La coronaciĆ³n se efectuĆ³ el 21 de mayo de 1822. En la ceremonia ocurrieron extraƱos incidentes, Ā«cosas todavĆa como vacilantesĀ», dirĆa AlamĆ”n, como si a despecho de la pompa y circunstancia, los asistentes y el emperador se hubiesen sabido marionetas de una representaciĆ³n teatral, de una parodia en la que, inĆŗtilmente, se pretendĆa Ā«trasplantar a AmĆ©rica instituciones y ceremonias, cuya veneraciĆ³n en otras partes no puede venir sino de la tradiciĆ³n y de la historiaĀ». Sin expresarlo abiertamente, muchos sospechaban o temĆan que aquel imperio Ā«sin cimientos, sin legitimidad, sin el respeto del tiempo y las tradicionesĀ» estaba destinado desde un principio al fracaso. Cuando el presidente del Congreso, un amigo de Iturbide, procediĆ³ a ponerle la corona en su cabeza, le dijo: Ā«No se le vaya a caer a Vuestra MajestadĀ», a lo que Iturbide respondiĆ³ Ā«Yo harĆ© que no se me caigaĀ». Era extraƱo que el emperador ungiera por sĆ mismo a su mujer, era extraƱo que el Congreso lo hubiese ungido, faltaba a ojos vistas Ā«aquel respeto y consideraciĆ³n queĀ», en concepto de AlamĆ”n, Ā«sĆ³lo es obra del tiempo y de un largo ejercicio de autoridadĀ». Lo mĆ”s significativo de todo, sin embargo, fueron las palabras de Iturbide despuĆ©s de su juramento: en vez de festejar con firmeza su acceso al trono, como un rey decepcionado y viejo, lo lamentĆ³:
Ā«la dignidad imperial no significa mĆ”s que estar ligado con cadenas de oro, abrumado de obligaciones inmensas; eso que llaman brillo, engrandecimiento y majestad, son juguetes de la vanidadĀ».
*
Al poco tiempo, el horror con que entreveĆa su destino empezĆ³ a traducirse en hechos. El problema fundamental ācomo en el caso de Morelosā fue su competencia de autoridad con el Congreso. Aquel padre colectivo que le habĆa ungido emperador… se sintiĆ³ con derechos sobre el emperador e intentĆ³ ejercerlos desde el primer dĆa: objetĆ³ su poder de veto, obstruyĆ³ el despacho eficaz de la economĆa, bloqueĆ³ la designaciĆ³n imperial de un Supremo Tribunal de Justicia, pospuso el debate sobre una nueva constituciĆ³n, y en la secreta urdimbre de las reuniones masĆ³nicas tramĆ³ conspiraciones y deposiciones. De pronto, por una extraƱa inversiĆ³n de papeles histĆ³ricos, el emperador actuaba de modo republicano dividiendo el poder, procurando compartirlo con el legislativo, mientras que el Congreso adoptaba posturas imperiales, absolutistas.
*
Su deseo autĆ©ntico, segĆŗn AlamĆ”n, no era la disoluciĆ³n del Congreso sino su reforma: Ā«He jurado a la naciĆ³n regirla bajo un sistema constitucional, serĆ© fiel a mi palabra… Consecuente con mis principios y con los mĆ”s fervientes deseos de mi corazĆ³n, serĆ© un monarca constitucionalĀ». Sus enemigos veĆan la prueba de tiranĆa en cada acto de Iturbide y, para su horror, lo comparaban con Fernando VII. Por su parte, Iturbide procuraba persuadir a tirios y troyanos de su adicciĆ³n al Congreso: Ā«lo sostendrĆ© a la par de las garantĆas… amo al Congreso, veo en Ć©l el baluarte de la libertadĀ». Ā». En realidad, amaba el concepto de congreso, no a ese congreso, por lo que a fines de octubre tomĆ³ una resoluciĆ³n que recuerda a Cromwell: lo disolviĆ³. […]
*
En el fondo de los problemas del Imperio habĆa algo mĆ”s grave que las desavenencias polĆticas: la penuria del erario y la de todas las fuentes de riqueza nacional, severamente afectadas por los aƱos de guerra. Mientras la Junta Instituyente discurrĆa inĆŗtiles proyectos de colonizaciĆ³n y retrasaba la convocatoria a un congreso constituyente, Iturbide recurrĆa a medidas de guerra econĆ³mica que mermaron su crĆ©dito interno: prĆ©stamos forzosos, captura de fondos, exacciones fiscales. De pronto, la verdadera situaciĆ³n econĆ³mica del Ā«opulento imperioĀ» pareciĆ³ clara: con las minas azolvadas, las haciendas destruidas y la incipiente industria inmovilizada; con la inmensa fuga de capitales acumulada desde 1810 y calculada en 100 millones de dĆ³lares o pesos (diez veces el presupuesto anual) y con un dĆ©ficit de 4 millones para 1822, la situaciĆ³n tenĆa un nombre: bancarrota. No hacĆan falta grandes cĆ”lculos para comprobarlo. Bastaba escuchar las canciones de la calle:
Soy soldado de Iturbide,
visto las tres garantĆas
hago las guardias descalzo
y ayuno todos los dĆas.
