El cementerio de los inocentes

Durante la gestación de la independencia y después, la iglesia católica fue la “madre” de la patria irlandesa. Un informe reciente sobre las casas de acogida para madres solteras y sus hijos, puestas en marcha por la iglesia en esos años, echa luz sobre la que fue una realidad oscura, fría e inhóspita.
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La reciente publicación del reporte oficial sobre las casas para albergar madres solteras en Irlanda es parte de una historia tortuosa que tiene ribetes sádicos. En febrero de 2015, el gobierno irlandés formó una comisión para investigar el destino de las jóvenes que habían ingresado en los refugios para madres solteras entre 1922, en el inicio de la república, y el cierre de la última casa en 1998. Hasta el siglo pasado, Irlanda fue un convento llamado república donde 57 mil bebés fueron adoptados o murieron en custodia. El reporte fue entregado al gobierno irlandés el 30 de octubre del año anterior y publicado a mediados de enero, en el centro de la tercera oleada de la pandemia. El reporte indica que no se encontraron pruebas de que las chicas fueran forzadas a pedir refugio ni a dar sus bebés en adopción. Desamparadas, sin recursos, puesto que sus familias las repudiaban, las jóvenes se acogían a estas casas. La alternativa habría sido la calle.

Quienes hayan visto Filomena, la película que protagonizó Judi Dench sobre lo que aguardaba a las madres solteras en la isla, tendrán idea de lo que significó vivir hasta fines del siglo XX en el país más católico del orbe. Desde su origen como nación independiente del Reino Unido, la religión fue primordial porque además de dar consuelo espiritual aportó escuelas y hospitales. A cambio exigió el control absoluto de la conciencia. Antes que patriotas, los irlandeses eran católicos. La sociedad irlandesa había aprendido a vivir en la ignorancia. El statu quo dependía de mirar a otra parte en un mundo donde la denuncia no era desconocida. Lo más cercano a ese estilo de vida es la España franquista, o cualquier país en el que los ciudadanos tengan que mirar a su alrededor antes de conversar. Lo que es un hallazgo es que el reporte obliga a la sociedad irlandesa a reconocer y asumir un aspecto de su vida independiente que habría preferido ocultar.

Durante un siglo, las órdenes religiosas colaboraron estrechamente con un gobierno sin recursos. Todavía hoy los lazos entre la esfera de la fe y la acción institucional se entrelazan. La iglesia católica acompañó los avatares del nacionalismo contra una ocupación considerada inadmisible. Al triunfo de la independencia la Iglesia estructuró socialmente el país ejerciendo lo que Fintan O’Toole ha llamado “terrorismo espiritual”.  

Durante los largos años de gestación de la independencia, y después, la iglesia católica fue “madre” de la patria. Detrás de fachadas sostenidas por columnas neoclásicas en Dublín se disimulan templos católicos. Nunca la Santa Madre fue más romántica que cuando fue subversiva, pero desde el triunfo de la república que la hizo central, la iglesia católica afirmó su misión social.

El llamado a la nación se apoyó en el fundamentalismo religioso, contrario a reconocer la naturaleza humana. Durante el siglo de vida independiente, las casas que albergaban madres solteras eran un secreto a voces. La independencia anudó el lazo entre la Iglesia y el Estado, aunque después de los referéndums de 2015 y 18, en los cuales mayoritariamente la sociedad civil irlandesa apoyó las uniones del mismo sexo y el derecho al aborto, Irlanda efectivamente se transformó. Como parte de la Unión Europea, Irlanda ya no es el traspatio del imperio ni necesita someterse a la ideología de la jerarquía católica. El país más devoto del orbe rechazó la intolerancia de la que había sido víctima. Un cambio asombroso y felizmente bienvenido. Un exorcismo si se teme al fantasma de monseñor Charles McQuaid, primado de Irlanda, y arzobispo de Dublín de 1940 a 1972, que acecha entre telarañas.

El cambio fue ejemplar porque reconcilió generaciones y abrió la brecha para emanciparse del pasado. La globalidad no le fue benéfica a Benedicto cuando visitó el país que en 1979 se volcó para adorar a Juan Pablo II, todavía ignorante del abuso sexual perpetrado por miembros de la Iglesia.

Sin embargo, por radical que sea un cambio, lo que permanece abajo, inaccesible al radar de las encuestas, es el bagaje de una cultura ancestral, que cuando sale a la superficie asombra. Cerrar la última casa de las Hermanas de la Caridad en 1998 obligó al gobierno y a la sociedad irlandesa a confrontar lo que significan esos refugios. Recobrar una faceta del pasado particularmente cuestionable fue aquilatar una realidad oscura, fría e inhóspita, y entrar en el tiempo del rechazo sobre quienes no cabían en el esquema.

Eamonn de Valera, el original primer ministro irlandés o Taoiseach (se pronuncia tíshok), fue tan cercano del arzobispo McQuiad, que se dice que eran las columnas que fundaban y sostenían el Estado recién nacido. En Irlanda la vida espiritual y material fue controlada por el catolicismo elevado a religión oficial, que colaboró estrechamente con los jerarcas correspondientes y estrechó el horizonte del nuevo Estado. Iglesia y Estado fueron las dos caras de la opresión. Reconocer la intolerancia hipócrita que condenó a 56 mil mujeres a “optar” por el encierro y renunciar a sus vástagos implica sumergirse en el agua estancada bajo las fechas.  

La tentación de participar en la lucha que llamamos historia define el presente. Expulsadas de sus hogares –algunas apenas habían alcanzado la pubertad–, sin recursos, las madres solteras se acogían en “casas para madres y niños”. Iban allí porque la familia en conjunción con el cura de la aldea lo habían decidido y porque no había otro camino. Las chicas eran conservadas para pagar con el trabajo su manutención.

“Rubia, de ojos azules y cabello ámbar”, puede leerse en una descripción de los años cincuenta destinada a parejas mayormente norteamericanas que deseaban adoptar un bebé irlandés. Es inevitable recordar la “modesta” proposición de Jonathan Swift, quien sarcásticamente aconsejaba venderlos para solucionar los problemas de la hambruna y la sobrepoblación. No existen pruebas del usufructo del tráfico de infantes, pero su muerte no podía permanecer ignorada.

Los restos de los bebés que no fueron seleccionados para formar parte del retrato familiar en algún lugar del Medio Oeste norteamericano fueron descubiertos por niños que jugaban a la pelota. Habiendo encontrado huesos regresaron a casa intrigados. Esos hallazgos se relacionaban con hechos conocidos por la aldea. En el traspatio de las Hermanas del Socorro, desaparecidos en la fosa séptica, los restos de bebés volvieron a la superficie en fragmentos que fueron articulándose entre sí.

Las hermanas del Bon Secours, de la Legión de María, las Hermanas de la Caridad, las del Sagrado Corazón de Jesús y María, las del Buen Pastor, las de la Misericordia, han pedido perdón. Las hermanas obedecían órdenes y la sociedad del momento no era más libre.

El reporte exige reconocer el peligro del fundamentalismo religioso y su inextricable intimidad con la jerarquía, pero también reconocer a los muertos y sepultarlos. El trauma histórico exige el paso a una sociedad más cristiana y menos católica. Además de las órdenes religiosas, el primer ministro se disculpó en un discurso prolijo y cuidadoso de repartir la responsabilidad porque la intolerancia no prospera sin cómplices. La verdadera emancipación de Irlanda no lo fue sólo del imperio británico sino también, con la madurez, del terrorismo religioso doméstico.   

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