Ilustración: Hugo Alejandro González

La curiosa vida y trágica muerte de Julia la Gorila

Fue rescatada de las manos de un traficante, pero encontró la muerte en un zoológico. La historia de Julia nos enfrenta al daño que los humanos infligimos a otros animales, incluso en nuestros intentos por integrarlos a la vida silvestre.
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En mayo de 1982 Ineke Bonjer y Henk Lambertz, haciéndose pasar por una pareja alemana, adinerada y sin hijos, tomaron prestado un BMW coupé color plata. Condujeron hasta una casa en Westerlo, Bélgica, rodeada de bodegas y elementos de seguridad. Los esperaba Rene Corten, un hombre alto y bien parecido, de maneras ansiosas. Corten les había enviado una copia de su lista de precios con más de ochenta especies, que incluía cisnes negros, bucerótidos, mangabeyes de vientre dorado y casuarios australianos.

Corten llevó a la pareja a recorrer el almacén. Pasaron al lado de estruendosos coros de aves enjauladas y de chimpancés encorvados en jaulas diminutas. Una soga le había raspado el cuello a uno de los monos hasta lastimarlo. Bonjer señaló la herida, la carne roja y expuesta, pero Corten lo desestimó. “Ah, no te preocupes, es culpa del mono.” Una camioneta recién llegaba del aeropuerto, y el personal se acercó a descargar contenidos. Un flamenco rosa, que consideraron demasiado débil para sobrevivir, fue arrojado a la calle para que se pudriera.

En la oficina de Corten, Lambertz le relató al traficante de animales que su verdadero interés era construir un zoológico privado, para entretener a los invitados en su nueva granja. De momento, sin embargo, solo buscaba un regalo de cumpleaños para su esposa. Corten le enlistó las aves que tenía a la venta, pero Lambertz lo interrumpió. Le dijo que consideraba al gorila el más noble de los simios, y que sabía que Corten poseía uno. La esposa de Corten, que asumió que los clientes solo hablaban alemán, le susurró en holandés a su marido: “Este hombre tiene mucho dinero.”

“Te puedo ayudar”, dijo finalmente Corten. En efecto, tenía una bebé gorila de montaña. Se desconoce la forma exacta en que Corten la obtuvo; lo más probable es que cazaran a los adultos de la familia para obtener carne y ornamentos, y que a los huérfanos los dejaran vivos para traficar con ellos. Durante la negociación, el escurridizo Corten comentó: “Las hembras jóvenes se venden muy caras.” Bonjer y Lambertz acordaron una cifra, pero Corten aclaró que no podrían llevarse a la gorila ese día. Los nietos del traficante estaban de visita, y les entristecería perder a su amiguita. La pareja tendría que pasar por ella en horario escolar. Una semana más tarde, Bonjer y Lambertz regresaron para cerrar el trato. Simone, la hija de Corten, rompió en llanto y dijo que no soportaba perderla. Los Corten llevaron a Bonjer y a Lambertz a conocer a la pequeña gorila. Era negra, vestía un traje deportivo rojo y pañal, y jugaba en un corralito para niños. Corten le hacía muecas y le balbuceaba, igual que a un bebé humano. Tras una interminable espera, tal vez de horas, la familia Corten se reunió para la última despedida, y el falso matrimonio sentó a la gorila en el asiento del BMW prestado.

Condujeron hasta un estacionamiento en Diest. El periodista Jan Bonjer (el verdadero esposo de Ineke) y un fotógrafo los esperaban. Su sigilosa investigación de varios meses daba por fin frutos. Al principio la gorila pellizcó y mordisqueó a Ineke, pero ese mismo día, al cruzar la frontera holandesa, la gorila se le acurrucó y hasta se durmió. La llamaron Julia.

