El ser humano de despedida

Ofrecemos el epílogo de Ángel Gabilondo al volumen "Doce filosofías para un nuevo mundo", que reflexiona sobre las incertidumbres asociadas a lo que significa ser humano.
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¿El ser humano?

“¿Hacia dónde camina?” es tanto como preguntarse por quién es el ser humano. Pero ¿lo que denominamos el ser humano es un quién? Empecemos por hablar de nosotros mismos, que es una forma de decir en plural una singularidad. Somos en no poca medida aquello que perseguimos, aquello que buscamos, aquello que nos mueve, ese “hacia” constitutivo que no es simplemente un objetivo o un horizonte que nos desafía o aguarda. Es un télos en buena medida labrado y, tal vez, incorporado. Por eso es tan complejo plantearnos nuestro “hacia dónde” sin encontrarnos con la cuestión del cuerpo. Y si somos ambiciosos, de la educación. Sería presuponer demasiado que ese “dónde” es un lugar, un espacio y, más aún, un mundo.

Pero no nos precipitemos. Y, menos aún, sin haber tomado constancia del camino que se nos abre con esta cuestión, con el camino que es esta cuestión. Lo que nos desafía absolutamente es que lo que en ella está en juego es nuestra propia suerte. La cuestión misma es ya un encaminarse. 

Aunque una vez más, el lenguaje nos conduce sin que encontremos vías de escape, ni, por supuesto, de escapatoria. Creíamos estar hablando de lo que nos ocurre y resulta que nos ocurre lo que se dice en el lenguaje que empleamos.

El asunto resulta desconcertante porque en última instancia tenemos que hablar del fin de cierto lenguaje con el mismo lenguaje con el que pretende hablarse de su fin. La dificultad para expresar en una lengua gramatical y categorial el ocaso de esta forma de decir impide, en no poca medida, la posibilidad de vislumbrar otra forma de pensar.

La pregunta “¿hacia dónde camina el ser humano?” tiene sin duda resonancias kantianas, como en no poca medida nuestro propio modo de decir y de pensar. De nuevo, hablamos de nosotros. Cuando es frecuente escuchar cuestiones como de ¿dónde venimos?, ¿a dónde vamos?, estas se ven acompañadas de un interrogante decisivo, y no deja de ser interesante la supuesta como grandilocuente última pregunta en la que se reúnen el resto de cuestiones: “¿qué es el hombre?”. Mejor, “¿quién es el ser humano?”, o “quién puede decirse humano?”, o “¿por quién?”, vinculada a lo que quepa decir con el “¿hacia dónde camina?”. Y aquí se quebranta el decir.

Esto nos sitúa en una difícil tesitura. No ya solo por quién dirá lo que aquí se diga, desde qué ámbito, con qué lenguaje. No hace falta insistir. Por otra parte, quien pregunta y lo que se pregunta coinciden, en tanto que es un ser humano quien se plantea la cuestión radical del encaminarse del ser humano. Quien pregunta, lo que se pregunta y a quien se pregunta en cierto modo no solo tienen algo en común, es que son lo común que late en la pregunta. Y, aún más, el lenguaje en el que se dice la cuestión problematiza el desafío, ya que ese encaminarse (Erfahrung) es propiamente la experiencia en la que consiste el ser humano, el lenguaje en el que se dice y en el que en no poca medida se hace cuestión lo preguntado. Y qué cabe esperar, por tanto, no ya solo de nosotros, o qué será de nosotros, sino, a la par, en qué emboscada, no solo encrucijada, se halla cuanto aquí quepa decir.

No será preciso en última instancia ni finalmente borrarlo. La propia escritura hará su trabajo y su destino como lectura lo presentará en la memoria tal vez difusa del lector, quien, siempre un tanto extraviado, recibirá, en el mejor de los casos, un breve sonido que pudiera significar algo.

Ahora bien, ¿quiénes nos proponemos esas travesías?, ¿qué nosotros nos conmina a ello?, ¿quién es el sujeto que se propone caminar más allá de su ser individual? Se requieren instituciones, comunidades, organizaciones y una cierta articulación que haga de ello una cuestión plural, incluso universal, algo así como un nosotros, sin embargo, cada día más desdibujado.

Podríamos considerar que hay algo común que no se reduce a los intereses particulares porque responde a lo que hay de humano en ese nosotros y que no se limita a un simple querer. En este sentido hablamos de Derechos Humanos inherentes y vinculados a un hacer, no solo a un esperar o a un querer. Lejos de una entonación entusiasta, de la propuesta de una acción implacable y eficiente, el llamado tiempo futuro y el invocado porvenir nos desafían a la cuestión de «quiénes somos en este preciso momento de la historia» (en palabras de Michel Foucault).

