Retrato de Agustín de Iturbide por Primitivo Miranda.

Iturbide: sueño imperial (fragmento)

Agustín de Iturbide, emperador de México entre 1822 y 1823, fue fusilado hace 200 años en San Antonio de Padilla, Tamaulipas. Rescatamos estos fragmentos de Siglo de caudillos que relatan los eventos que condujeron a su muerte.
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La coronación se efectuó el 21 de mayo de 1822. En la ceremonia ocurrieron extraños incidentes, «cosas todavía como vacilantes», diría Alamán, como si a despecho de la pompa y circunstancia, los asistentes y el emperador se hubiesen sabido marionetas de una representación teatral, de una parodia en la que, inútilmente, se pretendía «trasplantar a América instituciones y ceremonias, cuya veneración en otras partes no puede venir sino de la tradición y de la historia». Sin expresarlo abiertamente, muchos sospechaban o temían que aquel imperio «sin cimientos, sin legitimidad, sin el respeto del tiempo y las tradiciones» estaba destinado desde un principio al fracaso. Cuando el presidente del Congreso, un amigo de Iturbide, procedió a ponerle la corona en su cabeza, le dijo: «No se le vaya a caer a Vuestra Majestad», a lo que Iturbide respondió «Yo haré que no se me caiga». Era extraño que el emperador ungiera por sí mismo a su mujer, era extraño que el Congreso lo hubiese ungido, faltaba a ojos vistas «aquel respeto y consideración que», en concepto de Alamán, «sólo es obra del tiempo y de un largo ejercicio de autoridad». Lo más significativo de todo, sin embargo, fueron las palabras de Iturbide después de su juramento: en vez de festejar con firmeza su acceso al trono, como un rey decepcionado y viejo, lo lamentó:

«la dignidad imperial no significa más que estar ligado con cadenas de oro, abrumado de obligaciones inmensas; eso que llaman brillo, engrandecimiento y majestad, son juguetes de la vanidad».

*

Al poco tiempo, el horror con que entreveía su destino empezó a traducirse en hechos. El problema fundamental –como en el caso de Morelos– fue su competencia de autoridad con el Congreso. Aquel padre colectivo que le había ungido emperador… se sintió con derechos sobre el emperador e intentó ejercerlos desde el primer día: objetó su poder de veto, obstruyó el despacho eficaz de la economía, bloqueó la designación imperial de un Supremo Tribunal de Justicia, pospuso el debate sobre una nueva constitución, y en la secreta urdimbre de las reuniones masónicas tramó conspiraciones y deposiciones. De pronto, por una extraña inversión de papeles históricos, el emperador actuaba de modo republicano dividiendo el poder, procurando compartirlo con el legislativo, mientras que el Congreso adoptaba posturas imperiales, absolutistas.

*

Su deseo auténtico, según Alamán, no era la disolución del Congreso sino su reforma: «He jurado a la nación regirla bajo un sistema constitucional, seré fiel a mi palabra… Consecuente con mis principios y con los más fervientes deseos de mi corazón, seré un monarca constitucional». Sus enemigos veían la prueba de tiranía en cada acto de Iturbide y, para su horror, lo comparaban con Fernando VII. Por su parte, Iturbide procuraba persuadir a tirios y troyanos de su adicción al Congreso: «lo sostendré a la par de las garantías… amo al Congreso, veo en él el baluarte de la libertad». ». En realidad, amaba el concepto de congreso, no a ese congreso, por lo que a fines de octubre tomó una resolución que recuerda a Cromwell: lo disolvió. […]

*

En el fondo de los problemas del Imperio había algo más grave que las desavenencias políticas: la penuria del erario y la de todas las fuentes de riqueza nacional, severamente afectadas por los años de guerra. Mientras la Junta Instituyente discurría inútiles proyectos de colonización y retrasaba la convocatoria a un congreso constituyente, Iturbide recurría a medidas de guerra económica que mermaron su crédito interno: préstamos forzosos, captura de fondos, exacciones fiscales. De pronto, la verdadera situación económica del «opulento imperio» pareció clara: con las minas azolvadas, las haciendas destruidas y la incipiente industria inmovilizada; con la inmensa fuga de capitales acumulada desde 1810 y calculada en 100 millones de dólares o pesos (diez veces el presupuesto anual) y con un déficit de 4 millones para 1822, la situación tenía un nombre: bancarrota. No hacían falta grandes cálculos para comprobarlo. Bastaba escuchar las canciones de la calle:

Soy soldado de Iturbide,
visto las tres garantías
hago las guardias descalzo
y ayuno todos los días.

En el frente diplomático el cuadro no era menos amenazador: sin crédito externo, sin reconocimiento de los Estados Unidos e Inglaterra, rechazado con vehemencia por España, Roma y los miembros de la Santa Alianza, y con la única esperanza de un vínculo con la gran Colombia de Bolívar, la circunstancia tenía un nombre: aislamiento. Entonces –diciembre de 1822– Iturbide se entrevista con el enviado del gobierno norteamericano, Joel R. Poinsett, que dejaría esta estampa en sus Notas sobre México:

El emperador conversó con nosotros durante media hora… aprovechando la ocasión para elogiar a los Estados Unidos, así como a nuestras instituciones y para deplorar que no fuesen idóneas para las circunstancias de su país… De trato agradable y simpático, y gracias a una prodigalidad desmedida, ha atraído a los jefes, oficiales y soldados a su persona, y mientras disponga de los medios para pagarles y recompensarles, se sostendrá en el trono. Cuando le falten tales medios, lo arrojarán de él.