Treinta y tres años más tarde, en mayo de 2015, Julia yacía en uno de los recintos confinados –verdes, calurosos y frondosos– del zoológico de Melbourne, en Australia. Sufría. Los cuidadores y los empleados decidieron rescatarla. Sus compañeros de manada fueron arrinconados hacia la casa de gorilas mientras varios tiradores asumían sus posiciones. Acto seguido, un empleado del zoológico entró al jardín con un rifle de dardos tranquilizantes. El primero no hizo efecto, así que disparó otro. Julia quedó sedada. De cerca, observaron que sus brazos, piernas, cabeza y espalda estaban cubiertos de mordidas. La montaron en una camilla y la sacaron de ahí. Respiraba débilmente y tenía hipotermia. Los estudios de sangre mostraron que sus órganos estaban colapsando. Las heridas en su piel distraían de las lesiones más graves: sus músculos estaban aplastados; su estado era comparable al de una víctima de un accidente automovilístico. A las tres de la mañana del día siguiente, Julia murió en un recinto adyacente al de su manada; la colocaron ahí para que los otros gorilas la vieran y la olieran. A G-Anne, una gorila manca, le permitieron entrar al espacio a que inspeccionara el cuerpo de Julia. Ambas habían mantenido una relación cercana: en 1997 viajaron juntas desde la isla de Jersey, en el canal de la Mancha, hasta Australia.

Los cuidadores del zoológico de Jersey –como se le conocía al parque de vida silvestre fundado por Gerald Durrell, un coleccionista de animales que luego se convirtió en conservacionista y escritor– habían decidido retirar a Julia del grupo justo después de que el nuevo espalda plateada (un tipo de gorila maduro y dominante) la atacó repetidamente, hasta romperle una pierna. Ahora Julia había sido atacada de nuevo, y su suplicio apareció en los titulares de los diarios.

Días más tarde, cuando el personal se detuvo a estudiar las imágenes de la cámara de seguridad, se contaron once ataques; cada uno con duración de tres a siete segundos. En una ocasión, Otana, un gorila macho, corrió detrás de Julia y la empujó loma abajo. Muchos visitantes indignados cuestionaron a los trabajadores del zoológico por no haber intervenido. Pero el cuidador no había visto nada fuera de lo normal; además, las medidas disciplinarias tomadas por el líder de una manada de gorilas no son algo en lo que uno deba intervenir. Amanda Embury, especialista en primates y principal investigadora de la muerte de Julia, explica que no se trató de algo fuera de lo común. Pero lo que ocurrió después –los ataques repetidos– resulta más difícil de explicar.

“Es una imagen que nunca olvidaré”, rememora Jan Bonjer. Se refiere al momento en que vio por primera vez a Julia, sentada en el regazo de su esposa en aquel BMW. “Ambas se veían tan felices.” Bonjer me dice que la idea de comprar a Julia le incomodaba, pero que no veía otra opción para rescatarla. “Habría sido necesario coordinar una operación militar en un país extranjero. ¿Con qué fundamento legal haces eso?” En aquel entonces, Bélgica aún no había firmado la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). El país era conocido por sus traficantes de animales; la mayoría de ellos operaba de manera sorprendentemente abierta.

El dilema de Bonjer y sus aliados era desalentador: dejar a Julia en manos de Rene Corten y su familia –que seguramente se aburrirían de ella cuando creciera– o entregarle dinero a los traficantes y usar el rescate de Julia como una forma de llamar la atención sobre este negocio.

CITES entró en vigor en 1975. Poco a poco fue recabando apoyo alrededor del mundo. Hoy el convenio regula el comercio de más de 5,600 especies y 30,000 plantas, y les asigna categorías: especies amenazadas, especies vulnerables y especies protegidas en al menos un país y que requieren la asistencia de otros países para limitar su comercialización.

Quienes critican el tratado han dicho que su estructura favorece el contrabando. Se requiere tanto papeleo para hacerlo valer y para monitorear tantas especies que ambas tareas terminan por ser imposibles. Enlistar una especie puede tener consecuencias indeseables. Por ejemplo, incluir un animal en la lista de “especies amenazadas”, que permite su comercio solo en circunstancias excepcionales, resultará con frecuencia en un incremento del precio de esa planta o animal en el mercado negro. Si una especie no aparece en la lista de CITES, es posible que algunos consideren que está “disponible” para su caza o recolección.

CITES tiene poco presupuesto y carece de autoridad legal para aplicar sus regulaciones; por ello, recurre a la diplomacia. Las infracciones se limitan a la supervisión obligatoria, avisos, suspensiones y, en el peor de los casos, la promulgación de una orden para que los demás miembros suspendan todo comercio regulado por CITES con el país sancionado.