***

La pregunta entonces ya no es qué esperamos y cómo será el mundo que viene. La cuestión es ¿a qué estamos dispuestos? Cuando Daniel Innerarity señala, por ejemplo, que “no podemos abordar el mundo digital con las categorías del mundo analógico”, ahonda en ese vértigo. No es ya solo que resulta difícil pensar nuestro presente, es que podríamos carecer de los instrumentos mínimos para abordar lo que nos sucede, incluso lo que nos constituye.

Mientras tanto, podemos insistir en otra terminología y, con buenas razones, preguntarnos acerca del compromiso de los actores globales y de la vinculación entre responsabilidad corporativa e inversión responsable, conscientes de que esto es una tarea de toda la sociedad en su conjunto. Podemos compartir la importancia de poner fin a la pobreza en todas sus formas, reducir la desigualdad y luchar contra el cambio climático. Aún más, subrayar que el crecimiento económico, la inclusión social y la protección del medio ambiente son la clave para el bienestar de las personas y de las sociedades. Más aún, que el crecimiento económico ha de acompañarse de la consideración de las necesidades sociales, lo que exige una economía con corazón, la inclusión social requiere la equidad y la protección del medio ambiente conlleva en definitiva humanidad. Encontramos en estas palabras cobijo para proseguir, para responder, para respirar, para desear.

Ahora bien, ¿y qué hay de ello en relación con lo que denominamos ser humano? Mientras, a la par, el ser humano hace la experiencia de que el decir no es ya una actividad suya, es, era, lo que el ser humano mismo es, era, todo lo que hace y le hace ser, su existencia, su ser. De producirse semejante pérdida, sería su definitivo extravío, la constatación de sus deseos no cumplidos, la matriz de la violencia,

Frente a la tendencia a considerar inútil hacerse preguntas que no podemos responder, Kant insiste en que nos encontramos con preguntas que, si bien no podemos clausurar con una respuesta, no podemos dejar de planteárnoslas. Tal vez por ello hemos de insistir en la cuestión. Y “¿cómo se resuelve una pregunta” señala Michel Foucault, “desplazando la cuestión”.

Quizás este texto se ve inexorablemente conducido a ser un desplazamiento y no solo a través de un determinado camino, ni siquiera solo del camino mismo. El camino es el desplazamiento.

Lo dicho resultaría suficiente para defraudar cualquier expectativa de zanjar la pregunta o de alcanzar las coordenadas que garanticen el destino de los avatares de la existencia. Y no solo porque ya resulta obvio que el vivir es ese propio encaminarse. ¿Cuál es por tanto nuestra experiencia?

Podríamos mantener la cuestión en el ámbito de confianza en la incidencia de nuestra actuación en el camino del ser humano. Ello supondría una confianza no poco ilustrada, pero sí un tanto discutible e ingenua, la que considera que el asunto está exclusivamente, y no sólo de modo decisivo, en nuestras manos. Valga al respecto la respuesta que el propio Kant efectúa al interrogarse por «si el género humano progresa hacia lo mejor». En definitiva, consiste en responder que eso depende de lo que hagamos. Este modo de afrontar el problema es bien interesante, pues deja el asunto en manos de la responsabilidad de los seres humanos, de su decisión, de nuestra decisión y, en última instancia, de nuestra libertad.

Nos movemos en esos terrenos, pero siempre en la consideración que requiere una actitud realista y poco pretenciosa, que comienza por nuestros propios límites. Y, para empezar, porque cuanto consideramos bajo el término de “el mundo”, como una panoplia de posibilidades articuladas, no satisface nuestra radicalidad, que es «la tierra», que con sabor griego se lee como penumbra, zona inclasificable, lo compacto, lo impenetrable, lo denso. Tierra que dice siempre de algún ocultamiento. Tierra como reconocimiento del propio límite, como sello inevitable de finitud y oscuridad que tiene todo quehacer del hombre (Heidegger, El origen de la obra de arte, en Holzwege, pp.1-74 (trad. Sendas perdidas, Losada, Buenos Aires, 1979, pp. 13-67)

  1. No está todo en nuestras manos

No esperemos la luminosidad, si del hacer y del caminar se trata. En este juego entre la tierra y el mundo, entre el mundo y la tierra, el caminar del ser humano es un perenne vagar. Así que, si la libertad comienza por reconocer que no está todo en nuestras manos, es porque la experiencia del límite de nuestro hacer comienza por la constatación de que ni siquiera nos tenemos a nosotros mismos. Ni nos tendremos nunca. Y con los primeros balbuceos de respuesta se incrementan y acrecientan las cuestiones. No tanto acerca de qué hacer, sino sobre ¿qué debemos hacer?, ¿cómo debemos vivir? 

