Daniel Sada
A la vista
Barcelona, Anagrama (Narrativas Hispánicas, 489), 2011, 237 pp.
A la vista es otra novela de Daniel Sada. He ahí su virtud, también su problema. Sucede esto: en A la vista tenemos el despliegue de una prosa extrema, esa región personal del idioma que Daniel Sada (Mexicali, 1953) patentó en varios libros de ficción, en lo que llamaríamos el Ciclo del Desierto: de los cuentos de Juguete de nadie (1985) a su obra cumbre, la novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999).
Hallamos en A la vista el léxico de hibridez carnavalizada en el que conviven regionalismos, coloquialismos y cultismos, muestra de un oído poroso ante la oralidad a la vez que de un genial eclecticismo para el que distintas épocas y geografías del idioma conviven en el presente. Cierto que en esta prosa ya tiene menos peso el muy audible apareamiento de endecasílabos, octosílabos y heptasílabos, recurso –natural de un lector de poesía clásica– que se ha venido aligerando desde hace tres o cuatro libros, sinque se pierda el sinuoso ritmo de la frase –que da fe de un ir y venir entre el discurso indirecto libre y las incursiones doxales de un narrador de tercera persona–, ni otras marcas sintácticas que desdramatizan el relato.[1] Como lo esperábamos: la lección de un maestro.
Pero esta descripción es insuficiente. Antes de hablar de una prosa, tendríamos que hablar de la voz que la produce. El estilo en Sada no es un capricho. Es un rasgo psicológico del personaje más importante creado por su imaginación: ese campirano contadorde historias que, con todo y omnisciente, nunca es imparcial, pues describe y narra con incorrección política rasgos y acciones. Esta es la gran invención de Sada: un claridoso Balzac de pueblo norteño. Que es, también, una reivindicación muy latinoamericanista: su dicción localizada, inalienablemente intraducible, podría leerse como una declaración de soberanía lingüística que se afilia al Siglo de Oro y cierta franja del boom en su cometido de legitimar las jergas populares y hacerlas invadir los cenáculos de la escritura culta. La operación de Sada lleva la riqueza verbal de seres expulsados de la Historia (no porque suene grandilocuente deja de ser cierto) al territorio del arte.
También habría que reparar en otra cosa: con su Ciclo del Desierto, Sada reformuló el tratamiento de lo rural en la ficción hispanoamericana. Para el último tercio del XX, narrar el campo era suicida; quienes lo intentaban no pudieron escapar a la condición de epígonos de García Márquez o Rulfo. Gracias a su narrador logorreico (no lacónico, tampoco hiperadjetivado) y su enfoque satírico (no trágico ni magicorrealista), Sada supo eludir las sirenas de la inmovilidad de la trama y el lirismo imaginístico (caminos que siguió el deslumbrante Jesús Gardea) para mantener los dos piesen el viejo terreno narrativo y hacer así visible, de nueva cuenta, al campo, abandonado por la gente mas no por la palabra, como materia aún urgente para la fabulación.
A partir del nuevo siglo, el narrador de Sada se mudó a la capital: tuvimos asíel Ciclo de la Urbe. La densidad de su escritura entregó en las siguientes tres novelas una imagen desacostumbrada de la Gran Ciudad: claustrofóbica, especulativa, lenta, casi solipsista, como si su narrador, aceptando el riesgo de una excesiva morosidad que podría –y así sucedió– expulsar de las páginas a sus lectores, se negara a venderse al ritmo desaforado de las calles y prefiriera encapsularse en la psique de sus creaciones –e incluso como si viera con sorna agresiva, ya no gentil burla, los afanes vacuos de gente interesada (Luces artificiales, 2002), estúpida (Ritmo delta, 2005), obsesa (La duración de los empeños simples, 2006).
Luego de ese interludio capitalino, Sada ha vuelto a los espacios del norte mexicano, donde ocurre A la vista. Tenemos aquí, enefecto, la virtud de su característica prosa, pero también un problema: percibo un agotamiento no en lo estilístico sino en lo dramático. Desde el Chuyito de Albedrío (1989), los personajes de Sada son memorables pero no imprescindibles, pues el autor ha evitado desde siempre adentrarse en narraciones que exploren complicaciones de signo moral. Su escritura se ve dirigida, como lo deja ver Una de dos (1994), a desplegar fábulas casi atemporales fijadas en conflictos “mínimos”y sucesos cotidianos. Por su inicio, A la vista parecía la oportunidad de reunir el habla de Piporro con la profundidad de Tolstói. Eso no sucede.