Al día de hoy, más de ciento ochenta países han firmado el tratado. A primera vista parece un caso de éxito colectivo, pero las razones para convertirse en miembro pueden ser dudosas: algunos países lo hacen para facilitar la aplicación del tratado, pero otros lo hacen buscando evadirlo o evitar la condena internacional. El fraude y la corrupción también son moneda corriente. Los activistas por los derechos de los animales se refieren al “Fraude de la C”, una práctica que consiste en declarar, falsamente, que un animal amenazado nació en cautiverio. (La “C” es la clave con la que CITES identifica a los animales criados en cautiverio.) Pues CITES solo se encarga de regular animales silvestres.

A pesar de ello, muchos consideran que CITES es la regulación internacional más efectiva de la historia. Tanto el World Wildlife Fund como la red de monitoreo de tráfico de animales salvajes, traffic, la apoyan y supervisan su implementación. Se estima que, como industria, el tráfico de animales silvestres genera entre 7.8 y 10 mil millones de dólares por año, y el comercio legal de animales salvajes, 320 mil millones. En resumen, el viejo dilema que enfrentan tanto CITES como las especies que intenta proteger –y ante este, ni la burocracia ni el papeleo pueden hacer nada– es aquel que supone que los animales pertenecen a los humanos, y que estos tienen el derecho de usarlos y desecharlos a placer.

El primer rescate de Julia se documentó con gran entusiasmo. Una multitud de personas –funcionarios de aduana, del departamento de agricultura de los Países Bajos y del World Wildlife Fund, así como un equipo de camarógrafos– la recibió en la frontera holandesa. Los Bonjers la condujeron hasta el hogar de la familia de Yvonne van Koekenberg, en el centro de los Países Bajos. Yvonne, madre de tres adolescentes, alguna vez crio a dos chimpancés y a dos orangutanes. A Julia no le costó encariñarse. Florian, uno de los hijos de Yvonne, que en ese entonces tenía diecisiete años, recuerda que Julia era gentil y dulce, y que necesitaba abrazos constantes. “Pasaba el mayor tiempo posible aferrada a mi madre, tal y como lo hubiera hecho con su madre biológica”, me cuenta por correo electrónico. Fueron tiempos alegres para los Van Koekenberg. Afuera, sin embargo, las cosas empezaban a desmoronarse.

Julia resultó ser una gorila occidental de llanura, y no una gorila de montaña, aquella especie en peligro inminente de extinción que se hizo famosa gracias a las investigaciones de la primatóloga estadounidense Dian Fossey. El plan original había consistido en enviar a Julia a Ruanda, y que Fossey la ayudara a reinsertarse al mundo salvaje. En retrospectiva, podría haber sido catastrófico. En ciertas instancias, los primates han regresado al mundo natural portando enfermedades como la polio. Sucedió con Julia: el zoológico de Melbourne descubriría años más tarde que era portadora de tuberculosis. Devolverla a la naturaleza podría haber resultado en el exterminio de una población de gorilas.

Cuando se descubrió que Julia era una gorila occidental de llanura, el compromiso con su futuro menguó. En ese entonces Julia no figuraba como especie amenazada, y pocos la encontraban particularmente especial. A Jan Bonjer le presentaron una serie de opciones: enviarla a un programa para la reproducción de gorilas, a un laboratorio científico, o sacrificarla. Bonjer se aferró a la idea de que Julia debía rehabilitarse y volver al mundo natural, y por ello escribió a varios investigadores de poblaciones salvajes. Ninguno quiso recibir a Julia.

Al poco tiempo Bonjer conoció a Eddie Brewer y a su hija, Stella Marsden, quienes dirigían la reserva natural de Abuko, en Gambia. Ahí, una población de chimpancés confiscados a cazadores y traficantes aprendía a ser salvaje antes de ser liberada en una isla “segura”. A pesar de que no había gorilas en el santuario, se tomó la decisión de enviar a Julia ahí, pues Brewer y Marsden preparaban un proyecto similar para Camerún, que se enfocaría en gorilas occidentales de llanura. Para entonces, Julia ya había cumplido dos años. Jan Bonjer e Yvonne van Koekenberg viajaron con ella al santuario en Gambia. Una joven y recién graduada veterinaria holandesa, Marian Mensink, sería la encargada de cuidar a Julia en Gambia, y de enseñarle a comportarse como gorila. Mensink reportó que, tras la partida de Van Koekenberg, Julia pasó varias semanas escondida bajo una cobija polvorienta. No paraba de temblar.

