Fotografía tomada de la web de la Fundación March.

Recuerdo de Santos Juliá

Mercedes Cabrera, amiga y colega de Santos Juliá, destaca que el historiador aplicó a los demás el mismo rigor en el juicio que se aplicaba a sí mismo en su ejercicio.
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No soy capaz de acordarme de la primera vez que vi o hablé con Santos. Sí me acuerdo de la primera vez que supe de él. Debían de ser los finales de los setenta. Yo seguía consumiendo horas en la Hemeroteca con mis patronales en la República y él hacía lo propio para lo que más tarde sería su libro sobre el Madrid republicano. La Hemeroteca estaba entonces en la Plaza de la Villa. Por aquellos tiempos en los que la originalidad de una investigación en historia residía en gran parte en encontrar periódicos y publicaciones que nadie conocía, que alguien, otro, leyera la misma prensa –sobre todo si era una prensa poco frecuentada como la de las organizaciones patronales– generaba una mezcla de inquietud y curiosidad. Por entonces Santos había publicado –o estaba a punto de publicar– sus dos primeros libros sobre los socialistas en la República, La izquierda del PSOE y los Orígenes del Frente Popular. Fueron dos libros sorprendentes por innovadores, porque nos obligaron a repensar la República. Lo dijo él mismo en uno de aquellos congresos convocados por Manuel Tuñón de Lara, el de 1979, cuando habló de “La Segunda República: por otro objeto de investigación”. Una nueva mirada, diría él. Era el primer tema sobre el que abrió nueva mirada. Luego vendrían otros tantos: los socialistas, Azaña, los intelectuales en la política, la historia y la memoria, la Transición.

Probablemente coincidimos en los congresos que organizaba Manuel Tuñón de Lara, primero en Pau y luego en Madrid. Mi mala memoria me impide acordarme de ello. Luego vinieron muchos encuentros. La Fundación Pablo Iglesias se convirtió en uno de los espacios en los que coincidíamos, en el que gracias sobre todo a Fernando Claudín pasamos muchos ratos excelentes desde todos los puntos de vista, no solo el académico, sino también el personal. Allí nos reuníamos en torno a la revista Zona Abierta con Ludolfo Paramio, Jorge Reverte, Julio Carabaña, Sisinio Pérez Garzón y muchos otros. Nos veíamos allí y también en nuestras casas. En una de aquellas reuniones informales, justo después del fallido 23F, salimos con el compromiso de afiliarnos al PSOE testimonialmente. Lo hicimos algunos, Santos dijo que no, que para afiliaciones ya había tenido bastante con la Iglesia católica, primero, y el PCE, después.

De la Fundación Pablo Iglesias recuerdo también especialmente los dos seminarios que codirigimos junto a Pablo Martín Aceña. Fueron dos seminarios sobre Europa, la de entreguerras primero y luego la posterior a la Segunda Guerra Mundial, con muchos invitados y la novedad de que a los conferenciantes los acompañaba un comentarista crítico, algo que empezaba a formar parte de nuestro ADN. Cuando ahora veo los nombres de quienes intervinieron me doy cuenta del alcance de aquellos seminarios: los historiadores económicos Derek Aldcroft, Peter Temin y Gabriel Tortella, también Luis Ángel Rojo; y los historiadores políticos René Remond, Adrian Lyttelton, Shlomo Ben Sami, Richard Evans, Enzo Collotti, Juan José Linz, Javier Tusell, Juan Pablo Fusi, el propio Santos. Un lujo. Porque además luego nos íbamos a cenar. Aquellos dos seminarios se convirtieron en libros. Al igual que ocurrió con los que Santos coordinó sobre la historia de los socialistas en España, que anunciaron Los socialistas en la política española 1879-1982. Recuerdo su presentación, con la plana mayor del PSOE sentada en primera fila. Era 1996 y el PSOE perdía por primera vez las elecciones. 