Si pretendiéramos huir del mundo, este vendría con nosotros. No sólo como Descartes dice del viaje, que por largo que sea el recorrido nos conduce a un lugar en el que, en caso de llegar, seguiremos estando nosotros. Si el mundo no es un simple lugar, sino un conjunto de posibilidades que nos constituyen, caminaríamos hacia una alteridad mayor, no solo respecto de los demás sino, fundamentalmente, respecto de nosotros mismos. Quizá, sin capacidad alguna de reconocimiento. No se trata de huir del tiempo, supondría huir con él.

Y, a su vez, por muchos otros motivos que habitan en la complejidad de la cuestión que nos ha convocado a escribir. Este es, en no poca medida, el asunto. No la cuestión del lenguaje, como si de un mero instrumento de comunicación se tratara, sino del lenguaje que se ha mostrado como “la casa del ser”, y, más cerca aún, nuestro propio hogar. Ser la casa del ser ya subraya suficientemente, en su insistencia, una diferencia de ser, en el corazón del ser mismo, que es la cuna de la diferencia ontológica.

Ahora bien, ser nuestro propio hogar conllevaría tanto como reconocer que ahí se juega gran parte el planteamiento de si es posible un nuevo mundo. Salvo que la novedad consista en una variedad más de lo que viene siendo el juego de la identidad y de la diferencia. Podríamos creernos que la cosa quedaría satisfecha con decir que no es un nuevo mundo, que es otro mundo. Algo habríamos avanzado (si tal palabra cabe con este planteamiento). Se introduciría más bien la cuestión de la alteridad, junto a la de la identidad y la diferencia. Y no sería menor el desplazamiento. Para empezar la incorporación de la efectiva diversidad sin exclusiones. Si la pregunta por el ser humano es, a la par, por el mundo, el planteamiento supone el reconocimiento de la íntima relación y copertenencia a aquello que constituye la raíz común de «el mundo» y del ser humano, que de una u otra manera siempre se encuentran o se extravían en el lenguaje en el que se dicen o son dichos. Ahí se juega su vivir, que es tanto como reconocer sus posibilidades, ¿su necesidad? de fallecer. Entonces habríamos de hablar de lo otro del mundo.

  1. ¿Quién dirá nosotros?

No es solo el asunto de lo extra discursivo, ni de los que desborda, supera o aniquila la viabilidad del mundo y de nosotros mismos, lo que podría ser la apertura a otras posibilidades. ¿Otras posibilidades de lo humano?, ¿otras posibilidades que lo humano?

No se trataría simplemente de algo que se opone desde un exterior. Para empezar, porque el propio ser humano no se agota en su corporalidad. Y ni siquiera siempre coincide su muerte con su fallecimiento. Lo enigmático del asunto es que afecta de modo decisivo a la propia constitución de cada quien, en tanto que, por un lado, la radical modificación del ser del lenguaje junto a, por otro, los caminos abiertos por la biología y la neurociencia, en una conjunción extraordinaria con las nuevas tecnologías, nos enfrentan a un misterio, sin embargo, cada vez más cifrado y más descifrado, de alguien (¿alguien?) que desborda lo que venimos llamando humano. Entonces la cuestión ya no es ¿qué será de nosotros?, algo con final bien previsible, sino ¿qué será de cualquier “nosotros”? ¿Quién dirá «nosotros» como sujeto de cualquier enunciado?, ¿habrá un lenguaje para ello?

¿Cuánto hay de pluralidad y de diversidad en la expresión “el ser humano”? Y no menos de singularidad irreductible. Lo suficiente para no tratar de caracterizar con precipitación lo que cabe decir al respecto. Es como si un cierto “nosotros” no nos perteneciera. Más bien, como si solo fuéramos en él. Sólo en lo común somos diferentes. Fuera de él, de ello, somos indiferentes.

