Todo sistema político puede compararse con
una serie de cedazos a través de los cuales deben
pasar los políticos que aspiran al poder (…)
Ningún político, por más talento que posea, puede
pasar a través de ese filtro si su personalidad
no se ajusta a la forma específica de la malla.
Cuando algún político consigue pasar rompiendo
el filtro, toda la estructura del sistema está
preparada para cambiar.
Arthur Koestler, La escritura invisible
Durante años he leído a varios intelectuales latinoamericanos afirmar que existen dos izquierdas en el subcontinente. Desde Jorge Castañeda hasta José Woldenberg, no son pocos quienes dan por buena semejante interpretación. Simplificando mucho, la idea es que hay una izquierda autoritaria, retrógrada, simpatizante de dictaduras. Por otro lado, una izquierda moderna y socialdemócrata, prácticamente escandinava y defensora de los valores de la modernidad tardía.
A la luz del argumento, este mismo esquema aplicaría para el análisis del desarrollo histórico de la izquierda mexicana, donde habrían estado en pugna estas dos variantes. La izquierda latinoamericana –y en concreto, la mexicana– sería entonces una especie de Jano bifronte, que presenta dos rostros o dos puertas diferentes a la vida política. La propuesta, aunque analíticamente seductora, no encuentra un asidero firme en la realidad mexicana. En mi experiencia como observador de la vida política, solo he visto manifestarse una izquierda partidista y gobernante: la autoritaria, retrógrada y simpatizante de dictaduras.
La izquierda mexicana realmente existente nunca ha podido trascender sus atavismos ideológicos. En todo caso, sus representantes partidistas más poderosos, primero el PRD y ahora Morena, siempre han abrevado de dos ríos: el del nacionalismo revolucionario que sirvió de sostén al PRI, y el de las versiones menos sofisticadas del marxismo latinoamericanista y la teoría de la dependencia. En términos prácticos, la militancia del PRD y luego la de Morena está conformada por ex priistas y por los sobrevivientes de los partidos comunistas mexicanos anteriores a la caída del Muro de Berlín.
Históricamente, esto que el politólogo español Ludolfo Paramio solía llamar “reciclaje de desechos políticos” ha dejado fuera a esa supuesta izquierda socialdemócrata que en México suele terminar confinada en círculos intelectuales y claustros universitarios. La socialdemocracia no tiene base social mexicana. No hemos tenido en México un gobierno local o nacional que merezca el calificativo de socialdemócrata. Hay ciertamente figuras que en términos de poder real son marginales y asoman la cabeza de cuando en cuando en la vida parlamentaria, reclamando para sí la representación de la socialdemocracia, pero no han estado cerca de gobernar siquiera un municipio importante.
En cambio, la otra izquierda ha crecido progresiva pero imparablemente a lo largo de las últimas cuatro décadas, hasta alcanzar el poder ejecutivo nacional y actualmente gobernar en más de dos terceras partes de las entidades federativas. Con ex priistas tripulando sus campañas electorales a escala local y federal, Morena consolidó un impresionante dominio territorial en casi todo el país. Analistas y políticos de distintos signos ideológicos, incluida la misma izquierda, han cometido el error de subestimar a López Obrador, pero los hechos hablan por sí mismos. Un ex priista encabeza la izquierda realmente existente en México y en la actualidad no hay ningún partido, movimiento, sindicato, propuesta intelectual o caudillo capaz de disputarle ese espacio ideológico donde realmente cuenta: en las preferencias electorales.
Si en México hay una izquierda supuestamente socialdemócrata ¿por qué los candidatos presidenciales de la izquierda en las últimas cuatro décadas son ex priistas? Más importante, ¿por qué dentro de la variedad de la izquierda mexicana, sea cual sea la generación de la que hablemos, el único que pudo conquistar la Presidencia de la República fue Andrés Manuel López Obrador? ¿Por qué la socialdemocracia en México ha fracasado una y otra vez, ya no digamos en ganar posiciones reales de poder, sino cuando menos en crecer como porcentaje del voto? Para intentar responder, exploraré tres elementos.
