37 escritores en una mirada

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“Debe de ser horrible ser un poeta aceptado por la sociedad”, dice Monterroso en el capítulo de Pájaros de Hispanoamérica dedicado a Emilio Adolfo Westphalen (aunque no a propósito de éste), y de inmediato uno piensa en él, en Monterroso. Porque, sobre todo en sus últimos años, imagino que debía de tener verdadero aunque siempre secreto terror a las servidumbres de la fama y la simplificación, al encasillamiento en el tópico y el lugar común, que tan a menudo es el costoso precio que hay que pagar por ser “un poeta aceptado”.
     Digo esto porque todavía no logro convencerme de que el verdadero, el gran talento de Monterroso fuese el de escribir los cuentos breves que están en la mente de todos, y que por misericordia no citaré una vez más. Aunque a juzgar por muchas de las exégesis que se han escrito sobre él, fue en ese encuentro afortunado con un dinosaurio, y que imagino como un hallazgo no por feliz menos casual en una cualquier tarde de ensoñación, cuando Monterroso se topó de bruces con la llave de oro del talento literario. Algo así como si hubiese frotado la lámpara de Aladino mientras decía un latinajo al revés.
     Pero ¿por qué enfadarse y arremeter? Por una sencilla razón: Aceptados o no, los poetas mueren de tópico, enfermedad letal donde las haya, o al menos quedan disminuidos y en la sombra durante largo tiempo. Y algo me dice que, si casi ningún artista se merece un aplazamiento tan cruel (salvo los que se lo merecen porque hilando tópicos se han convertido en mediopensionistas de la gloria), menos que nadie se lo merecería Monterroso que, a mi juicio, se esforzó como pocos y hasta el último día por mantener la ética, el espíritu artista que no es otro (perdón si molesto) que el de aventurarse y descubrir. (“Si uno ya sabe lo que va a hacer, ¿para qué hacerlo?”, se preguntaba Picasso.) Por supuesto no olvidaré la única bronca que me echó en su vida. Estábamos comiendo entre amigos, yo aludí a una lectura reciente, que no era ni mucho menos literatura popular pero sí literatura fácil de autor famoso, no sé si me explico, y al cabo de un tiempo, como si se le saliese después de rumiarlo y en un mal día como podemos tener todos, Monterroso me preguntó con engañosa amabilidad (era inimaginable dando gritos): “¿Por qué lees esas cosas? ¿No eres consciente de todas las maravillas que quedan por leer y no vas a tener tiempo?”.
     Decía que Monterroso quiso hasta el final conservar el espíritu de los artistas… que es una de las formas más eficaces de mantenerse vivo como a mi juicio demuestra y consigue en Pájaros de Hispanoamérica: un volumen que no puedo por menos que considerar la lección de un maestro —a veces hay que acudir a expresiones tan alcanforadas como esa para dar cabal dimensión a según qué noticias—, pero una lección… no sólo de escritura sino también de supervivencia.
     Me explicaré: En apariencia (siempre hay que hablar de apariencia tratándose de él), Monterroso reúne en este librotextos de algún modo relacionados con 37 escritores hispanoamericanos (o sea, de la América castellanohablante), siguiendo un criterio geográfico que parece rígido y es en realidad vago y caprichoso; parece sobreponerse a un mapa político pero en realidad sigue una vieja libreta de direcciones. Todos son escritores y algunos con estimulantes especialidades como un maniatólogo, un Pessoálogo, un moridor (César Vallejo), un palindromista y un ornitólogo, que es el estudioso que firma el libro y que también podría haber sido fantasmólogo, honor que se le adjudica, no sin méritos, a Juan Rulfo.
     Pero calma: en ningún caso el libro puede ser tomado como manual, guía de lectura, pretexto para exaltaciones nacionalistas varias, con copas o en el día de San Espejo, pese a que los autores son presentados junto al nombre de sus países de origen, lo que no deja de resultar pintoresco o al menos ingenuo cuando el autor no cabe en un pasaporte ni lavándolo con agua caliente para que encoja, como es el caso de Borges, Cortázar… o el propio Monterroso. Ni siquiera sirven estos textos para completar la imagen que se pueda tener de ciertos autores, y ya no sólo de los que cuentan con una abundante y hasta agotadora leyendoteca, sino también los que no (la gran mayoría), aquellos que Monterroso casi nos descubre. Incluso con ellos, de quien se nos está hablando es de nuevo de Monterroso, que no es sólo el protagonista del último retrato, el del ornitólogo. Es el de todos.
     Que no cunda el pánico: tampoco se trata de uno de esos rompecabezas de ombliguismos y egolatrías —name dropping se le llama en inglés— que algunos memorialistas reúnen a veces para convencernos y quizá autoconvencerse de cuán intensa ha sido su propia vida. A través de escritos que rígida o vagamente se refieren a ciertos escritores, y que se sugieren a sí mismos como muestras de varios géneros pero sobre todo del dietario de escritor (recuerdan La letra e y La vaca, del propio Monterroso), en realidad, fáciles e inútiles clasificaciones al margen, de lo que nos dan cuenta es de una mirada.
     Y de las múltiples virtudes de esa mirada me quedo con una: la capacidad de sobreponerse a la mirada colectiva, a lo que hay que ver, para ver lo que sólo se alcanza después de una vida empeñada en conquistar y merecer los propios ojos. ~

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Pedro Sorela es periodista.


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