Hoy Rene Corten tiene 94 años. Su nieto, Toni Pistone, me dice que está saludable y feliz. Sorprendentemente, Toni responde a mi correo. Estaba segura que me evitaría a toda costa. Sucede lo contrario: me escribe un correo emotivo. Le llena de felicidad recibir noticias de su “hermanita Fifi”; le acongoja escuchar que murió hace poco. Fifi fue el nombre que los Corten eligieron para Julia. En ese entonces, Pistone tenía doce años y no podía con tanta emoción. Relata que trataban a Julia como parte de la familia: “No te imaginas lo maravillosa y lo humana que era.” Pero un día Toni regresó de la escuela y vio a su madre, Simone Corten, sollozando porque habían vendido a “Fifi”. “Pasé dos días llorando tanto que ni fui a la escuela.” Su madre le dijo que los compradores eran personas muy amables, y que incluso ofrecieron dejarlos visitarla cuando quisieran. Y Toni siempre recordó esto. Pero el día que los llamaron, un desconocido contestó el teléfono. En esta parte del correo, Pistone se muestra incrédulo. “La gente que compró a Fifi nos dio un nombre falso, una dirección falsa. ¿Por qué? Ese no fue el trato, no era lo que queríamos. De hecho, nunca quisimos venderla. El problema fue que los compradores llegaron con fajos de dinero y promesas imposibles de rechazar.”

En ese tiempo Rene Corten era ya un conocido traficante de animales. Las cosas que se contaban sobre su negocio eran terribles. No cabe duda de que la venta de esa gorila bebé era cuestión de tiempo. Pero Pistone, como si todavía tuviera doce años, remata: “Esa es la historia de cómo perdí a mi hermanita. Soñaba con volverla a ver.” Cuando leo esto, me duele el estómago. Él piensa que la quiere.

De vuelta en Gambia, Marian Mensink, la joven veterinaria holandesa, logró persuadir a la trémula Julia de que abandonara su refugio entre las cobijas. A partir de ese momento, la gorila de dos años de edad ya no la quiso soltar. “Tuve la sensación de que se aferraría a mí por el resto de su vida”, confesó Mensink en un artículo de 1986. Con el tiempo, Julia se atrevería a inspeccionar los límites del bosque. Mensink arrancaba y masticaba hojas y frutas, y Julia la imitaba. Por las noches, Julia dormía sola en una pequeña caja adyacente a un recinto habitado por chimpancés de entre dos y seis años de edad. La veterinaria cayó en cuenta de que Gambia era un mal lugar para Julia: era cálido y seco, poco apto para un animal que pertenece a los bosques de lluvia. El proyecto del santuario en Camerún no progresaba; por el contrario, cada día parecía más distante. Julia necesitaba la compañía de otros gorilas y Mensink sabía que no podría interpretar el papel de la mamá gorila para siempre. Por otra parte, los chimpancés tienen comportamientos, vocalizaciones y gestos distintos a los gorilas. Y fue en este sentido que ocurrió uno de los mayores errores en la liberación de Julia pues, al observar las conductas, interacciones y formas de dominación de los chimpancés, Julia hizo suyos esos comportamientos.

Tras un año, el presupuesto para pagar el trabajo de Mensink se agotó. En el avión de vuelta a Holanda, la invadió una enorme sensación de culpa y tristeza. “¿Qué estamos haciendo nosotros por los animales?”, me confiesa por correo que se preguntó en aquel entonces, y se sigue preguntando hoy. Nosotros, que supuestamente somos los buenos de la película. Tras siete años de ausencia, regresó a Gambia. Los chimpancés ya habían sido enviados al santuario de la isla, y Julia estaba sola. “Era una situación deplorable.”