Según lo decimos, pronto comprendemos que el propio lenguaje nos impide decir lo que podríamos llegar a pensar. Tal vez ello obedezca a que un tanto extraviados en miríadas de sucesos perdidos y de sonidos con dificultades para el sentido, nos encontramos con que aquella coincidencia de sonido y sentido que se ofrecía como el privilegio del decir poético también se encuentra colapsada. Y el reto nos impide pensar. Y no hablamos de “un pensar” con el que habríamos de pensar “el pensar”. Ya ha sido reiterado que lo que “significa”, por ejemplo, nadar no lo aprenderemos jamás por medio de un tratado sobre la natación. Lo que significa nadar solamente nos lo dice la zambullida en el río. Y “significar” es precisamente poner en camino, hacer venir. Así que la cuestión sobre hacia dónde camina es exactamente otro modo de enunciar qué significa el ser humano, qué significa ser humano. Todo ello abrazado al hecho de que pensar es creación de modos de existencia, invención de posibilidades de vida (Gilles Deleuze, Pourparlers, trad. Pretextos, Valencia, 1995, p.148). 

Bien sabemos con Aristóteles que las palabras no son las cosas, que no hay una adherencia total entre la palabra y el ser, que las palabras propician, señalan por dónde buscar. Perseguimos las cosas con las palabras y nos domina la prisa y el miedo, y deseamos atraparlas, poseerlas, tener certeza y claridad sobre ellas, pero en ocasiones sólo tenemos el atisbo de una alusión.

De ser así, la cuestión que nos convoca es una pregunta del decir y por el decir. Encontramos alivio en la escritura, en la esperanza de un pensar que dice lo que dice y hace, y hace lo que dice y es. “Digo carro y las ruedas pasan por mi boca.” Se trata del logos y no de una mera articulación fónica. No nos limitamos a morir, somos los mortales. No nos reducimos a hablar, somos los hablantes. Pensar es una cierta reivindicación de la palabra, aquella que la vincula a nuestra finitud. Pensar es un modo de respirar, es ritmo de vivir. Deliberamos y conversamos, discurrimos entretejidos con otros. No hay ideas aisladas, ni palabras, ni seres humanos. Si el lenguaje originariamente no trata de enlazar un nombre a una cosa, sino de abrazar unos hombres con otros, de vehicular unos seres humanos hacia otros, el riesgo está servido. Y eso era actuar. El lenguaje no es el simple campo o medio de expresión, sino que posee una intrínseca capacidad constitutiva de ficción, de crear e inventar efectivamente nuevas posibilidades de vida, nuevas realidades. 

Pero tal vez el recurso de abrigarse con las palabras, que señalan, significan y, a su manera construyen, el recurrir con ellas a los consuelos, a los alivios, o a los aposentos de un lugar acomodado, no parece ser el camino. Más bien así pretende ser un lugar de residencia. Caminaríamos entonces a sobrellevarnos en una quietud que, como recuerda Aristóteles, es en definitiva una forma de movimiento. Podríamos afincarnos en las palabras y hacer de su materialidad la construcción para un reposo con cierta erótica y algún placer (Barthes), el de lo granado de las palabras, incluso de los susurros que provoca el silencio. Ya ningún sujeto dominaría los efectos del funcionamiento de determinados enunciados, ni el azar de su proliferación. No podremos remitir a algún sentido ya dado previamente, porque las palabras no son las cosas, las palabras como el Crátilo de Platón nos recuerda, son relación. No ya entre el ser humano y las palabras, es que no cabe remitir a ningún sujeto de atribución, a ninguna intención, a ningún sentido, lo que la palabra ha de hacer. 

¿O ya no es así? ¿Y si se hubiera extraviado el entusiasmo de Aristóteles para tratar de comprender por qué y cómo nos comunicamos, ante la experiencia de que tal vez ya no ocurre? ¿Y si el asombro y el terror por la maravilla del devenir se hubiera desvanecido ante la experiencia de que se nos han agostado, y que también están errantes los sonidos que significan cosas, y las palabras que señalan caminos ya apenas indican por dónde cabe buscar? ¿Y si se hubieran hecho realidad los versos de Hölderlin (Mnemosine)?: “Un signo somos, sin significado / Sin dolor somos, y en tierra extraña. / casi perdimos el habla”. Efectivos e insignificantes, no cazadores, sino artesanos de sentidos. 

Solo una actividad poética, un hacer y un quehacer poéticos (poiéticos) podrían vislumbrar algún camino, recrear lo real produciendo nuevos conceptos capaces de recomponer la existencia. No es, sin más, una tarea exclusiva de los poetas (“artífices de tramas más que de versos”) (Aristóteles, Poética, 1451 b,27-29). Es cuestión de engendrar espacios, siquiera ínfimos, de libertad. Necesitamos nuevas posibilidades de vida. Así, dar sentido supondría abrir caminos, pero ¿transitables por quién?