La evolución intelectual de la izquierda mexicana
La gran trampa del siglo XX. En cuanto alguien
cree que algo es científico y fácilmente demostrable
en un papel, en seguida quiere llevarlo a la práctica.
Cuando el aprendiz de brujo se asusta de la
fuerza demoníaca que ha desencadenado con
la fórmula que le enseñaron, es ya demasiado tarde
y ha de seguir siendo el esclavo del demonio
a quien él ha contribuido a liberar.
Czeslaw Milosz, El poder cambia de manos
Si hay una región del mundo propicia para el florecimiento del populismo, es América Latina. En esta zona geográfica del planeta, fenómenos como el caudillismo, el autoritarismo y el atraso político son la regla, no la excepción. La mayor desigualdad del planeta (supera incluso a la de los países africanos) genera todo tipo de distorsiones en la convivencia social y un caldo de cultivo para la inestabilidad y los sobresaltos políticos. Como decía Octavio Paz, el mundo iberoamericano no tuvo Siglo de las Luces, de manera que no es posible hablar de modernidad, entendida como el espacio en el cual la ciencia y la razón se imponen a manera de rectoras de la vida pública y su deliberación.
La iglesia, y por extensión la fe, siempre mantuvo su primacía y no fue desafiada por una andanada de filósofos ilustrados, menos aún por grandes movimientos científicos. Nuestros países transitaron de la premodernidad a la posmodernidad sin haber pasado por la modernidad política, por un período de crítica de la razón y sus instituciones. Las universidades regionales son poco relevantes en la producción de conocimiento científico y patentes a escala mundial. Acosadas por diversas facciones, las universidades suelen ser aparatos políticos al servicio de una ideología antes que centros de investigación.
La insignificancia intelectual del sistema universitario latinoamericano hace de esta una zona condenada a la dependencia científico-tecnológica y consecuentemente a la dependencia económica de las grandes metrópolis del mundo desarrollado. Esta incapacidad para desarrollar economías plenamente modernas se refleja en indicadores de crecimiento muy reducidos, una movilidad social prácticamente nula, la imposibilidad de reducir sensiblemente la pobreza, los bajísimos niveles de escolarización y el ensanchamiento de las brechas de desigualdad social. No existen instituciones parlamentarias consolidadas, tampoco una tradición de debate público libre –la prensa suele estar controlada por el gobierno, pues no dispone de suficientes recursos por insuficiencia de lectores–, mucho menos partidos políticos con arraigo social real y no inducido por prebendas gubernamentales o clientelismo. Lo extraño entonces no es que en América Latina se entronicen continuamente caudillos populistas y/o analfabetas, sino que, a contracorriente de su historia y sus condiciones estructurales, haya logrado vivir interludios democráticos o democratizantes.
Ahora bien, pensemos concretamente en la historia intelectual de la izquierda regional. En alguno de los siete tomos de su monumental Historia del pensamiento socialista, obra en la que analiza los cinco continentes, el pensador británico G. D. H. Cole apunta de paso la insignificancia de las contribuciones latinoamericanas al pensamiento de la izquierda mundial. Prácticamente, señala, no hay un solo pensador original, una teoría innovadora. Solo repeticiones, refritos, adaptaciones y/o tropicalizaciones baratas del marxismo europeo, leído en malas traducciones, pues la izquierda latinoamericana siempre ha hecho gala de su desinterés por aprender otros idiomas. Hay una excepción: el peruano José Carlos Mariátegui, pero pertenece a la ficción utópica, más que al pensamiento político, y su cauda fue una de las más violentas guerrilas: Sendero Luminoso. El pensamiento socialista en América Latina, insinúa Cole, fue otro pretexto para la victimización estéril de quienes culpan al pasado colonial de todas nuestras desgracias, a fin de no hacerse responsables de su fracaso en la conducción del presente. Pese a que su obra se publicó en la primera mitad del siglo XX, las opiniones del profesor Cole mantienen una vigencia poderosísima.
