Mi acercamiento a Chiapas tuvo dos comienzos: la lectura de Rosario Castellanos y el movimiento zapatista. Antes de aquel primero de enero de 1994 que en muchos sentidos cambiĂł nuestra historia contemporĂĄnea, y antes de recorrer la zona buscando entender las raĂces del conflicto, creĂ saber algo de Chiapas, este lugar histĂłrico del MĂ©xico escindido: escindido entre la belleza primigenia de sus paisajes y la atroz dureza de sus condiciones sociales; escindido entre los ideales de justicia de BartolomĂ© de las Casas y la conquista perpetuada siglo tras siglo por la explotaciĂłn y la servidumbre; escindido entre la indefensiĂłn de sus diversas comunidades indĂgenas y la arrogancia de sus castas blanca o ladinas, intocadas casi por la piedad cristiana o por el mestizaje, que en algo atenuĂł el sufrimiento en otras partes del paĂs. Ese conocimiento primero, ese bautizo chiapaneco, se lo debo a Rosario Castellanos.
Siendo muy joven, leĂ BalĂșn CanĂĄn y Ciudad Real. Lo que retuve principalmente fue el lenguaje, salpicado de palabras que no comprendĂ de inmediato. Aquellos no eran los giros habituales del lenguaje de los campesinos del centro del paĂs. Palabras como baldĂo (en el sentido del trabajo gratuito al que los terratenientes obligaban a los indĂgenas, que en el centro llamarĂamos, quizĂĄ, âde baldeâ), atajadoras (esas mujeres pobres cuyo miserable oficio consistĂa en interceptar a las indĂgenas que bajaban a los mercados para robarles las mercancĂas) o vos (âel español es privilegio nuestro, y lo usamos hablando de usted a los superiores, de tĂș a los iguales, de vos a los indiosâ, se lee en BalĂșn CanĂĄn) permanecieron en mi memoria como propias de la sociedad escindida que Rosario Castellanos retratĂł. Junto a las palabras permanecieron tambiĂ©n las frases que resumĂan universos de dolor, como en el cuento âModesta GĂłmezâ: âSu comadre Ăgueda la aleccionĂł desde el principio: para el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y el alarido de indignaciĂłn ante su mĂĄs mĂnima protesta.â
Al releer ahora esos libros encuentro dimensiones que entonces no advertĂ. Por ejemplo, la temporalidad. A San CristĂłbal de Las Casas, Rosario Castellanos la describe asĂ: âcercada por un fĂ©rreo anillo de comunidades indĂgenas sordamente enemigas, Ciudad Real mantuvo con ellas una relaciĂłn presidida por la injusticiaâ. Ese pasado Âżes pasado? La escritora pudo dar testimonio de los hechos que narra en los años treinta pero Chiapas, a sus ojos, es el lugar de un drama eterno: âÂżEn quĂ© dĂa? ÂżEn quĂ© luna? ÂżEn quĂ© año sucede lo que aquĂ se cuenta? Como en los sueños, como en las pesadillas, todo es simultĂĄneo, todo estĂĄ presente, todo existe hoy.â En otro pasaje alude, sin romanticismos o exotismos, sin idealizaciĂłn, a los indios âpeor que vencidos, estupefactosâ y a su alma âtercamente apegada al terrorâ. La sutileza de la narraciĂłn no estĂĄ solo en la indignaciĂłn moral. No hay nada simplista o maniqueo en la obra de Rosario Castellanos. Lo que hay es la recreaciĂłn literaria (perceptiva, sensible, puntual, imaginativa, musical) de un paisaje surcado de gradaciones: el indio, que no es solo eso, sino tambiĂ©n chamula, tzeltal o de otra etnia; el ladino, que puede ser lo mismo un indio hispanizado que un mestizo, y que pudo haber comenzado sus dĂas simplemente como indio; el criollo, descendiente de europeos incapaz de ver cĂłmo es ya tambiĂ©n culturalmente mestizo. Pero se trata de gradaciones que engendran degradaciones, porque todos explotan al mĂĄs dĂ©bil, a la mujer, al que se encuentra un escalĂłn Ă©tnico, social, cultural, por debajo del suyo.
Rosario Castellanos nos dio un atisbo de esa realidad. Fue la precursora de una literatura moderna sobre los indios pero no fue una escritora indigenista. Sus obras no postulan la existencia mĂtica o real de una Arcadia indĂgena. Tampoco defienden una tesis o una identidad. Sus libros sobre Chiapas (como Oficio de tinieblas o Los convidados de agosto) son el rescate perdurable del dolor que infligen las identidades (incluso a sĂ mismas) en nombre del color, la piel, el idioma o la fe, supuestamente superiores. No son personajes colectivos o papeles abstractos los que pueblan sus pĂĄginas: son personas. IndĂgenas postrados, pobres, heroicos, dignos; o ladinos, âgente decenteâ con sus vidas aletargadas, llenas de resentimiento y soberbia, de venganza y orgullo, de crueldad soterrada. No hay patetismo en la narraciĂłn sino una prosa objetiva donde asoma a cada paso la mirada irĂłnica de la autora. Su fina burla.
