Foto: Cortesía del autor.

En la guerra no había razas, ¿o sí?

La Guerra de Corea fue el primer conflicto armado en el que Estados Unidos participó con fuerzas armadas no segregadas, por lo menos en el papel. David Casias Silva, abuelo del autor, de origen chicano, fue uno de los soldados que combatió dentro de una de esas incipientes compañías mixtas.
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La historia del sur de Texas es interesante. Está arraigada en generaciones de racismo y segregación. Mi abuelo, David Casias Silva, era un hombre simple, como la mayoría de los chicanos en el sur de Texas; creció siendo aparcero en un barrio segregado y apenas terminó la primaria. Nacido en 1930, pasó sus primeros años en Natalia, Texas, trabajando la tierra que era propiedad de un gabacho. Aunque él era nieto de campesinos de larga tradición que migraron desde México en 1892, “los gabachos eran dueños de toda la tierra, de los negocios y de las oportunidades; ellos eran los que estaban al mando”, solía decirme.

Cuando yo cumplí trece años le diagnosticaron cáncer pancreático, y mis padres pensaron que lo mejor sería que se mudara con nosotros para cuidarlo. Mi padre me dijo que pasara tiempo con él para alegrarlo y para que me diera algunos consejos en el proceso. Siempre supe que era veterano de guerra, pero mi abuelo no hablaba mucho de eso. De cuando en cuando platicábamos, y poco a poco se fue abriendo y me fue contando sus experiencias. Entre las cosas que trajo consigo en la mudanza había cajas llenas de fotos y recuerdos de la guerra.

Este mes de junio de 2020 marca el 70 aniversario del comienzo de la que muchos estadounidenses llaman “La guerra olvidada”, es decir la Guerra de Corea. Más de 33,000 estadounidenses murieron en ese conflicto, que técnicamente no ha concluido. Sentó las bases para la Guerra Fría, fue la primera guerra en la que la recién formada Organización de Naciones Unidas estuvo involucrada, y –esto es un parteaguas– también la primera en la que participó Estados Unidos luego de que en el ejército terminara la segregación racial (por lo menos en papel). Mi abuelo fue uno de los soldados que combatió dentro de una de esas incipientes compañías no segregadas.

En nuestras charlas, mi abuelo me fue contando sus experiencias en la guerra. Tenía 20 años de edad cuando fue reclutado y cumplió su entrenamiento básico en Camp Roberts, California, en 1951. Después lo enviaron a un país del que nunca había escuchado nada antes, a pelear por razones que “no entendía del todo”. Pasó tres años en Corea.

Esperaba que me contara historias de sangre y violencia, pero me contó algo completamente distinto: historias de hermandad y amor. Aunque creció en una Texas segregada, su compañía no lo estaba, y convivió con blancos, latinos y negros. Todos se cuidaban entre ellos porque era la única manera de volver a casa vivos. “Hacía mucho frío, hijo. Nos acomodábamos muy juntos y nos abrazábamos para mantenernos calientes. Fue la primera vez que estuve tan cerca de un gabacho”. Era un soldado raso, de modo que hacía las tareas que nadie quería. A él le tocaba hacer barridos buscando minas antipersonales, arrastrarse por la tierra para conectar las líneas de teléfono con los cables atados a la espalda, y en ocasiones cavar túneles.

Me decía que “el ejército no es para los chicanos, pero Estados Unidos sí”. En la guerra, la raza se borraba, y entre más pobres eran los soldados, menos segregada era la compañía. Peleó al lado de blancos, negros y latinos pobres en nombre de un país al que amaba, pero lo hizo sin preocuparse por sí mismo: “estábamos en una trituradora de carne”, me dijo alguna vez. El retrato que me pintó de la guerra contrastaba con su vida en Texas, donde los latinos eran vistos como ciudadanos de segunda por sus contrapartes blancos: eran una clase social aparte. ¿No se daba cuenta de eso? Recuerdo esas conversaciones y otras que he tenido con su hija –mi madre– sobre él, y nunca dijo nada habló de discriminación racial, aunque sabía “cómo tenía que actuar frente a los blancos”, como dijo mi madre.