  1. ¿Un nosotros postalfabético?

Nuevamente algo (¿algo?) podría haberse apropiado de lo que se dice. Parece ser ya otro “nosotros”. Más el de la carencia que el de la arrogancia convencida de su extraordinaria labor. Un nosotros sin sujeto portavoz.

No será suficiente con describir, ni con descifrar, ni tan siquiera con interpretar, si por tal se entiende remitir a algún sentido ya dado previamente. No es que haya una impotencia en lo dicho, ni siquiera que ello dé qué decir, es que solo lo indecible tiene esa capacidad. No es ya la de lo que no se puede decir, sino la de lo que nos da qué decir.

Tal vez seamos postalfabéticos, no simplemente porque las nuevas tecnologías han inaugurado formas diferentes o formatos distintos para el lenguaje y la comunicación, como señala Polyxeni Mantzou (Aporia in Architecture What now?, Epikentro Publishers, Atenas, 2017), el lazo entre la palabra y el concepto no parece imprescindible para que la propia palabra sea una concepción y produzca un alumbramiento. Difícilmente podemos vislumbrar qué pueda eso significar ante la pérdida de una versión única, menos aún permanente o absoluta. 

Ni siquiera los intentos de salvaguardar el discurrir de los hechos en una narración nos ofrecerá consuelo. El fin de la dinastía de la representación impide salvar el sentido con una proliferación de imágenes y textos. No es solo el fin de la mediación, es que en última instancia ni hay propiamente inmediatez. Es otro el tiempo, es otro tiempo y quizá, si Hegel tuviera razón, una determinada eternidad. Para empezar, la del instante, lo otro del tiempo.

No queda claro que quepa concebirse el instante como un fragmento que pueda habitarse. Tampoco podríamos hablar de una errancia o de una intemperie, no habría quién para el desvarío. Ni siquiera cabría propiamente entenderse la experiencia como un cobijo. La única teoría, la verdadera teoría, sería, en su caso, la contemplación de un ver sin objeto, el de un pensamiento entregado.

Tal vez hubiéramos de intentar entonces incorporar alguna terminología biológica, como preanuncio de su encuentro, ya señalado, el que ya viene produciéndose, con las nuevas tecnologías. Apenas quizá podemos vislumbrar lo que ello pudiera suponer y solo algunas formas de memoria que perviven más allá del recuerdo podrían ofrecernos una luz que ya no sería para nosotros.

Esta situación no nos impide hablar, ni soñar, ni especular, pero todo será ya más posición, postura, distancia, perspectiva, más supervisión que visión. Costaría atribuir lo sucedido a causas. No cabría refugio en lo abstracto, y lo postalfabético no sería ya un orden en una división cronológica, sino una transformación tan radical que más bien podría considerarse un trastorno, lo que no significa que no pudiera ser fecundo. 

No es ya que “el concepto borra el tiempo”, como Hegel señala, es que no cabe dar con las huellas de aquello que fue inscripción, rasgo, trazo y escritura. El espacio sería la única forma de la duración, pero con una instantaneidad sin país en el que refugiarse. Polyxeni Mantzou nos recuerda que Hestia limitaba su presencia en el hogar asentada junto al fuego, y que parecería aguardar la llegada de Hermes, el infatigable viajero. Sin embargo, ya no hay posibilidad de algo intermedio que entrelace lo divino y lo humano como hace el Eros en el banquete de Platón. Ni que vincule lo vertical con lo horizontal en una distribución aseguradora. No solo se ha perdido el sentido, también la dirección. 

Ahora bien, afectos sin objeto parecen deambular como esporas en el aire, sentimientos sin residencia, emociones sin efectos. Y ya no es posible la remisión a ningún origen, a ningún estado anterior, a ningún acomodo en un sujeto. Ni el fin es ya un final. Pero misteriosamente se abren posibilidades de las que nadie podría en principio apropiarse. Parecería tratarse de otra geografía y no solo de una nueva archivística; más de una cartografía, pero no únicamente para producir mapas, sino para procurar prácticamente cartas, naipes, manteles y tapetes en los que jugarse lo que quede, siquiera el resto, y en el que el verdadero sujeto es el juego mismo. Bastaría recordar a Gadamer o a Fink. 