La verdad es que, si usted le pregunta a un intelectual o político de izquierda europeo, la obra de los izquierdistas latinoamericanos no figura en su radar. [ER1] Y esto no se debe a colonialismo, imperialismo o cualquier otro disparate ideológico, sino a la reducida originalidad, la falta de profundidad analítica o las escasísimas contribuciones conceptuales al corpus del pensamiento de la izquierda mundial. Algunos, como Roger Bartra, han ganado enorme reconocimiento internacional por su trabajo en campos académicos particulares (en este caso la antropología), pero no en el desarrollo de una propuesta conceptual para la izquierda mundial. Quien parecía haberlo conseguido, Fernando Henrique Cardoso, autor de la famosa teoría de la dependencia, terminó renegando de sus propias ideas y desechándolas por muy buenas razones.
Resulta muy significativo lo difícil que es encontrar traducciones al español de pensadores socialdemócratas, empezando por el mismísimo padre de la socialdemocracia, Eduard Bernstein, de cuya obra apenas hay ediciones en español antes de 1980. Históricamente, lo que tuvieron a su disposición los izquierdistas del orbe hispánico eran las traducciones de autores marxistas-leninistas, producidas a gran escala y a precios populares por el aparato propagandístico soviético. Y como llevamos dicho que a la mayor parte de la izquierda mexicana le produce erisipela aprender idiomas, no pudieron acceder a la tradición intelectual del laborismo británico, mucho menos a la de la socialdemocracia alemana. Ni siquiera a la del socialismo francés, con todos sus bemoles propios de la pobreza de la producción universitaria en el mundo latino…
Así las cosas, resulta natural que, en ausencia de un fundamento intelectual y filosófico serio, la izquierda mexicana se sintiera adecuadamente representada en el discurso más rancio del nacionalismo revolucionario y en las versiones localistas de un nostálgico y victimista marxismo latinoamericano. Un discurso como el obradorista.
La derrota y aislamiento político de los “moderados”
Ojalá que la pasión, la experiencia amarga y
las faltas de la generación combatiente a la
que pertenezco puedan aclarar un poco
sus caminos. Con esta condición única, convertida
en imperativo categórico: no renunciar jamás
a defender al hombre contra los sistemas
que planean la aniquilación del individuo.
Víctor Serge, Memorias de un revolucionario
En México, como en el resto de América Latina, con la salvedad de Uruguay y Chile, la izquierda moderada o reformista no logró posicionarse como la opción más fuerte entre las diferentes corrientes de su bloque ideológico. Más o menos en todos los países, primero los marxistas y luego los bolivarianos fueron imponiéndose entre los grupos sociales, asociaciones sindicales, estudiantiles, círculos intelectuales, académicos y, desde luego, en los partidos políticos de la región. Fueron, en primer lugar, más numerosos que las excepciones eurocomunistas y después socialdemócratas de las figuras políticas latinoamericanas. Presumían, además, la superioridad moral de haber sido perseguidos, encarcelados, desterrados y torturados por las salvajes dictaduras militares del continente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Si bien México no padeció una dictadura militar en este período, sí sufrió este tipo de abusos a los derechos humanos en la etapa conocida como la Guerra Sucia.
De modo que la izquierda comunista, radical y revolucionaria, que estuvo dispuesta a tomar las armas contra las dictaduras, parecía merecedora de una credibilidad por encima de quienes abogaban por la vía parlamentaria o democrática como método de transformación social. No solo eso: antes de las transiciones democráticas regionales en la década de 1980, la única izquierda latinoamericana que había llegado al poder y tuvo capacidad de emprender a cabalidad su programa de gobierno era la Revolución cubana. El fracaso del experimento reformista de Salvador Allende en Chile después del monstruoso golpe de estado pinochetista consolidó en la izquierda latinoamericana la convicción de que el único camino al poder era la violencia revolucionaria.
