácil cambiar de país que cambiar tu país. Cuando se abrieron las fronteras después de 1989, la salida prevaleció sobre la voz porque las reformas políticas requieren de la cooperación de muchos intereses sociales organizados, mientras que la emigración solo te necesita a ti y a los tuyos. La desconfianza hacia las lealtades nacionalistas y la perspectiva de una Europa políticamente unida también ayudaron a los europeos del Este a tomar su decisión. Esto, junto a la desaparición de los disidentes anticomunistas, acabó con el efecto moral y emocional de las tremendas palabras de Michnik contra la emigración. Lo que nos lleva a la crisis de refugiados que azotó Europa en 2015 y 2016.

Demografía es destino

El relato dominante de la contrarrevolución iliberal en el Este de Europa puede resumirse si invertimos el significado de la idea de “sociedad abierta”. En 1989 una sociedad abierta significaba la promesa de libertad, sobre todo una libertad para hacer lo que anteriormente estaba prohibido, concretamente viajar a Occidente. Hoy, la apertura hacia el mundo, para grandes sectores del electorado de Europa Central y del Este, no se asocia a la libertad sino al peligro: invasión inmigrante, despoblación y pérdida de soberanía nacional.

La crisis de refugiados de 2015 puso en primer plano la revuelta incipiente de la región contra el individualismo y el universalismo. Lo que descubrieron los europeos del Este durante la crisis de refugiados fue que, en nuestro mundo conectado pero desigual, la migración es la revolución más revolucionaria de todas. La revuelta de las masas del siglo XX es cosa del pasado. Nos enfrentamos a una revuelta de los migrantes del siglo XXI. La realizan anárquicamente millones de individuos y familias desconectados, no partidos revolucionarios organizados, y es una revuelta sin problemas de acción colectiva. Está inspirada no por imágenes ideológicamente coloreadas de un futuro imaginario radiante, sino por imágenes brillantes de la vida al otro lado de la frontera.

La globalización ha convertido el mundo en una aldea, pero esta aldea vive bajo un tipo de dictadura, la de las comparaciones globales. La gente ya no solo compara sus vidas con las de sus vecinos, también se compara con los habitantes más prósperos del planeta. Por eso si buscas una vida económicamente segura para tus hijos, lo mejor que puedes hacer es asegurarte de que nazcan en Dinamarca, Alemania o Suecia, con República Checa o Polonia quizá como segunda opción.

La combinación de una población envejecida, tasas de natalidad bajas y una inmigración hacia el extranjero constante explica el pánico demográfico en Europa Central y del Este, a pesar de que se expresa políticamente en la afirmación absurda de que los migrantes invasores de África y Oriente Medio suponen una amenaza existencial para los países de la región. La ansiedad por la inmigración está fomentada por el miedo de que extranjeros incapaces de asimilarse entren al país, diluyan la identidad nacional y debiliten la cohesión nacional. Este miedo refleja una preocupación latente por un colapso demográfico. Entre 1989 y 2017, Letonia ha perdido un 27% de su población; Lituania, un 22,5%; Bulgaria casi un 21%. Dos millones de alemanes del Este, o casi un 14% de la población del país antes de 1989, se marcharon a Alemania Occidental en busca de trabajo y una vida mejor.

(( Estos datos, y las cifras sobre demografía en Europa Central y del Este, provienen de Eurostat y de los cálculos de los autores, basados en la variable “Población a uno de enero por edad y sexo”.
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El número de europeos del Este que abandonaron su región natal (mayoritariamente para irse a Europa Occidental) tras la crisis económica de 2008 supera el número total de refugiados que llegaron a Europa Occidental desde fuera de Europa, incluidos los refugiados de Siria. Alrededor de 3,4 millones de rumanos dejaron su país en la década posterior a 2007, cifras asociadas normalmente a una guerra o a alguna catástrofe. Tres cuartas partes de estos rumanos, además, tenían 35 años o menos cuando se marcharon. La amenaza a la que se enfrentan Europa Central y del Este hoy se asemeja a la perspectiva de despoblación a la que se enfrentó Alemania del Este antes de que los comunistas levantaran el muro de Berlín: el peligro de que los ciudadanos en edad de trabajar dejen el Este para marcharse al Oeste.

El pánico ante una inexistente invasión de inmigrantes

(( “Tenemos que enfrentarnos a una riada de gente entrando de […] Oriente Medio, y mientras el África profundo se ha puesto en marcha.

Millones de personas se están preparando para venir. Globalmente, el deseo, la necesidad y la presión que tiene la gente por continuar sus vidas en otro lugar distinto al suyo está aumentando. Esta es una de las oleadas de gente más grandes de la historia, y trae consigo un peligro de consecuencias trágicas. Es una migración masiva global que no parece tener fin: los migrantes económicos en busca de una vida mejor, los refugiados y demás masas nómadas todos juntos. Es un proceso descontrolado y desregulado, y –ya que estoy hablando frente a la comunidad científica– la definición más precisa para esto es ‘invasión’”, Viktor Orbán, Discurso de apertura del Foro Científico Mundial, 7 de noviembre de 2015.
 
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 debería entenderse como un eco distorsionado del miedo, más realista, de que una parte considerable de la población, incluidos los ciudadanos más jóvenes y dinámicos, deje el país y se establezca en el extranjero de manera permanente. La magnitud de la migración de europeos del Este posterior a la caída del muro explica por qué se ha producido una reacción tan profundamente hostil a la crisis de refugiados en la región, a pesar de que no ha habido apenas refugiados que se hayan trasladado allí (aunque sí han transitado a través de ella).