Días antes, un joven e imperioso brigadier veracruzano cumplió la predicción de Poinsett: se levantó en armas contra Iturbide y así, sin saberlo, inauguró una práctica que en el siglo XIX se volvería consuetudinaria. El sonoro nombre de ese «genio volcánico» al que Iturbide colmó infructuosamente de elogios, mandos, grados era Antonio López de Santa Anna. Muy pronto, lo secunda un antiguo lugarteniente de Morelos: Guadalupe Victoria. Ambos proclaman el Plan de Casamata, cuyo propósito expreso no es atentar contra la persona del emperador sino exigir la reinstalación del Congreso. Por esa fecha, otras dos figuras de la insurgencia, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, se habían levantado en armas por su cuenta. Iturbide, que en los remotos tiempos de la insurgencia y los más recientes del Plan de Iguala se caracterizó por su resolución militar, decide no decidir: «Tengo fuerza y concepto para hacerme respetar y obedecer, pero costaría sangre y por mí no se verterá jamás ni una sola gota». Temía actuar no por miedo a sus enemigos ni por falta de recursos o porque albergara dudas sobre el apego general del ejército sino por miedo a la anarquía y a que la opinión pública atribuyese cualquier medida a «intereses privados y a un «deseo de mantener en su cabeza la corona que había aceptado sólo para servir a la nación».

*

La humillante y extemporánea restitución del Congreso depuesto a la que accede sin culpas ni acusaciones», con espíritu «de reconciliación», termina por cerrar el ciclo. El 19 de marzo abdica el trono. Tres días después, en su exposición de motivos al Congreso, Iturbide toca, sin conmover un ápice a los diputados, experiencias de soledad y desesperanza que eran comunes a los Enriques y Ricardos de la literatura shakespeareana:

El que sube al trono no deja por eso de ser hombre, y el error es la herencia de la humanidad. No debe considerarse a los monarcas como infalibles, si bien son más excusables por sus faltas … porque estando colocados en el centro de todos los movimientos, en el punto a que se dirigen todos los intereses … al que van a encontrarse todas las pasiones humanas, su atención está dividida entre una multitud de objetos, su espíritu fluctúa entre la verdad y la mentira. El candor y la hipocresía, la generosidad y el egoísmo, la lisonja y el patriotismo, usan todos el mismo lenguajes.

Sabía que su decisión sería interpretada como una debilidad, pero «su sistema no era el de la discordia», veía «con horror» la anarquía y deseaba la unidad en bien de la nación». ¿Debía haber corrido el riesgo de enfrentarse él mismo a los sublevados? Su victoria entonces habría sido tachada de despotismo. De una u otra forma perdería:

¡Triste es la situación del que no puede acertar y más triste cuando está penetrado de esta impotencia! Los hombres no son justos con los contemporáneos; es preciso apelar al tribunal de la posteridad, por- que las pasiones se acaban con el corazón que las abriga.

El Congreso humilló a Iturbide al declarar «viciosa de origen» la elección que el propio Congreso había hecho. La abdicación no procedía porque el imperio era ilegal. Siguieron el exilio en Italia y el escarnio público. El hombre providencial se convirtió, providencialmente, en chivo expiatorio… injusto, traidor, caníbal, nuevo Calígula, tirano.

*

En Liorna, adonde luego de una travesía y una espera de tres meses llegó en agosto de 1823, Iturbide escribe sus Memorias. Hacia finales de año lo alcanzan las noticias sobre una posible invasión a México de la Santa Alianza, en apoyo de España. Inglaterra amagaría militarmente contra la maniobra y James Monroe promulgaba en esos días su célebre doctrina, pero en el momento y circunstancias de Iturbide el peligro de reconquista es real. Cada vez con menos recursos económicos de los cuales echar mano –en su administración personal había sido honrado– viaja a Inglaterra. Pasa un tiempo en Bath, a donde le llegan cartas mexicanas que imploran su regreso. El caudillo San Martín intenta disuadirlo. Es inútil: convencido de los peligros de anarquía interna e invasión externa, llamado nuevamente por la ambición de gloria, como en 1820, como Napoleón en Santa Elena, Iturbide se embarca hacia México con parte de su familia. Va desarmado. Ignora que el Congreso lo ha proscrito y condenado a muerte si pisa tierras mexicanas. A principios de julio llega al puerto de Soto la Marina en el golfo de México y es apresado por uno de sus antiguos lugartenientes, que vacila entre cumplir ahí mismo la orden o remitir el caso al Congreso local del estado de Tamaulipas, reunido en el pueblo de Padilla. Hasta allá llega Iturbide a preguntar qué crimen ha cometido para merecer ese castigo. Ningún jurado lo escucha: el Congreso local actúa como poder judicial y militar. Antes de su fusilamiento, el 19 de julio de 1824, escribe a su mujer encinta:

la Legislatura va a cometer en mi persona el crimen más injustificado… Dentro de pocos momentos habré dejado de existir … busca una tierra no proscrita donde puedas educar a nuestros hijos en la religión que profesaron nuestros padres, que es la verdadera … [recibe] mi reloj y mi rosario, única herencia que constituye este sangriento recuerdo de tu infortunado Agustín.

Frente al pelotón alzó la voz: «Muero con honor, no como traidor; no quedará a mis hijos y su posteridad esa mancha; no soy traidor, no… no digo esto lleno de vanidad porque estoy muy distante de tenerla». Se había excusado de nuevo, frente a los soldados, frente a sí mismo, ¿de qué? No es aventurado conjeturarlo: de la sangre derramada en tiempos de la insurgencia. Esa culpa pesó más en su derrota histórica que la oposición de todos sus enemigos. Ni siquiera frente al pelotón estuvo seguro de expiarla. ~

Fragmentos de Siglo de caudillos, Tusquets, 1994.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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