Este 14 de junio se cumple el centenario luctuoso de Max Weber, muerto a los 56 años víctima de neumonía. Este pensador polifacético nos ha dejado un legado que cubre una enorme diversidad de temas como la religión, la economía, la política, el derecho y el arte.
Max Weber es uno de los autores clásicos más reconocidos de las ciencias sociales por las aportaciones que ha hecho a distintas disciplinas y porque cada generación continúa retomando sus planteamientos y dándoles una interpretación propia. Su monumental Economía y sociedad ocupó el primer lugar en importancia en una encuesta llevada a cabo por la Asociación Internacional de Sociología en el año 2000 para elegir a los libros más influyentes del siglo XX. Con la mención de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber fue el único autor que aparece dos veces dentro de los diez libros más importantes de este listado. El presente artículo se teje en torno a algunos argumentos de su sociología política que me parecen extraordinariamente vigentes para pensar el mundo actual.
El abandono de las ilusiones y la realpolitik
A diferencia de muchos de los teóricos sociales del siglo XIX, tales como Auguste Comte, Henri de Saint Simon, Herbert Spencer e incluso Karl Marx, cuyas teorías sobre el cambio social consideraban que las sociedades pasarían por una serie de etapas históricas que las llevarían, de forma casi inevitable, a un mundo mejor, Max Weber nos presenta una interpretación desencantada cuyos planteamientos resultan oportunos para analizar la realidad actual, mucho más cercana a las novelas distópicas que a las visiones de un futuro perfecto.
De hecho, Weber considera que la dominación del hombre por el hombre siempre será una realidad y predice que, en el siglo XX, la forma de ejercer la autoridad en una sociedad de masas será a través de la creciente presencia del aparato burocrático. En el ensayo sobre “La objetividad del conocimiento en la ciencia sociales” (publicado en 1904, el mismo año en que salió a luz la primera parte de La ética protestante y el espíritu del capitalismo), Weber advierte contra las prácticas de los científicos sociales que, con una mirada nublada por sus falsas ilusiones, pretenden encontrar en sus hallazgos las promesas cumplidas que corresponden a sus propios anhelos políticos. Desde esta perspectiva, para lograr la objetividad en el terreno de las ciencias de la cultura, el científico social no debe confundir el diagnóstico del “ser” con el “deber ser”.
Estas preocupaciones responden al contexto de la aguda politización de las universidades alemanas de la época: desde la izquierda, el debate en torno al socialismo de la Segunda Internacional y el primer intento de revolución rusa de 1905; desde la derecha, los antecedentes de los discursos fascistas y de las prácticas antisemitas que llevarían, por ejemplo, a que durante mucho tiempo un sociólogo de la talla de George Simmel no pudiera obtener un nombramiento acorde a sus aportaciones. A semejanza de lo que ahora suele ocurrir con la radicalización en varias universidades de América Latina, a menudo los profesores que más alumnos tenían no eran los que destacaban por una mayor calidad académica y capacidad docente, sino los que desarrollaban con más éxito sus tareas proselitistas a favor de sus propias causas. Lo que a Weber le preocupa es que los estudiantes favorezcan las labores de los caudillos sobre las de los maestros.
Sin embargo, esta postura no conlleva un llamado a la imparcialidad y menos aún a la “asepsia científica”, y está lejos de pretender que el ejercicio de las disciplinas de la cultura deba estar totalmente “libre de valores”, como suelen afirmar algunas interpretaciones. En sus diversos textos sobre la situación de Alemania, que posteriormente fueron publicados como Escritos políticos, Weber defiende abiertamente sus propias opiniones, y en sus obras teórico-metodológicas considera que los criterios de valor resultan centrales para seleccionar y delimitar el objeto de estudio. Nada sería más ajeno a un liberal como Max Weber que la actitud de Jair Bolsonaro que, bajo el argumento de “una escuela sin partido” y la prohibición de lo que él llama “ideología de género”, ha tratado de ejercer una censura que inhibe la ciencia social crítica.
Un pensamiento antidogmático
La percepción de la realidad y del conocimiento en Weber conlleva una teoría del quehacer científico que es antidogmática por excelencia. Así como no se debe interpretar la realidad en el marco de un proceso de desarrollo encaminado hacia un mundo mejor, tampoco podemos reducir la diversidad de lo social a una sola causa. Weber considera al mundo social como pluricausal, contradictorio e inabarcable, por lo cual, a su juicio, la única forma de hacer ciencia es delimitar el campo de estudio y enfatizar alguno(s) de sus aspectos. Desde esta perspectiva, el sociólogo alemán considera que es el científico social quien se encarga –de forma consciente o no– de seleccionar y delimitar, desde sus propios valores, los aspectos de la realidad que va a estudiar.
Weber adopta este punto de partida en todas sus obras. Así, por ejemplo, mientras que en La ética protestante… destaca la influencia de los principios religiosos en el surgimiento del capitalismo, en su Historia económica general la religión está poco presente y los principios del capitalismo se explican por fenómenos económicos como el mercantilismo que lo precede. Por otro lado, en los amplios capítulos sobre la teoría de dominación de Economía y sociedad, el énfasis está en la esfera de la legitimidad y de la autoridad política, y las cuestiones religiosas o económicas solo ocupan un segundo o tercer plano.