En todo caso, el misterio de lo postalfabético sigue permitiendo discurrir entre el cambio y lo que permanece, continúa la posibilidad de la mutación, de la transformación y, en esa medida, algo puede suceder, ocurrir. Se abren nuevos caminos y, si las palabras nos permitieran decirlo, otra temporalidad, otra espacialidad. 

Quizá podría también decirse que se precisa otra educación. Habría de ser una transgresión respecto de los saberes dominantes y exigir ya algún ascetismo, cierto modo de retiro, de toma de distancia, de alejamiento, de intempestividad. Tal vez fuera una arquitectura de acontecimientos, de series, de ocasiones más que de obras. Tal vez no cabría apropiación, solo habitar o ser habitado por ella. Es como si un démon onírico y erótico enlazara lo que no se deja identificar. 

Ya no será posible mirar ni igual, ni del mismo modo. Y lo público no será un sitio ni solo un proceso, sino otra dimensión de lo físico. No podría ni siquiera considerarse un lugar, ni un ámbito en el que pasearse, pero provocaría incisiones en cuanto tuviera voluntad de ubicarse en ello. Por eso Mantzou habla de lo híbrido, que no es solo una mezcla, sino la generación de otra realidad.

Lo postalfabético nos disloca de un modo tan radical y nos convoca de un modo tan atractivo que ya nos costaría subrayar lo que preferimos. Sigue siendo necesario elegir y no está exento de riesgos hacerlo. Tampoco es atractivo claudicar, ni siquiera ceder a lo que tantas veces parece inevitable. 

Algo está ocurriendo, nos está ocurriendo. Y no solo a nosotros, ni preferiblemente a nosotros. Quizá quepa un principio originante del hacer, pero no como remisión a un origen del que este habría de brotar.

  1. Desconcertados sin palabras

De este modo, no es que estemos desconcertados, es que solo desconcertados somos. Nos encontrábamos satisfechos en un presumible “caminar de la vida”, con un hacer magnificado por lo que Hegel subraya: “el verdadero ser del hombre es su obrar”. En tal caso, la mejor manera de decir es la forma de vida y nuestro gran proyecto de vida es precisamente que sea bella por este vivir, con este decir.

Parecería, por tanto, que, si no hay banquete, no hay espacio de conversación. Mientras tanto, cuando no sabíamos ni qué decir nos abrigamos con las palabras de Sócrates a Aristodemo: “Juntos los dos mientras vamos de camino el liberaremos qué vamos a decir”. El alivio de este desconcierto compartido se sostenía en la confianza de que aún sería posible comunicarnos. El sueño de Aristóteles continuaría vivo. Conllevaría la comprensión de que la vida comportaría el eros como movimiento, que no lleva de unos a otros, sino a unos y otros en la dirección de algo otro. Cabría, en tal caso, caminar juntos con un mundo más justo y más libre como horizonte. 

Ahora bien, si el lenguaje es lo primero, queda por ver si no es, a la par, lo último. No cabe sin embargo un alejamiento. El lenguaje huye de sí y esa persistencia comporta un confín donde se reúnen todas sus posibilidades. Es la tierra del lenguaje. Si ya no es posible presumir de la subjetividad como fuente es porque ese confín supone un final, que es más que un simple acabamiento. Esa distancia del lenguaje respecto de sí mismo es lo que algunos han considerado como el tiempo que ha devenido espacio o, si se prefiere, es la literatura (Foucault).

No es que esté en duda nuestro decir, no al menos más que en cualquier otra circunstancia. Ya sabemos que ese dudar está ínsito en cualquier decir que pretenda ser un decir sustancioso, sustantivo, esto es, que trate de decir algo de alguien o de algo.

Ahora bien, el asunto queda complicado, incluso tal vez inviable si, como señala George Steiner, resulta que «lo absoluto es la palabra» y, sin embargo, a la par, en los bordes del mundo vivimos, en los tiempos de la post palabra. Si los seres de palabra ya la hemos perdido, ¿cabe decir de lo que cabe hacer?, ¿qué decir de esos seres?, ¿cómo decir que hemos perdido la palabra?, ¿quién lo dirá?, ¿con qué palabra?

Efectivamente, somos insignificantes, pero ello no se agota en el carecer de sentido, sino que en esa insignificancia destella el que podemos dar sentido a la vida y significado a las cosas, tarea fundamental de nuestra libertad.