Todavía después de las transiciones democráticas en buena parte de los países de la región, se incorporaron a la vida partidista ya legalizada numerosos comunistas que seguían pensando que la alternativa parlamentaria era una farsa burguesa. El sistema exigía una demolición integral y no había reconciliación posible ni con el capitalismo ni con la democracia liberal. Si bien en México el PSUM y otras fuerzas marginales empezaban a cambiar su perspectiva sobre la democracia liberal, la fuerza y ascendencia moral de los comunistas y ex comunistas en la izquierda se mantuvo viva.
Una vez colapsado el muro del Berlín y derrumbado el experimento totalitario soviético, parecía llegado el momento de que los reformistas tomaran la palabra y el poder, cuando menos dentro de sus partidos. Desafortunadamente sucedió lo que tantas veces han documentado primero Vuelta y luego Letras Libres. La izquierda mexicana se rehusó a hacer una autocrítica seria, profunda y de largo alcance sobre los crímenes humanitarios de la dictadura totalitaria soviética. A lo sumo, optaron por guardar silencio. La utopía monstruosa parecía plenamente desacreditada (nadie imaginó que solo unas décadas más tarde, la izquierda latinoamericana volvería a reivindicar aquellas atrocidades), pero nadie quiso condenarla con la contundencia que sí ejercieron verdaderos socialdemócratas e intelectuales europeos como François Furet en su libro El pasado de una ilusión. Es posible que no hubiera nadie con la estatura intelectual necesaria para hacerlo como el momento histórico demandaba. Con todo, lo más importante es que en el mundo de los partidos nadie siquiera pronunció un discurso desde la izquierda para hacerse cargo de la responsabilidad por haber defendido tantas décadas un régimen dictatorial y genocida.
Para entonces, la izquierda partidista mexicana ya se había fusionado a plenitud con la escisión nacionalista-revolucionaria del PRI como resultado de la elección presidencial de 1988. El neocardenismo y los excomunistas fundaron el PRD, el primer partido político de izquierda realmente competitivo en el México moderno. Por primera vez, las elites mexicanas sintieron la posibilidad de que la izquierda partidista llegara a la cumbre del poder.
Nuevamente, no se trataba de una opción socialdemócrata como sí sucedía en otras izquierdas del mundo. Muy a pesar de que en España llevaba casi una década gobernando el PSOE, un partido para entonces decididamente socialdemócrata y reconciliado con el capitalismo democrático, el discurso neocardenista ponía de lado lo que hacían otros partidos equivalentes en Europa y apelaba a un izquierdismo mucho más anticuado. Es verdad que por entonces algunas voces como José Woldenberg o Rolando Cordera se hicieron oír buscando la construcción de una alternativa plenamente socialdemócrata e inserta en la modernidad, pero tristemente fracasaron. Lo cierto es que la mescolanza del priismo menos democrático y la izquierda marxista produjo todo menos una opción electoral socialdemócrata.
Con todo, sí fue una opción electoral robusta, como demostraron sus triunfos electorales en algunos estados y en la capital misma de la república, a menos de una década de su fundación. Si las elecciones podían ganarse con el discurso de izquierda más trasnochado, ajeno a los cambios del mundo y desentendido de la globalización, tomando como referente la dictadura cubana y, a partir del nuevo milenio, a la dictadura del chavismo venezolano, ¿para qué escuchar a los socialdemócratas?
Los representantes mexicanos de la socialdemocracia, en su mayoría procedentes del mundo académico y del sindicalismo universitario empezaron a refugiarse en partidos políticos marginales a tal grado que elección tras elección perdían el registro. ¿Les faltó audacia o capacidad? En sus diferentes presentaciones cada tres años –Democracia Social, México Posible o Partido Socialdemócrata–, esta tendencia política fracasó una y otra vez ante la indiferencia de las elites liberales, que no entendieron la importancia de apoyar su crecimiento para convertirla en la opción de izquierda dominante dentro del sistema de partidos mexicano. Y es que la socialdemocracia era leal al sistema democrático-liberal, a diferencia del PRD y luego Morena que, como se ha visto, buscaron la demolición de la democracia liberal.