Poco después, en mayo de 1990, Julia hizo el viaje al zoológico de Jersey. En un informe, el encargado de los simios del lugar, Richard Johnstone-Scott, registró que Julia se integró a una manada de ocho gorilas. A lo largo de seis meses de cuarentena, Julia habitó una sección apartada de la casa de gorilas. A pesar de su aislamiento, se le permitía observar a sus potenciales compañeros a través de una ventana. “Aunque al principio mostró desconcierto, la recién llegada no pudo esconder sus emociones tras ver, por primera vez, a otros gorilas”, apuntó Johnstone-Scott. “No tardó en emitir vocalizaciones y gruñidos de placer.”

El personal de Jersey sentía un enorme aprecio por Julia: era simpática, juguetona y resistente. Las tres gorilas jóvenes no tardaron en mostrarse cariñosas entre sí. Pero hubo interacciones difíciles con los machos y algunas de las hembras mayores. Separados por una barrera física, su único contacto era a través de mamparas transparentes; ahí Julia veía sus advertencias, amenazas y demostraciones de dominación.

El espalda plateada dominante del zoológico de Jersey, Jambo, se hizo famoso en 1986, cuando protegió a un niño inconsciente que se había caído al recinto de los otros simios. Siete meses después de su llegada, se decidió que Julia y Jambo debían conocerse, aunque con una separación entre ambos. El espalda plateada se lanzó contra la mampara y la derrumbó. Julia se echó para atrás. En su siguiente contacto, la gorila mantuvo la distancia y se mostró seria.

Quince meses después, tras varios acercamientos similares, Julia se integró a la manada. Tras una “impresionante sesión de golpes de pecho”, Jambo se dedicó a perseguir a Julia. Las tres hembras jóvenes la cuidaron de cerca. Johnstone-Scott escribió: “Tras aproximadamente veinte minutos de acecharla con paciencia, Jambo logró acercarse a unos quince metros del grupo antes de cargar contra ella, ocasionando una desbandada. La infortunada Julia, que no pudo evitar la carga, fue revolcada numerosas veces.”

Cuando Jambo se alejó lo suficiente, los cuidadores permitieron que Julia regresara a su sección en la casa de los gorilas. Los encuentros continuaron durante dos semanas más y en ellos Julia se mostró tenaz. Los cuidadores notaron que G-Anne, quien había pasado por un proceso de integración similar unos años antes, se mantenía cerca de Julia como si fuese su mentora. Tras un mes, Jambo dejó de atacar a Julia y ella por fin pudo, más o menos, integrarse al grupo.

En 1993 el zoológico de Melbourne envió un gorila macho al de Jersey para que participara en su programa de reproducción de especies exóticas, que tenía muy buena reputación. Nueve años antes, Mzuri había conquistado los corazones de los visitantes del zoológico de Melbourne. Fue el primer gorila en nacer en cautiverio, resultado de una inseminación artificial. Las multitudes no tardaron en visitarlo y hasta atestiguaron, nerviosas, cómo su madre tuvo que ser persuadida para que cuidara de él. Cientos de personas participaron en una competencia para elegir el nombre del gorila bebé, y Mzuri (“bueno”, en lengua suajili) fue el ganador. Después de su traslado a Jersey se le rebautizó como Ya Kwanza (“el primero”, en suajili). El nuevo macho tuvo desencuentros con Julia y G-Anne. Tras varias agresiones que culminaron en la fractura de una pierna de Julia y, dado que los ataques no mostraban señales de aminorar, los cuidadores optaron por deshacerse de las dos gorilas hembras y se las ofrecieron al zoológico de Melbourne.

Julia y G-Anne se adaptaron al nuevo zoológico. En 1999, dos años después de su llegada, Julia se apareó con Motaba. Curiosamente, este gentil gorila era hijo de Jambo. Al año siguiente Julia dio a luz a una hija, Jumatano, pero el proceso de apego entre ambas fue muy lento. Jumatano tuvo que ser criada por los cuidadores, que a su vez se aseguraron de que Julia interactuara a diario con ella. Así, poco a poco, Jumatano podría optar por dormir con su madre por las noches. Cuando la gorila cumplió dos años dejó la guardería y fue reintroducida a la manada. Se decidió que Julia estaba lista para convertirse en madre a tiempo completo. Resultó ser verdad: ella y Jumatano se volvieron inseparables. Cuando Marian Mensink oyó la noticia de que Julia había dado a luz a una saludable bebé gorila, lo celebró. “Pensé que por fin había encontrado un buen lugar para vivir.” Durante diecisiete años, la vida de Julia transcurrió en relativa paz en Melbourne.