Creció en una época en la que la segregación era un hecho de la vida cotidiana, y aceptar este trato de ciudadano de segunda garantizaba su sobrevivencia; significaba que tenía un trabajo y que podía poner comida en la mesa. Era moreno, como yo, pero si lo hubieran conocido habrían percibido que, a pesar de que el español era su lengua materna, hablaba inglés sin acento. La experiencia de los latinos en Estados Unidos antes del movimiento de derechos civiles en la década de los sesenta fue una de asimilación, de modular su identidad de persona de tez morena para adecuarse a la identidad blanca. No obstante que peleó junto a estadounidenses de todos los colores, cuando volvió de la guerra, en junio de 1953, retomó su vida segregada, con amigos y familiares que eran casi exclusivamente mexicoamericanos: un mundo aparte.

Mi abuelo dejó huella en mi conciencia chicana, tanto que conservo sus recuerdos de la guerra y he investigado sobre veteranos latinos de la Guerra de Corea. Mientras realizaba mis investigaciones, un tema recurrente fue lo “blanqueada” y escasa que era la información sobre latinos en la Guerra de Corea. ¿Nos olvidamos de estos héroes, así como hemos olvidado este conflicto? Dentro del gobierno estadounidense y antes del movimiento de derechos civiles en los sesenta, las personas mexicoamericanas eran clasificadas como “blancas”, y fue hasta 1970 que la oficina del censo comenzó a preguntar por el origen étnico de las personas a fin de distinguir por origen hispano o latino. En 1974, el departamento de Defensa de Estados Unidos por fin comenzó a realizar segmentaciones demográficas similares en sus reportes anuales de personal. Las estimaciones del número de veteranos latinos de la Guerra de Corea son solo eso, estimaciones. De los 148,000 latinos que se estima participaron en la Guerra de Corea, solo a 15 se les otorgó la medalla de honor, en una guerra en la que se entregaron 145 en total; únicamente dos fueron para personas de raza negra. Para mí, las historias de mi abuelo, y las estadísticas, plantean la pregunta sobre la cantidad de latinos y negros que merecen ser reconocidos por su sacrificio. ¿Los mexicoamericanos deben poner sus vidas en juego para luego solo recibir migajas? Quizá la guerra no borre la raza, pero tiene el efecto incendiario de revelar las fallas de la humanidad.

A pesar de sus costos humanos, la guerra ha permitido dar pasos a favor de la causa de la equidad racial para los latinos en Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1948, se fundó el American GI Forum (AGIF) en Corpus Christi, Texas, para atender las preocupaciones de muchos veteranos mexicoamericanos en temas de prestaciones médicas y educativas no otorgadas debido a la segregación. Para las personas de tez morena que buscan la equidad educativa, el AGIF fue en esencia el equivalente al fallo Brown vs. el Consejo de Educación antes de que este ocurriera.

Mi abuelo, después de sus años en el ejército y con la ayuda del AGIF, tuvo acceso a la G.I. Bill, lo que le permitió conseguir su título de preparatoria, y obtener préstamos hipotecarios sin intereses. Fue el primero de su familia en tener una propiedad en Estados Unidos. Al conseguir su casa, pudo financiar –porque los bancos en esa época “no le prestaban a los mexicanos”– las casas que sus doce hermanos y hermana aún poseen. El G.I. Bill, junto con su experiencia de guerra, le abrió la puerta al empleo estable; consiguió trabajo como mecánico aeronáutico en la base militar Kelly en San Antonio, Texas, hasta que se jubiló en 1983. Recibió una pensión y tuvo acceso a servicios de salud hasta su muerte, un día antes de que yo cumpliera catorce años.

Amo y admiro a mi abuelo, y su aceptación de la segregación y discriminación racial fue un hecho aleccionador para mí. No obstante la fraternidad que había entre sus diversos camaradas, estaba consciente de que sus superiores en la guerra, e incluso en su trabajo como mecánico, eran blancos. Claro que vivió experiencias de discriminación racial abiertas, ¿por qué no se rebeló? Aceptaba que en el campo de siembra o en el de batalla, los gabachos eran los que estaban a cargo. La no segregación tenía sus límites. ¿Ir a la guerra era la única alternativa para que un hombre de tez morena peleara por la igualdad y por mejores condiciones patrimoniales en la década de los cincuenta en Estados Unidos? Tal vez sí, aunque durante un momento breve y turbulento de su vida, mi abuelo logró vivir una equidad efímera, en las trincheras, al lado de sus compañeros de armas.

 

Traducción de Pablo Duarte.

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es ensayista. Vive en San Antonio, Texas.


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