En el frente diplomĆ”tico el cuadro no era menos amenazador: sin crĆ©dito externo, sin reconocimiento de los Estados Unidos e Inglaterra, rechazado con vehemencia por EspaƱa, Roma y los miembros de la Santa Alianza, y con la Ćŗnica esperanza de un vĆnculo con la gran Colombia de BolĆvar, la circunstancia tenĆa un nombre: aislamiento. Entonces ādiciembre de 1822ā Iturbide se entrevista con el enviado del gobierno norteamericano, Joel R. Poinsett, que dejarĆa esta estampa en sus Notas sobre MĆ©xico:
El emperador conversĆ³ con nosotros durante media hora… aprovechando la ocasiĆ³n para elogiar a los Estados Unidos, asĆ como a nuestras instituciones y para deplorar que no fuesen idĆ³neas para las circunstancias de su paĆs… De trato agradable y simpĆ”tico, y gracias a una prodigalidad desmedida, ha atraĆdo a los jefes, oficiales y soldados a su persona, y mientras disponga de los medios para pagarles y recompensarles, se sostendrĆ” en el trono. Cuando le falten tales medios, lo arrojarĆ”n de Ć©l.
DĆas antes, un joven e imperioso brigadier veracruzano cumpliĆ³ la predicciĆ³n de Poinsett: se levantĆ³ en armas contra Iturbide y asĆ, sin saberlo, inaugurĆ³ una prĆ”ctica que en el siglo XIX se volverĆa consuetudinaria. El sonoro nombre de ese Ā«genio volcĆ”nicoĀ» al que Iturbide colmĆ³ infructuosamente de elogios, mandos, grados era Antonio LĆ³pez de Santa Anna. Muy pronto, lo secunda un antiguo lugarteniente de Morelos: Guadalupe Victoria. Ambos proclaman el Plan de Casamata, cuyo propĆ³sito expreso no es atentar contra la persona del emperador sino exigir la reinstalaciĆ³n del Congreso. Por esa fecha, otras dos figuras de la insurgencia, Vicente Guerrero y NicolĆ”s Bravo, se habĆan levantado en armas por su cuenta. Iturbide, que en los remotos tiempos de la insurgencia y los mĆ”s recientes del Plan de Iguala se caracterizĆ³ por su resoluciĆ³n militar, decide no decidir: Ā«Tengo fuerza y concepto para hacerme respetar y obedecer, pero costarĆa sangre y por mĆ no se verterĆ” jamĆ”s ni una sola gotaĀ». TemĆa actuar no por miedo a sus enemigos ni por falta de recursos o porque albergara dudas sobre el apego general del ejĆ©rcito sino por miedo a la anarquĆa y a que la opiniĆ³n pĆŗblica atribuyese cualquier medida a Ā«intereses privados y a un Ā«deseo de mantener en su cabeza la corona que habĆa aceptado sĆ³lo para servir a la naciĆ³nĀ».
*
La humillante y extemporĆ”nea restituciĆ³n del Congreso depuesto a la que accede sin culpas ni acusacionesĀ», con espĆritu Ā«de reconciliaciĆ³nĀ», termina por cerrar el ciclo. El 19 de marzo abdica el trono. Tres dĆas despuĆ©s, en su exposiciĆ³n de motivos al Congreso, Iturbide toca, sin conmover un Ć”pice a los diputados, experiencias de soledad y desesperanza que eran comunes a los Enriques y Ricardos de la literatura shakespeareana:
El que sube al trono no deja por eso de ser hombre, y el error es la herencia de la humanidad. No debe considerarse a los monarcas como infalibles, si bien son mĆ”s excusables por sus faltas … porque estando colocados en el centro de todos los movimientos, en el punto a que se dirigen todos los intereses … al que van a encontrarse todas las pasiones humanas, su atenciĆ³n estĆ” dividida entre una multitud de objetos, su espĆritu fluctĆŗa entre la verdad y la mentira. El candor y la hipocresĆa, la generosidad y el egoĆsmo, la lisonja y el patriotismo, usan todos el mismo lenguajes.