Una vez más, la opción reformista de izquierda no logró consolidarse, al grado que el grueso del electorado ni siquiera sabe lo qué significa socialdemocracia.Ironías de la vida, hoy en día casi todos los partidos políticos mexicanos se autoproclaman miembros de esa tendencia. La realidad es que los moderados no supieron hacer política de tierra, ni emocionar multitudes y mucho menos ganar elecciones. La mesa estaba puesta para un político como Andrés Manuel López Obrador, capacitado para demostrarle a la izquierda mexicana que él sí podía seducir a enormes segmentos del electorado.
La habilidad política personal de López Obrador
Los franceses estaban cansados de la República
como de una vieja esposa. Para ellos, la dictadura era
una cana al aire, una infidelidad. Lo que
querían era engañar a su mujer, no asesinarla.
Ahora que ven muerta a su República, su libertad, lloran.
Irene Némirovsky, Suite francesa
Todos los expresidentes de México están políticamente neutralizados por López Obrador. Ninguno de ellos tiene la capacidad de presentarse como contrapeso a su voz. Los priistas viven exiliados y bajo amenaza de persecución, de Vicente Fox nadie sabe cuándo habla en serio y a Felipe Calderón lo desautorizó para siempre, ante México y ante la historia, el juicio y encarcelamiento en Estados Unidos de su brazo derecho, Genaro García Luna, sentenciado por narcotráfico. Buena parte de los grandes empresarios y magnates mexicanos viven de rodillas ante el presidente, dispuestos a complacerlo y acudir a su llamado cuando les convoca, por el temor de sus respectivas cuentas pendientes con el fisco y quién sabe con qué otra autoridad. Las figuras de la oposición son una expresión retórica antes que una realidad, pues si bien existe un alto porcentaje de mexicanos en desacuerdo con el gobierno, es decir varios millones de ciudadanos, no hay un líder o lideresa que todos reconozcan. El ejército tiene más poder del que nunca tuvo en la época del autoritarismo priista, cada vez más fortalecido por las numerosísimas facultades que el presidente les ha concedido este sexenio. La popularidad presidencial se sostiene en niveles altos pese a los malos y, en ciertas áreas, pésimos resultados del gobierno. La intelectualidad y la prensa liberal, divorciadas de las masas, son incapaces de construir alternativas electorales exitosas, ni siquiera discursivamente. La izquierda partidista mexicana, fiel a sus costumbres antidemocráticas, observa con satisfacción este panorama.
Los contrapesos liberales son un error desde el punto de vista marxista. La concentración de poder siempre ha sido una meta de los revolucionarios en todas las épocas, independientemente de las enseñanzas de la historia sobre cómo terminan los pueblos que confían un poder excesivo a sus gobernantes. Dicho lo anterior, desde un punto de vista estrictamente político, es preciso reconocer que el presidente ha logrado, con habilidad innegable, someter a todos los factores reales de poder en el país. La única excepción, por ahora, es la Suprema Corte de Justicia de la Nación. A pesar de lo que muchos creen, Estados Unidos es absolutamente indiferente a la sobrevivencia de la democracia mexicana. Y aún con todo esto, hay quienes siguen diciendo que el presidente es un político incompetente, que realmente no tiene habilidades y todo es resultado de la entrega de dinero en efectivo. A no dudarlo, el presidente sonríe al leer o escuchar semejantes aseveraciones. Mientras lo subestimen, él seguirá derrotando a todos sus adversarios.
La elite mexicana, sea económica, política o intelectual, fracasó y fue vencida por López Obrador. Alguien tendrá que escribir esa historia, pero para propósitos de este ensayo lo que me interesa es cómo López Obrador derrotó a toda la izquierda mexicana, a cualquier otro liderazgo que pudiera haber asomado como su competidor, incluido el ingeniero Cárdenas, su mentor y promotor en el PRD.
