Una de las obsesiones de los reporteros gráficos que cubren las guerras es encontrar una respuesta balsámica a la pregunta: ¿Se alimenta mi éxito del dolor de los demás? Así lo atestigua James Natchway en el documental de Christian Frei War Photographer, homenaje a sus veinte años de reportero, donde Natchway insiste en el valor testimonial de su oficio: “Esas imágenes no podrían haber sido tomadas si esas personas no esperasen que yo las fotografiase. Es imposible sin la complicidad de la gente, sin el hecho de que me den la bienvenida, de que me estén esperando. Ellos comprenden que un extranjero con una cámara es la oportunidad de enseñar al resto del mundo lo que les está pasando”. Insiste, por ello, en que sus fotos no sean vistas como obras de arte sino como una forma de comunicación.
Será precisamente el efecto que generan las imágenes del dolor causado por la guerra en los espectadores “que nunca hemos estado allí” el motivo de reflexión de Susan Sontag en su último ensayo, Ante el dolor de los demás. Sontag toma como punto de partida el libro de Virginia Woolf Tres guineas, publicado en 1938 como respuesta a la barbarie de la guerra que se avecinaba. Woolf propone un original enfoque basado en algo que se tenía por demasiado evidente pero inoportuno: la guerra es un juego de hombres, “pues para ellos hay en la lucha alguna gloria, una necesidad, una satisfacción que las mujeres (la mayoría) no sienten ni disfrutan”. No obstante, ante las fotos llenas de atrocidades que le envía el asediado gobierno español, Woolf profesa la creencia de que la conmoción creada por semejantes imágenes no puede sino unir a la gente de buena voluntad en su intento de evitar la guerra, independientemente de su sexo.
Casi setenta años después, Sontag no cree ni en la pureza de la imagen como testimonio de la barbarie ni en la posibilidad actual de abolir las guerras, pero sí en la legítima aspiración de impedir, al menos, el genocidio y las guerras específicas imponiendo alternativas negociadas. Para ello son necesarios unos códigos éticos que reafirmen nuestra sensibilidad moral, la del “nosotros” (los que nunca hemos estado allí). Analiza entonces nuestra capacidad de respuesta ante las imágenes que nos llegan del sufrimiento lejano, y uno de los condicionantes previos que revisa en profundidad es la manipulación de esas imágenes: “Para los que están seguros de que lo correcto está a un lado, la opresión y la injusticia de otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa precisamente es quién muere y en manos de quién”. Para los militantes la identidad lo es todo. Sontag cuenta cómo, al comienzo de la guerra balcánica, las mismas fotografías de niños muertos durante el bombardeo de un poblado pasaron de mano en mano tanto en las reuniones propagandísticas serbias como en las croatas. Alterando el pie de foto, la muerte de los niños podía usarse una y otra vez. “Las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Una llamada a la paz. Un grito de esperanza”.
El conocimiento de la guerra entre la gente que nunca la ha vivido es en la actualidad producto del impacto de las imágenes fotográficas o televisivas, hasta el punto de que una catástrofe vivida se parecerá a su representación: “algo se vuelve real al ser fotografiado”, sentencia Sontag. Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real, es decir, interesante para el espectador. Los ejemplos son obvios, desde la repetición hasta la saciedad de la imagen del avión que atraviesa un rascacielos en Manhattan hasta las personas anónimas que anhelan convertirse en celebridades, es decir, en imágenes. “La realidad ha abdicado concluye Sontag, sólo hay representaciones: los medios de comunicación”.
En este sentido, la autora nos recuerda una vez más la funcionalidad del arte como proceso transformador. La fotografía también propende a transformar. Se trata de la imagen que alguien elige y encuadra, y encuadrar es excluir. El encuadre ofrece una perspectiva de irrealidad que nos empuja a un conocimiento irreal de lo reflejado en la imagen y, en cuanto imagen, algo puede ser a la vez bello y aterrador, sin serlo en la vida real. Las fotos de las ruinas del World Trade Center han sido efectivamente tildadas de surrealismo, “eufemismo bajo el cual se oculta la definición de belleza de Breton”, apunta sagazmente Sontag. En Sobre la fotografía, ya se refería a la aptitud de ésta para descubrir la belleza en lo humilde, lo decrépito: “En el peor de los casos, lo real tiene un pathos. Y ese pathos es la belleza”. Ante ese posible prejuicio que supone una falta de autenticidad en lo bello, Sontag intenta ir más allá en la necesidad de mirar las fotografías que registran grandes crueldades o crímenes: “Se debería sentir la obligación de pensar en lo que implica mirarlas”. Aunque sólo se trate de muestras y no consigan abarcar la mayor parte de la realidad a que se refieren, deberíamos permitir que esas imágenes nos persigan al cumplir una función esencial: “Las imágenes dicen: esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides”.
Sontag se pregunta qué podemos hacer entonces con el saber que las fotografías aportan del dolor ajeno. Una de las ideas que planteaba Sobre la fotografía es que si bien un acontecimiento conocido a través de las fotografías se vuelve más real que si éstas no se hubieran visto nunca, la exposición reiterada vuelve el acontecimiento menos real. Casi treinta años después, la cuestión gira para ella en torno a la televisión: “Las imágenes mostradas en la televisión son por definición imágenes de las cuales, tarde o temprano, nos hastiamos. Lo que parece insensibilidad tiene su origen en que la televisión está organizada para incitar y saciar una atención inestable por medio de un hartazgo de imágenes”. El flujo de imágenes de la televisión excluye la imagen privilegiada de la fotografía, nuestra respuesta afectiva ante ella. De todos modos, la compasión sería una emoción inestable, “necesita traducirse en emociones o se marchita”. La pregunta sigue siendo qué hacer con el saber que esas imágenes comunican “y si sentimos que no hay nada que podamos hacer, comenzamos a sentirnos apáticos, cínicos, aburridos”. El hecho de ser conmovidos por ellas, apunta Sontag, no es necesariamente lo mejor: “Apartar la simpatía que extendemos a los otros acosados por la guerra y la política asesina a cambio de una reflexión sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento, y pueden estar vinculados […], es una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras sólo ofrecen el primer capítulo”.
Nada hay de malo en apartarse y reflexionar ante el testimonio gráfico de reporteros como Natchway, si reparamos en el creciente control informativo del gobierno norteamericano en ese sentido. ~
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