SabĆa que su decisiĆ³n serĆa interpretada como una debilidad, pero Ā«su sistema no era el de la discordiaĀ», veĆa Ā«con horrorĀ» la anarquĆa y deseaba la unidad en bien de la naciĆ³nĀ». ĀæDebĆa haber corrido el riesgo de enfrentarse Ć©l mismo a los sublevados? Su victoria entonces habrĆa sido tachada de despotismo. De una u otra forma perderĆa:
Ā”Triste es la situaciĆ³n del que no puede acertar y mĆ”s triste cuando estĆ” penetrado de esta impotencia! Los hombres no son justos con los contemporĆ”neos; es preciso apelar al tribunal de la posteridad, por- que las pasiones se acaban con el corazĆ³n que las abriga.
El Congreso humillĆ³ a Iturbide al declarar Ā«viciosa de origenĀ» la elecciĆ³n que el propio Congreso habĆa hecho. La abdicaciĆ³n no procedĆa porque el imperio era ilegal. Siguieron el exilio en Italia y el escarnio pĆŗblico. El hombre providencial se convirtiĆ³, providencialmente, en chivo expiatorio… injusto, traidor, canĆbal, nuevo CalĆgula, tirano.
*
En Liorna, adonde luego de una travesĆa y una espera de tres meses llegĆ³ en agosto de 1823, Iturbide escribe sus Memorias. Hacia finales de aƱo lo alcanzan las noticias sobre una posible invasiĆ³n a MĆ©xico de la Santa Alianza, en apoyo de EspaƱa. Inglaterra amagarĆa militarmente contra la maniobra y James Monroe promulgaba en esos dĆas su cĆ©lebre doctrina, pero en el momento y circunstancias de Iturbide el peligro de reconquista es real. Cada vez con menos recursos econĆ³micos de los cuales echar mano āen su administraciĆ³n personal habĆa sido honradoā viaja a Inglaterra. Pasa un tiempo en Bath, a donde le llegan cartas mexicanas que imploran su regreso. El caudillo San MartĆn intenta disuadirlo. Es inĆŗtil: convencido de los peligros de anarquĆa interna e invasiĆ³n externa, llamado nuevamente por la ambiciĆ³n de gloria, como en 1820, como NapoleĆ³n en Santa Elena, Iturbide se embarca hacia MĆ©xico con parte de su familia. Va desarmado. Ignora que el Congreso lo ha proscrito y condenado a muerte si pisa tierras mexicanas. A principios de julio llega al puerto de Soto la Marina en el golfo de MĆ©xico y es apresado por uno de sus antiguos lugartenientes, que vacila entre cumplir ahĆ mismo la orden o remitir el caso al Congreso local del estado de Tamaulipas, reunido en el pueblo de Padilla. Hasta allĆ” llega Iturbide a preguntar quĆ© crimen ha cometido para merecer ese castigo. NingĆŗn jurado lo escucha: el Congreso local actĆŗa como poder judicial y militar. Antes de su fusilamiento, el 19 de julio de 1824, escribe a su mujer encinta:
la Legislatura va a cometer en mi persona el crimen mĆ”s injustificado… Dentro de pocos momentos habrĆ© dejado de existir … busca una tierra no proscrita donde puedas educar a nuestros hijos en la religiĆ³n que profesaron nuestros padres, que es la verdadera … [recibe] mi reloj y mi rosario, Ćŗnica herencia que constituye este sangriento recuerdo de tu infortunado AgustĆn.
Frente al pelotĆ³n alzĆ³ la voz: Ā«Muero con honor, no como traidor; no quedarĆ” a mis hijos y su posteridad esa mancha; no soy traidor, no… no digo esto lleno de vanidad porque estoy muy distante de tenerlaĀ». Se habĆa excusado de nuevo, frente a los soldados, frente a sĆ mismo, Āæde quĆ©? No es aventurado conjeturarlo: de la sangre derramada en tiempos de la insurgencia. Esa culpa pesĆ³ mĆ”s en su derrota histĆ³rica que la oposiciĆ³n de todos sus enemigos. Ni siquiera frente al pelotĆ³n estuvo seguro de expiarla. ~
Fragmentos de Siglo de caudillos, Tusquets, 1994.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial ClĆo.