La causa, según creo, es esta: a diferencia de la norma en Sada,no advierto en esta nueva entrega la construcción medida y sabia: A la vista podría haber terminado con el primer capítulo, cuando Serafín Farías, dueño de una compañía de mudanzas, es asesinado por sus choferes Ponciano Palma y Sixto Araiza. Lo que viene después carece de peso dramático porque, al no atender a una expectativa dostoievskiana (el trauma de la culpa y la búsqueda del castigo casi desaparecen en el tropel de anécdotas ordinarias), el narrador no dirige la tensión hacia otros derroteros, con lo que todo descansa, creo que de manera disfuncional, en dos rasgos también típicos del autor: la narración especulativa y, sobre todo, la abundancia de pequeños episodios intrascendentes.
Me explico: Ponciano, el asesino, es el eje dramático de la trama, mas no la sostiene. Sus repentinas decisiones ni inquietan ni comprometen. Puede volver a Torreón, dejar a su mujer, ir a Sombrerete en busca de su cómplice, atender un abarrote o encerrarse en su casa: y nada progresa (nada se mueve). El narrador y su prosa lucen obligados a darle respiración artificial a una materia que abusa de la proliferación de lo anodino y no resucita sino hasta veinte páginas antes del final.[2] Los incidentes banales asíasfixian lo que podría haber sido central: el avance de Ponciano hacia un punto que lo obligue a definirse. El dictamen entonces: Sada es un genio literario dentro de la lengua, mas no inserta su obra en el panorama de lo universal al no adelantar a un personaje con madera de paradigma que, situado ante un dilema radical, convoque una vocación inédita del actuar humano.
O acaso ando apresurado en mi juicio. Quizá no advierto que Sada evoluciona aplicando reglas nuevas, y que ahora sustituye la tensión dramática con el absurdo. En Ese modo que colma (2010), lo inverosímil lucía funcional porque se trataba de cuentos: la distancia corta no exige la resistencia de doscientas páginas. En A la vista, este absurdo se apoyaría en un rasgo temático de toda la obra de Sada: la frialdad de los lazos interpersonales. Tal vez la clave se halle en un episodio: luego de la muerte de su madre, Noemí, la sobrina de Sixto, se muestra insensible y no lleva prisa por notificar a nadie ni hacer ningún trámite: deja durante la noche el cadáver a la intemperie, solo cubierto por cobijas. Suconducta no es regañada, ni siquiera advertida por los demás personajes. Episodios así –no es el único– hablarían de una percepción de lo deshumanizado en los motivos y las acciones individuales, y explicarían la inversión de los tempi narrativos: por qué se da mayor prioridad a asuntos “nimios” y, a cambio, se deja de lado lo que un narrador psicológico o policiaco explotaría de forma principal. Así cobraría sentido ver al de los libros de Sada como el narrador sintomático de la segunda mitad del siglo XX mexicano, la Era de la Pax Priista (que para efectos literarios nomás no llega a su fin): su talante chocarrero es el síntoma de una postura de evasión ante la política, como lo sugiere la monumental Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, novela que empieza con un fraude electoral en un pueblo del norte y que a lo largo de ochocientas páginas va diluyendo la densidad moral de ese episodio –y de la represión posterior– en una disolución hacia lo ficticio, que ilustraría la nulidad del individuo y la sociedad ante la violencia del poder.
La lección: no es que en este país no haya tragedias, es que de nada sirve que se narren. El narrador introyecta la resignación mexicana ante la impunidad de la Historia. En el caso de A la vista, la lectura podría ser no menos perpleja: un homicidio casi gratuito viene seguido por una retahíla de sucesos en sítriviales pero que, en tanto delinean la crónica de lazos afectivos ya inexistentes y de una justicia que no llega –y cuando lo hace viene violenta y arbitraria–, no resultan sino signos explícitos de una época terminal.
Si esto es cierto, Sada se ha mudado entonces, otra vez, a un territorio distinto. Ya no es solo el desierto, tampoco la ciudad hostil: su nuevo norte sería un país solo en apariencia absurdo, en el que los asesinos vagan impunes y los afectos filiales y de pareja han desaparecido por completo, sin que eso, no obstante, distraiga a nadie de sus minúsculas peripecias y preocupaciones. ~
[1] Por ejemplo, el uso de los dos puntos para unir acciones que llevan vínculos de muy flexible naturaleza, o las oraciones subordinadas que, sin verse conectadas a una principal, abren con versos en infinitivo o sustantivos abstractos.
[2] En ello, A la vista contrastaría desventajosamente con Casi nunca (2008), la segunda mejor de las novelas del autor, y que aunque abunda en detalles baladíes y traza un conflicto “mínimo”(agrónomo circunspecto quiere casarse con muchacha recatada), presume no solo de un consistente temple humorístico sino también de personajes que lucen un deseo y una dirección para el deseo, lo que jalona las acciones hacia una resolución literalmente orgásmica.
(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).