Y también recuerdo un largo viaje en tren, de vuelta de un curso en la Universidad Menéndez Pelayo en el que él ofició, como debía ser, de director y yo, de secretaria. No recuerdo el tema del curso ni el año, pero sí aquel viaje, en el que no sé cómo ni por qué, quizás porque era largo, Santos me contó muchas cosas de su vida anterior a su oficio de historiador. De su crisis religiosa –más bien teológica–, del París del 68, de su encuentro con Bergamín, Claudín y Semprún, de Ruedo Ibérico; también de Sevilla, de su hacer como “cura rojo”, primero, y después como director de un colegio; de aquella beca Fullbright para la que se entrevistó con quienes la decidían el mismo día del atentado contra Carrero Blanco, una beca que, para su sorpresa, le dieron y que le llevó a Stanford, y de ahí al oficio de historiador. Luego contó Santos todo eso en alguna ocasión, pero para mí fue entonces toda una sorpresa. Habló y habló, yo escuchaba, asombrada y muda, porque no sabía bien qué decir.

Santos imponía. Él no lo sabía; o quizás sí. Se asombraba cuando le comentaba el “respeto” –o el “miedo”– con el que los del gremio esperaban –esperábamos– siempre su opinión sobre lo que hacíamos. Porque Santos quizás llegó tarde al oficio de historiador, ese del que tanto disfrutaba, pero cuando llegó, arrasó, y aplicó a los demás el mismo rigor en el juicio que se aplicaba a sí mismo en su ejercicio. Nunca ahorró críticas, pero tampoco elogios. Lo prioritario para él era ese rigor en la investigación que tenía que respaldar lo que se decía, y el empeño en dejar oír las voces del pasado. 

Su autoridad nunca vino del ejercicio de ese poder que muchos ejercían desde sus cátedras. Él nunca lo ejerció. Su autoridad venía de lo que escribía, de lo que decía. Santos se convirtió pronto en una referencia, no solo para nosotros, sino para un público cada vez más amplio. A ello contribuyó sin duda su irrupción en la prensa, en El País, de la mano de Javier Pradera, y en la ampliación de sus temas y del recorrido histórico, hasta abarcar los siglos XIX y XX. Conocerle era algo de lo que se presumía. Una anécdota, de la que tampoco recuerdo el año: salía yo con Santos de un acto en el que él había participado, en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, cuando un profesor de la casa –cuyo nombre no diré, uno de esos que llevan bajo el brazo un libro para que se vea qué están leyendo– se coló en el ascensor en el que bajábamos. “Buenos días, Santos”, saludó, como si le conociera de toda la vida, e hizo un comentario que tampoco recuerdo. Cuando se fue, Santos me preguntó: “¿Quién es?”.

Yo tuve la enorme suerte de compartir con Santos la profesión, formar parte de aquella “conjunción astral” de los dos departamentos en los que estábamos. El suyo, en la UNED; el mío, en la Complutense. De esa conjunción nació, por ejemplo, una revista, Historia y Política, cuya dirección compartí con él a comienzos de este siglo, y con la que los dos departamentos quisimos poner en relación la historia y las ciencias sociales, la sociología y la ciencia política. También recuerdo las reuniones del comité de redacción, que celebrábamos habitualmente en la UNED, porque para eso estaba Santos allí. Y, por supuesto, también el seminario, el que apadrinaron él y Pepe Álvarez Junco, y que celebrábamos en la entonces Fundación Ortega y Gasset, con aquel “rigor” crítico, en sus inicios desaforado, hacia los que presentaban sus papers. No se dejaba hablar a los autores hasta después de que lo hiciera el “contratado” como crítico. Hoy ese seminario se sigue celebrando en la ILE, sigue siendo una referencia y sigue reclutando a los más jóvenes. Es difícil exagerar su importancia. Hoy se llama “Seminario Santos Juliá”. 