Mientras el lenguaje lógico y gramatical nos desliza por estas consideraciones, Nietzsche, como acostumbra, nos susurra con contundencia: “la lógica es la ficción suprema”. No lo otro de la verdad, sino un modo de ser de ella. ¿Qué ficción amparará cualquier decir de quienes ya desarticulados, para Hegel, por tanto, enfermos y, en palabras de Montaigne, en un mundo sin salud sin amistad y sin comunicación?

Nuestros cuerpos se dan de bruces con las nuevas tecnologías, con los algoritmos, con la inteligencia artificial, y el lenguaje combate por no despedirse entre los caminos de la biología, de la nanotecnología y de la robótica. No han sido apariciones. Son cosas nuestras y, sin embargo, en cierto modo no nos pertenecen. Nos desafían y nos convocan. Ya la cuestión no será ¿qué cabe decir?, ni siquiera ¿quién dirá? El “hacia dónde” que mueve esta escritura parece estar alejado de todo blanco prefijado y radica más bien no en una elección por nuestra parte de la dirección, sino en la propia flecha que apunta un tanto descontroladamente.

Así, los avatares del lenguaje son paralelos a los de eros y, en definitiva, a los de la muerte misma. Eso no vendría sino a confirmarnos como mortales, sin con ello dejar de ser humanos. Antes, por, al contrario. Pero todo se desvanece si precisamente lo que está en cuestión es algo así como «el ser humano». No sería digno —subrayemos ese término— regodearnos en su disolución. Resultaría algo más que paradójico, resultaría tarde e imposible. La escritura nos impide ir más allá de una esfumación o difuminación. Pero cabe la lectura, empeñada en recrear y en escribir, y la memoria en persistir y reactivar el decir.

Ya no nos apropiamos ni enseñoreamos este decir y, lejos de todo lamento, encontramos aquí nuestra orilla, quizá la de los últimos que cabe propiamente calificar de humanos, si ello está vinculado a cierto decir o, tal vez, la de quienes asisten desconcertados a la irrupción de las consecuencias del propio hacer y saber, cuyos efectos y funcionamiento no siempre dependen de nuestra intención. Lo cómodo en tal caso sería no darse por aludidos, eludir toda responsabilidad, quedar reposados, reducidos, en el mejor de los casos, a lo que Platón en la República (476 a ss) denomina curiosos, mirones o amadores de espectáculos.

  1. De despedida

De ser así, resultaría insensato dejar de comprender que en cierto modo nos despedimos como los seres que hablaban y leían, que escribían. Resuenan las palabras de Paul Valéry: 

He asistido a la desaparición progresiva de seres extremadamente preciosos para la formación regular de nuestro capital ideal, tan preciosos como los mismos creadores. He visto desaparecer uno a uno esos entendidos, los inapreciables aficionados que, si bien no creaban obra, creaban su verdadero valor; eran jueces apasionados pero incorruptibles, para los cuales o contra los cuales era bueno trabajar. Sabían leer, virtud que se ha perdido. Sabían escuchar, e incluso oír. Sabían ver. Es decir que lo que apreciaban releer, volver a escuchar o volver a ver se constituía, por ese regreso, en valor sólido. Así aumentaba el capital universal. 

No digo que todos hayan muerto y que no puedan nacer nunca más. Pero constato con pena su extremada disminución. Tenían por profesión ser ellos mismos y gozar de su opinión con total independencia, que ninguna publicidad, ningún artículo conmovía.

(Paul Valery, La Crise de l’esprit, extraído de “Europe de l’antiquité au XXe siècle”, Collection Bouquins, Éditions Robert Laffont, París, 2000, pp. 405-414. Hay versión al castellano, véase: Paul Valéry, La libertad del espíritu, trad., Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2005, p. 44.)

Eran los destellos de algo que se atisba, no una predicción sino una experiencia, la de una cierta desposesión, la de alguna despedida. Sin melancolía, sin añoranza, pero atentos y precavidos, se constatan las dificultades, no solo del decir, sino de los seres capaces de hacerlo. Ya nos señala Séneca que “son muy pocos aquellos a quienes no se les acaba la vida en medio de las prevenciones para pasarla.” (Sobre la brevedad de la vida, cap. 1). Ello supondría despedirse antes de cualquier llegada. Cabe la confianza, incluso la esperanza, de que consoliden otros modos de decir, más o menos extradiscursivos, pero se diluyen los espacios de una conversación transformadora. Podemos hablar de resistencia, o de insistencia, pero en cuanto algo resta como memoria estamos aún a tiempo, mientras todavía es posible, aunque sea en un tiempo recobrado por el quehacer poético del pensar, en ciertas formas de escritura. 