Se me ocurre que solamente un personaje emanado del priismo podía conocer y apropiarse de las mañas del viejo sistema político mexicano. Solo así pudo imponerse a una izquierda partidista que, antes de él, nunca logró ir más allá de las asambleas universitarias o ganar algunos gobiernos locales. Es como el niño del barrio que le gana todas las canicas al niño rico que llega a jugar al parque y sin saber cómo pierde todo en una sola jugada. Una historia que reivindica las pulsiones victimistas de la sociedad mexicana y refuerza su respaldo popular al protagonista del cuento. Los políticos de izquierda moderada, timoratos, cobardes o cómplices, inclinaron la cabeza esperando que les tocara alguna migaja en el gabinete. Dispuestos a tolerar las humillaciones más brutales por parte de su jefe, optaron por su beneficio personal antes que defender sus convicciones ideológicas.
El desprecio de López Obrador a estos izquierdistas se hizo patente varias veces en el sexenio. Ellos lo aceptaron. Mejor que los pisotee en la mañanera antes que perder un cargo, un sueldo o peor aún, verse forzados a reconocer que se equivocaron. Tuvieron miedo o les faltó la capacidad política para enfrentarlo. La izquierda mexicana tendrá que rendir cuentas ante la historia, pues el primer presidente que llevó al poder, buscó demoler el edificio de las instituciones democráticas. Ni siquiera la derecha hizo eso cuando llegó al poder. Los izquierdistas supuestamente socialdemócratas guardaron un silencio cómplice ante la embestida contra el INE y después contra la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No faltaron quienes fueron más lejos e incluso defendieron semejantes medidas, así como callaron o incluso defendieron los crímenes del estalinismo, el maoísmo, el castrismo y el chavismo. Prefirieron el papel de lacayos al servicio de un hombre que ni siquiera venía de sus filas.
Recuerdo con exactitud el día que nació el Movimiento Yo soy 132. Lamento ser autorreferencial, pero quiero ilustrar un punto. Estaba cursando la maestría en Inglaterra y llevaba varios meses haciendo una especie de internship en el Partido Laborista británico. Mi célula estudiantil había sido invitada a un recorrido guiado por el Parlamento británico en Westminster, cuna del parlamentarismo moderno y en consecuencia de todas las democracias. Mientras hacíamos el recorrido y veíamos con asombro las estatuas de los grandes oradores y polemistas de la historia británica, el guía nos explicaba la importancia del debate público de alto nivel. No obstante, nos recordaba las reglas del debate parlamentario: el respeto civilizado al oponente. Se vale cuestionar, nunca insultar. Se vale disentir con dureza, no violentar.
Ese mismo día, un grupo de estudiantes de la Universidad Iberoamericana inauguraba en México la cultura de la cancelación, persiguiendo con saña porril al candidato presidencial Enrique Peña Nieto simplemente por no estar de acuerdo con él. No les dio la cabeza para vencerlo en un debate, les dio la víscera para tratar de intimidarlo con violencia. Eso es y para eso da la izquierda mexicana. Ante la imposibilidad de vencer con argumentos, recurrieron a la amenaza. Mientras la izquierda británica enseñaba a sus jóvenes la trascendencia del debate de calidad, en México la juventud izquierdista ensayaba el porrismo. Quienes luego se erigieron en líderes de aquel movimiento 132, supuestamente anti-establishment, terminaron como conductores y panelistas de “programas de debate” en Televisa. Décadas atrás, muchos militantes del 68 terminaron de funcionarios y hasta de policías al servicio del gobierno contra el que se irguieron.
Esa es la izquierda mexicana. Ahí está el registro de todo lo que dijeron antes y durante el sexenio. Ya están listos para defender a cualquiera de las corcholatas que resulte destapada. Como los merolicos de plazuela que anuncian a los transeúntes la llegada del salvador todos los días, nuestros izquierdistas dicen que ahora sí ya viene el bueno… o la buena. Con esos antecedentes, ¿cómo no iba a someter a nuestros izquierdistas López Obrador? ~
licenciado en Relaciones Internacionales por el Colegio de México y maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Essex, Inglaterra. Es articulista en El Universal.