Pero si tuve la enorme suerte de compartir profesión, de ser colega de Santos, tuve todavía más suerte en disfrutar de su amistad. Que los colegas se conviertan en amigos no sé si es tan frecuente, aunque yo he tenido la suerte de conseguirlo con bastantes. En la primavera de 2018 me tocó hacer a Santos una de aquellas entrevistas autobiográficas que organiza la Fundación Juan March. El entrevistado era Santos, pero yo me sentí obligada a “estar a la altura”. Sentarse a su lado y sobre todo hablar de él “imponía”. Preparé aquella entrevista como si fuera a examinarme, releí a Santos, traté de recordar todo aquello que me había contado en el tren de vuelta de Santander, aunque para entonces él mismo se había autobiografiado en 2011 en su libro Elogio de historia en tiempo de memoria, un libro que tuvo su origen en el homenaje que le rindió la Asociación de Historia Contemporánea. Sobre ese asunto, historia y memoria, entonces –y ahora– candente, terció porque se creyó obligado. En 2011 Santos cumplía setenta años y se jubilaba. En el prólogo de su libro decía: “Podía ser conveniente […] reflexionar un rato en voz alta antes de decidir si es buen momento de echar la persiana, cerrar el taller y tomar la jubilación.” No fue su jubilación, ni mucho menos, como tampoco lo fue la presentación ese mismo año del libro, homenaje también, que Pepe y yo codirigimos, tratando de responder en su diseño a la exigencia que siempre había presidido la obra de Santos. 

Pues bien, como decía, siete años más tarde y tres libros más tarde también, en aquella entrevista en la Fundación Juan March, Santos habló de muchas cosas, sobre todo de sus temas, de sus investigaciones y de sus libros. No fue fácil, por mucho que yo lo intenté, que hablara de sí mismo, aunque algunas cosas salieron al hilo de que yo le recordara los nombres de sus “acreedores”, de aquellas personas con las que había acumulado deudas: de Ramón Carande, de Bergamín, de Carlos Moya, de Javier Pradera, su “acreedor” por excelencia, dijo. También se declaró en deuda con la UNED, su alma mater, dijo. 

Cuando llegamos a comentar su Transición, su último libro, explicó que detrás de todos sus textos había siempre una pregunta a la que quería contestar. En aquel caso, la pregunta era de dónde venía aquello tan impropio de nuestra historia reciente de que todos pudieran hablar con todos, independientemente de las discrepancias, de los desacuerdos, de las diferentes ideologías incluso. Persiguiendo la aparición de la palabra “transición” desde la Guerra Civil y el campo semántico en torno a ella, llegó a la conclusión de que aquello de la transición no fue una creación de los intelectuales ni tampoco el resultado de ningún pacto político, sino la lenta construcción de un nuevo lenguaje, que no se había inventado de la noche a la mañana sino al hilo de un tiempo largo, y que hizo posible aquella conversación general. No era cierto que los españoles se hubieran acostado autoritarios y se hubieran levantado demócratas, como pensaron o incluso escribieran algunos.

Recordando aquello, Santos dijo que entre sus mayores “acreedores”, aquellos con los que guardaba una deuda impagable, estaba la “comunidad de historiadores”, surgida probablemente, en sus inicios –dijo–, en torno a Manuel Tuñón de Lara; una comunidad de historiadores en la que se podía debatir, sometiéndose todos al escrutinio de los iguales, sin descalificaciones ni afrentas personales. Una comunidad, creía él, que al igual que la que protagonizó a nivel político la Transición, probablemente había desaparecido.  Esa deuda con la comunidad de historiadores con la que Santos quiso cerrar su “autobiografía intelectual” en la Fundación Juan March terminaba con la confesión de que, además, de aquella comunidad habían surgido amistades duraderas. Por ejemplo, la mía. Ni que decir tiene que, ante semejante cumplido, la entrevista se terminó.

Si tuviera que quedarme con los momentos compartidos con Santos, aparte de todos los mencionados y muchos otros, me quedaría con dos. Unos días, en verano, que pasamos juntos, con Carmen, su mujer, en Ribadeo. No he visto disfrutar tanto a nadie en un baño de olas en las aguas gélidas del norte, recordando Santos su infancia en Ferrol.

Eso y por supuesto las comidas en casa de Mercedes Fonseca y Jorge Reverte. Allí disfrutábamos, junto con otros amigos, de la conversación, solo a veces seria, y de los cantos con los que se arrancaba a menudo Reverte, acompañado de Mercedes. Eran el sello de una amistad duradera. 

Intervención leída en el acto ‘Cuatro miradas sobre Santos Juliá’ celebrado en la UNED.

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Mercedes Cabrera es catedrática de historia del pensamiento en la UCM. Fue ministra de educación entre 2006 y 2009. Es autora de El arte del derecho. Una biografía de Rodrigo Uría Meruéndano (Debate, 2019).


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