A la par, nos preguntarnos por “qué hay de nosotros” en lo que creíamos más constitutivo. En tanto que seamos artífices y no meros artefactos, hay en lo artificial no poco de nuestro hacer, no poco de nuestro saber. Tal vez, entonces, lo humano sea tan excesivo como insuficiente. No resulta difícil encontrar otros términos para ello. Y los hay, y han sido dichos. La cuestión es hasta qué punto podremos algo más que balbucearlos. O si, al hacerlo, nos encontramos ya de nuevo en lo que está en el modo de un irse, o de algo ya sido. Se ratifica así que el lenguaje que abría un camino, que indicaba por dónde buscar, nunca llegaba, que el discurso no es tanto el órgano del desvelamiento, cuanto el sustitutivo de este. Ya ha sido señalado que el propio Aristóteles ignora una forma de discurso que coincidiría con el proceso mismo mediante el cual las cosas se desvelan. Sería como el lenguaje de Dios, y no estamos en esas.

Producen cierta ternura nuestros desaforados intentos de pervivir, forma parte de nuestra condición tratar de hacerlo. Y el reconocimiento de nuestras limitaciones puede ser una forma extraordinaria de responsabilidad. Otros modos de decir y otros modos de ser, con independencia de que quedemos prendados de su saber, más allá o más acá de nuestra intención, se encontrarán con nuestros afanes por no claudicar, por no limitarnos a lamentar, y antes bien tratar de desfallecer en un laborar por aquello que denominamos la creación de espacios de justicia y de libertad, irrisorias palabras para no pocos y que —a fin de que su carcajada pueda llegar a ser más resonante— denominamos espacios de ética y de convivencia. Pues, a pesar de esas carcajadas, nos aferramos a ciertas palabras. Son nosotros en una despedida con ellas, no de ellas. Y eso nos permite sostener que solo seremos singulares en ese reír juntos, diferentes en lo común, que se apuntaba en el decir sobre el eros y la amistad al que no renunciamos. El mundo es ya diferente, es otro. Nosotros, también. 

Ya nos enseñó Platón en El Sofista que no hay que olvidar que el no ser tiene tanto que ver y que decir con el ser que, propiamente, es la alteridad, no solo el no ser frente al ser, sino el no ser en el seno del ser mismo. Así que «el ser humano» es otro, desde luego, pero no puede permitirse ignorar al otro, precisamente por diferente. Artífices de la belleza de la propia vida en un mundo de artefactos, donde hasta el silencio encuentra difícil abrigo. 

El acomodado privilegio de emboscarnos en un decir que tiene enormes limitaciones para hacerlo y en un ser humano que se encuentra con dificultades con el quehacer de hombres y mujeres en vivir y pervivir en un mundo que ha roto sus raíces con la tierra, podría ofrecernos la coartada de señalar que solo cabe estar a la expectativa, que nos sentimos desbordados, que el extravío es total y, a continuación, proceder al juego de los supuestos y de las predicciones. Pero incluso sin encontrar las palabras adecuadas, sin tenerlas, sin aquellas en que se tejía nuestro discurso y nuestro ser, en las que sentimos los primeros latidos, e impulsos e intereses por mejorar la existencia, y no solo la nuestra; mientras campan la biología y las nuevas tecnologías y los desarrollos inteligentes que afectan de modo decisivo a lo que quepa entender por cuerpo humano; mientras encontramos dificultades para reconocer ya cuáles son, si los hay, nuestros deseos, lo más cómodo sería entregarnos a otras modalidades de la inteligencia que de una u otra manera nos dicten los caminos inexorables o, dicho más cuidadosamente, preferibles, hacia lo que podría no depender de nuestra voluntad ni, si las hubiera, de nuestras convicciones. 

Ahora bien, heridos, errantes, siquiera de modo balbuceante, entre sucesos perdidos, cabe aún el resquicio de determinaciones compartidas para no ceder tan rápidamente, a fin de no claudicar, para tratar de abrazar y vincular el ser humano con el decir humano, aunque sea deshilvanada la posibilidad de tejer una digna polis. Decir ser humano es ya tener en cuenta que somos con los demás, con las demás, por muy absolutamente otros y otras que sean. Nos interesan, son interesantes, tienen intereses. Y ello no les resta, no nos resta, ni dignidad ni desconcierto. A diferencia de otras, esta despedida no será simplemente solitaria.

Ángel Gabilondo
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