Desde esta perspectiva, es un error considerar a Weber como un pretendido “anti-Marx “que quiso mostrar que la “verdadera causa” de las transformaciones sociales se encuentra en lo religioso y no en lo económico. La crítica fundamental que Weber le hace a Marx es confundir la realidad con lo que “debiera ser” y reducirla al unicausalismo económico, sin admitir que esta es sólo una forma de acercarse al complejo mundo de la historia. Además, Weber considera que el cambio social no puede explicarse con base a leyes universales, como de alguna forma lo enuncian las “etapas del progreso” o de la evolución propias del pensamiento positivista o las teorías de la lucha de clases y los modos de producción del marxismo.
En el ámbito de las disciplinas de la cultura, el investigador tiene que evitar todo determinismo y ampliar su perspectiva de análisis, de tal forma que pueda considerar las diferentes posibilidades para comprender los fenómenos particulares y detectar las posibles regularidades históricas (nunca leyes) desde una sociología comparativa. De hecho, esta última se encuentra desarrollada con maestría en sus diferentes tomos sobre la sociología de las religiones dedicados a China, India y el judaísmo antiguo.
Vivir para la política: responsabilidad y convicción
En una de una de sus últimas conferencias sobre “La política como vocación”, que después sería editada junto con “La ciencia como profesión” en un libro conocido como El político y el científico (que en algunas de sus ediciones cuenta con un estupendo prólogo de Raymond Aron), Weber introduce una importante diferencia entre la convicción y la responsabilidad en las tareas políticas.
A diferencia del burócrata que “vive de la política”, el verdadero líder “vive para la política”, entregándose a su causa con pasión, convicción y entusiasmo sin estar sujeto a un “horario de oficina” ni tener como motivación fundamental el sueldo que recibe o las expectativas de tener un ingreso de por vida y un retiro asegurado.
Sin embargo, no basta con que un político tenga convicción, sino que esta siempre debe estar acompañada por la responsabilidad, ya que apegarse únicamente a la primera puede ser sumamente peligroso. El dirigente responsable tiene que ser capaz de planear sus acciones con base en los criterios racionales que caracterizan a la dominación legal moderna y procurar no dejarse llevar por la vanidad para poder actuar con previsión y mesura. Así, el buen ejercicio de la política tiene que ver con la vocación y la profesionalización, con el poder y la prudencia.
Estas consideraciones se apoyan en la distinción entre tres formas de dominación: 1) la legal burocrática, apegada a las normas racionales, el orden legal, la noción de ciudadano, la división de poderes y un aparato administrativo compuesto por funcionarios especializados; 2) la tradicional patrimonial, basada en una dominación que responde a la fidelidad, las creencias de tipo religioso, la ausencia de especialización, la discrecionalidad, el favoritismo y un cosmos de privilegios que no se encuentran regularizados formalmente; y 3) la carismática, caracterizada por obediencia a un líder al cual se le atribuyen cualidades innatas “extraordinarias”, ensalzando su figura como jefe o caudillo. Lejos de aparecer en su “estado puro”, en las diferentes realidades históricas estos “tipos ideales” suelen presentarse entrelazados de tal forma que podemos encontrar regímenes con características burocrático-patrimoniales o carismático-tradicionales.
Ciencia y liderazgo en tiempos de pandemia
A partir de las anteriores observaciones, en un intento por aplicar estas teorías al manejo de la crisis generada por la actual emergencia sanitaria, podríamos considerar a Angela Merkel como ejemplo de una dirigencia racional y mesurada en los ámbitos de la “ética de responsabilidad”. En contraste, presidentes como Bolsonaro, López Obrador y Trump se han distinguido por un tipo de liderazgo de corte carismático-autoritario con elementos tradicionales, que mediante el voluntarismo, la exaltación de su propia figura y de sus “características únicas” han llegado a apelar a la Biblia, a estampas de salvación o a alianzas con sectores religiosos como defensa de sus propias conductas. El desapego a la racionalidad en sus acciones ha llegado a tal punto que frecuentemente contradicen las disposiciones de sus propios secretarios o subsecretarios de salud.
Además, en el caso de México, los discursos del presidente incorporan otros elementos que los distancian de una dominación moderna, como la preferencia por “la justicia” sobre la legalidad, y una predilección de la “lealtad “sobre la “preparación para el cargo” que se esgrime para recortar los sueldos de los funcionarios públicos. Estas características son acordes con una dominación patrimonial que, con varios matices, ha caracterizado el ejercicio del poder en México durante mucho tiempo y que se ha visto exacerbada con el gobierno actual.
En tiempos de pandemia, resulta especialmente preocupante el menosprecio y cuestionamiento hacia la actividad científica y el trabajo especializado que, en oposición a las explicaciones mágicas y el favoritismo propio de las sociedades tradicionales, deberían ser fortalecidos para poder encontrar una respuesta a lo desconocido y algunas claves que sirvan para enfrentar la crisis actual desde una lógica racional.
Si bien es cierto que, a diferencia de las nociones de los funcionarios del porfirismo conocidos como “los científicos”, o de los equipos de los llamados “tecnócratas” que caracterizaron las administraciones públicas de finales del siglo XX, Weber considera que la ciencia no debe utilizarse como argumento de la práctica política, nuestro autor enfatiza la importancia de la entrega y la pasión en el trabajo científico como un rasgo fundamental de creatividad e intelectualización necesaria en la sociedad moderna. La ciencia nos brinda métodos para pensar y una serie de conocimientos que son importantes para prever y dominar la vida, y nos abastece de medios y técnicas excepcionales para encaminar la práctica y poder desmitificar el mundo.
es doctora en Sociología y profesora-investigadora definitiva de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.