En 2013, el macho de la manada, un gorila de 42 años llamado Rigo, murió de insuficiencia cardiaca. Se seleccionó a Otana, del Parque Howletts de vida silvestre, en Inglaterra, para que se incorporara a la manada de Melbourne. No tardó en asumirse como líder, y se apareó con Kimya, otra gorila recién llegada. En mayo de 2015 Kimya dio luz a una gorila hembra, y aceptó sin objeciones su papel de madre. Otana era un padre cariñoso y protector. Pero cuando más y más visitantes aparecieron para ver al bebé, creció el estrés. Era el responsable de la manada; ahora también lo era de una familia. Después de que Otana se lanzara violentamente contra un vidrio que lo separaba de un grupo de espectadores, los cuidadores optaron por darle más espacio y hasta colocaron una cuerda de seguridad para evitar que los visitantes se acercaran mucho. A pesar de esto, el fatídico día del ataque a Julia fue especialmente estresante para Otana. Embury recuenta que varios grupos de escolares ruidosos habían desfilado por el vidrio, y que Julia estaba desobedeciendo sus intentos de disciplinarla. Embury revisó varias horas de video de las cámaras de seguridad y observó cómo, de manera repetida, Julia se sentó cerca de Kimya y el bebé, esto a pesar de las agresiones e intentos de Otana por alejarla. Una vez más, Julia no se comportó como gorila, sino que imitó a los chimpancés. Otana, por su parte, era un joven e impaciente macho y mató a Julia con el poder de su mandíbula: apretó sus músculos con tanta fuerza que ocasionó que compuestos celulares y electrolitos se filtraran al torrente sanguíneo, desencadenando una insuficiencia orgánica. Pero Embury es cautelosa: recalca la importancia de no proyectar nuestras emociones humanas sobre lo ocurrido.

No es inusual que un gorila macho lastime seriamente a una gorila hembra, pero sí es raro que la mate. Para promover la cohesión social de la manada, es de crucial importancia, según expertos en gorilas, que el espalda plateada reciba apoyo como líder de la manada y que las intervenciones sucedan únicamente cuando la vida de algún otro miembro corra riesgo. Curiosamente, este último mandamiento aplica tanto a las gorilas hembras como a los cuidadores del zoológico. Otana sintió que su manada estaba en peligro, y Julia lo ignoró. Julia nunca encajó realmente en su papel de gorila.

En 2007 el gorila occidental de llanura, la especie de Julia, fue agregado a la lista de animales en peligro crítico de extinción.

Visito a los gorilas del zoológico de Melbourne un día gris y nublado. Otana, Kimya y su bebé, Kanzi, están sentados a lo lejos, en lo alto de una loma, pero puedo distinguir sus rostros. “¡Uuu! ¡Uuu! ¡Uuu!”, aúlla un niño con gorra de beisbolista, y procede a sacudir el enrejado de bambú que separa a los visitantes del panel de vidrio. Kimya desciende por el otro costado de la loma, con el bebé colgándole de la espalda, patas arriba, y sale de cuadro. Otana la sigue.

Más tarde, cuando rodeo el perímetro y paso junto a los gibones y monos capuchinos, observo a los tres gorilas en la parte más baja de una pendiente llena de pasto. Los dos adultos están sentados de cuclillas, Otana parece somnoliento, los ojos se le entrecierran del cansancio, mientras que Kimya se sostiene la cabeza con las manos. Observan el vidrio pero sus miradas parecen escudriñar a los espectadores. “¡Un koala!”, exclama una niñita. Su padre la corrige, comprensivo. Las personas van y vienen. Detrás del vidrio, una familia saluda al gorila bebé ondeándole la mano. “¡Hola! ¿Hola?”, le gritan. “¿Hola?” El bebé mira hacia la ventana, sus ojos oscuros llenos de curiosidad. La familia se aleja y el bebé levanta, como experimentando, una de sus manitas negras. La ondea. ~

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                                                                                                            Publicado originalmente en The Monthly.

                                                                                                          Traducción del inglés de Diego Olavarría.

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Es autora, entre otros libros, de Into the woods. The battle for Tasmania's forests (Black Inc., 2010).


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