La niña introvertida que protagoniza BalĂșn CanĂĄn crecĂa en la hacienda chiapaneca, estudiaba en ComitĂĄn y veĂa con ojos de azoro aquel espectĂĄculo de historia viva. Pero padecĂa a su vez escisiones Ăntimas: la muerte de su hermano enlutĂł para siempre el hogar paterno, la llenĂł de la culpa difusa, abismal, que suelen tener los sobrevivientes de una tragedia colectiva, y la confrontĂł con una primera y sorprendente variedad del machismo: Âżpor quĂ© tenĂa que ser Ă©l y no ella quien se muriera? Pero Castellanos se negarĂa a ser una de esas mujeres de vida monĂłtona que recobrarĂan sus novelas: sometidas, decorosas, supersticiosas, beatas. La Ciudad de MĂ©xico fue su salida natural, donde encontrĂł amistades, conocimientos y avenidas de creatividad, pero tambiĂ©n nuevas escisiones: amorosas, existenciales. El refugio definitivo fue la literatura, que ejerciĂł con carĂĄcter y lucidez.
âRosario Castellanos âescribe Christopher DomĂnguez Michaelâ fue la primera escritora profesional de MĂ©xico.â No solo escritora sino polĂgrafa: en la ciudad escribiĂł su memorable âLamentaciĂłn de Didoâ (âPoema de amor escrito con cenizasâ, apunta Fernando GarcĂa RamĂrez), sus cuentos, ensayos, piezas de teatro. La propia Castellanos reconociĂł la irregularidad de su obra en un ejercicio abierto de autocrĂtica que no solo la honrĂł sino que la liberĂł para ejercer con particular felicidad la crĂtica literaria, el gĂ©nero que mĂĄs cuadraba con sus dones especĂficos: la sagacidad, la vasta cultura, la independencia de criterio. SegĂșn DomĂnguez Michael, esta fue su mejor faceta. Apartada ya de las figuras canĂłnicas de la literatura âfemeninaâ (como Gabriela Mistral), en obras como Juicios sumarios o Mujer que sabe latĂn presagiĂł una literatura feminista pero, al igual que en el caso de los indĂgenas, no como un alegato emocional sino como una narrativa clara y meditada que la vincula con sus pares en otros idiomas: Lillian Hellman, Isak Dinesen y sobre todo Simone Weil. En esta Ășltima âagrega DomĂnguez Michaelâ encontrĂł la intuiciĂłn que estaba presente ya en su propia obra y quizĂĄs en su propia vida: âla forma en que las vĂctimas del poder se convierten en cĂłmplices de su servidumbreâ.
A mi deuda como lector se agrega ahora el honor de recibir la medalla que lleva su nombre, lo cual me emociona, ademĂĄs, por un hecho afortunado: yo conocĂ a Rosario Castellanos. Como maestra de una modesta academia de literatura y arte de la inolvidable Carmen DĂaz de Turrent, doña Rosario frecuentaba su casa. Recuerdo su tez blanquĂsima, sus cejas delineadas, sus sobrios vestidos oscuros. Escucho con nitidez su voz joven y tersa. Alumna de la Facultad de FilosofĂa y Letras en Mascarones, coetĂĄnea y amiga del Grupo HiperiĂłn, discurrĂa con rigor filosĂłfico y gracia literaria. Era mordaz y muy divertida. Me viene a la mente una frase suya, frecuente: âFulano no tiene pudor intelectual.â Recuerdo la ovaciĂłn que recibiĂł en una sala teatral cuando un actor la descubriĂł entre el pĂșblico. Sus artĂculos semanales en el ExcĂ©lsior de Scherer âque esperĂĄbamos con entusiasmoâ reflejaban esa libertad que conquistĂł en sus Ășltimos años, antes de partir como embajadora de MĂ©xico a Israel, donde encontrĂł una muerte prematura y absurda. Al enterarse, su amigo Jaime Sabines le escribiĂł este âRecadoâ:
Solo una tonta podĂa dedicar su vida a la soledad y al amor.
Solo una tonta podĂa morirse al tocar una lĂĄmpara,
si lĂĄmpara encendida,
desperdiciada lĂĄmpara de dĂa eras tĂș.
âRetontaâ, remacha Sabines, perplejo ante la escisiĂłn central de la vida de Rosario: su inteligencia contrastada con su condiciĂłn inerme, con su orfandad nunca resuelta, con su âdesnudez estremecidaâ, con su soledad. âRetonta, rechayito, remadre de tu hijo y de ti mismaâ, le dice Sabines, con ternura y furia. Muchos años mĂĄs tarde conocĂ a Gabriel, ese amado y Ășnico hijo, cuando trabajaba en la embajada de MĂ©xico en MoscĂș. De inmediato la reconocĂ en Ă©l. HeredĂł su elegancia, su seriedad intelectual, su agudeza, su humor.
A veces paseo por el parquecillo que lleva su nombre a un costado del PerifĂ©rico. Su monumento âdescuidado por la negligencia y el olvidoâ se levanta justo en el sitio donde ocurriĂł la Batalla de Molino del Rey. ParecerĂa que las escisiones mexicanas persiguiesen a Rosario Castellanos. Su obra revela esas escisiones pero, al hacerlo, tambiĂ©n las atenĂșa. Su obra, bĂĄlsamo de lucidez en la superficie rugosa de nuestras vidas. ~
Discurso de aceptaciĂłn de la medalla Rosario Castellanos, que entrega el Congreso del Estado de Chiapas.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial ClĂo.