El miedo a la diversidad está en el núcleo del triunfo del iliberalismo europeo, pero tiene un significado diferente en el Este que en el Oeste. En Europa occidental, el iliberalismo surge del miedo a que las sociedades liberales sean incapaces de aguantar la diversidad. En el Este, la cuestión es cómo prevenir que surja diversidad en primer lugar. Si hace un siglo Europa del Este era la región del continente más étnicamente diversa, hoy es increíblemente homogénea. Solo un 1,6% de los polacos ha nacido fuera de Polonia y la proporción de musulmanes es inferior a un 0,1%.

La histeria antiinmigrante

El trauma que provoca observar cómo la gente escapa de tu región explica lo que de otra manera parecería misterioso: el fuerte sentido de pérdida en países que se han beneficiado de los cambios políticos y económicos desde 1989. En toda Europa, las regiones que han sufrido las mayores hemorragias de población en décadas recientes han sido las más proclives a votar a partidos de ultraderecha. Esto significa que el giro iliberal en Europa Central está también profundamente enraizado en el éxodo masivo de la región, especialmente de gente joven,

((“Quizá vosotros [gente joven] sentís que el mundo os pertenece. […] Pero también os llegará un momento en que os daréis cuenta de que uno necesita un lugar, una lengua, un hogar donde estar con los suyos, y donde uno pueda vivir su vida con seguridad, rodeado de la buena voluntad de los otros. Un lugar al que poder volver, y donde la vida tiene sentido, y que al final no se caerá en el olvido. […] Jóvenes húngaros, ahora la patria os necesita. […] Venid y luchad con nosotros, para que cuando la necesitéis, vuestra patria esté todavía presente para vosotros”, Viktor Orbán, Discurso ceremonial en el 170 aniversario de la Revolución húngara de 1848, 15 de marzo de 2018.
 
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 y en la ansiedad demográfica que ha provocado la inmigración hacia el extranjero.

El segundo factor que explica la histeria antiinmigración sin inmigrantes nos devuelve a nuestro tema principal. Aunque no se ha producido una “invasión” de inmigrantes africanos y de Oriente Medio, los europeos del Este han estado constantemente expuestos, a través de un periodismo televisivo sensacionalista, a los problemas migratorios que abundan en Europa Occidental. La consecuencia es una nueva visión en el Este de la divisoria esencial entre las dos mitades del continente: mientras el Este sigue siendo homogéneo y monoétnico, el Oeste se ve heterogéneo y multiétnico como resultado de unas políticas inconscientes y suicidas que han permitido la inmigración fácil. Es extraordinaria la radical reevaluación de valores que se ha producido aquí. Ya no se considera que los europeos occidentales estén en la vanguardia y los del Este atrasados, ahora los populistas xenófobos consideran que los europeos occidentales han perdido el rumbo. En las febriles imaginaciones de estos populistas Europa Occidental se ha convertido en la periferia de un Gran África o un Gran Oriente Medio.

Como resultado, Europa Occidental ya no representa el modelo de un Occidente culturalmente triunfante que los europeos del Este querían imitar desde hace tiempo. Al contrario, las sociedades abiertas de Europa Occidental, incapaces de defender sus fronteras frente a “invasores” extranjeros (especialmente musulmanes), suponen un modelo básicamente negativo, la viva imagen de un orden social que los europeos del Este quieren evitar a toda costa.

Para resucitar la desaprobación moral que había antes asociada a la emigración, los populistas de Europa Central y del Este deben rechazar la idea de que Hungría, Polonia o los demás países de la región solo pueden tener éxito político y económico si imitan fielmente a Occidente. El surgimiento de la retórica nacionalista y el giro iliberal en el Este parecen un intento desesperado de construir un “muro de lealtad” que frene la hemorragia y evite que los jóvenes europeos del Este abandonen sus países.

Dicho de otra manera, los populistas de Varsovia y Budapest han convertido la crisis de refugiados en Occidente en una oportunidad para mejorar la imagen del Este. Solo si los países dejan de querer parecerse a Occidente sus ciudadanos dejarán de irse a Occidente. Para frenar la inmigración hacia el extranjero es necesario arruinar la reputación de Occidente como una tierra de oportunidades y acabar con la idea de que el liberalismo occidental es el patrón oro de un orden económico y social avanzado. El sistema de inmigración libre de Europa occidental se debe rechazar no solo porque ha traído a africanos y refugiados de Oriente Medio sino porque ha servido como un imán irresistible para los propios europeos del Este.

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la imitación invertida. Los actores en el “juego de imitación” posterior a 1989 están, al menos en algunos aspectos, cambiando de lugar. En algunos casos, los imitadores se han convertido en modelo y viceversa. La venganza definitiva de los populistas de Europa del Este contra el liberalismo occidental no se basa simplemente en rechazar el “imperativo de la imitación”, sino en invertirlo. Nosotros somos los verdaderos europeos, dicen Orbán y Kazcyński, y si Occidente quiere salvarse a sí mismo tiene que imitar al Este. Como dijo Orbán en un discurso muy revelador en julio de 2017, “hace veintisiete años aquí en Europa Central pensábamos que Europa era nuestro futuro, hoy pensamos que somos el futuro de Europa”.

(( Discurso de Viktor Orbán en la Universidad Abierta de Verano Bálványos, 22 de julio de 2017.
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en Journal of Democracy, 3/201.

 

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(Lukovit, Bulgaria, 1965) e spolitólogo. Dirige el Centro de Estrategias Liberales de Sofía. En 2014 publicó Democracy disrupted (Penn University Press)


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