Tenía quince años cuando dio comienzo mi vida laboral y no fue como emprendedor ni como escritor, sino como mago. Empecé a actuar en bares y fiestas de cumpleaños para conseguir mis primeros ingresos, persiguiendo una pasión que me movía desde la infancia y que todavía conservo. Siguiendo la cita de la profesora del MIT, Sherry Turkle, una de las principales técnicas del ilusionismo consiste en desviar la atención del público, procurando que la gente sea incapaz de concentrarse en el objeto en el que debería fijar su atención. Los magos sabemos dirigir y condicionar los actos y pensamientos del público. No obstante, cuando hacemos magia, los espectadores suspenden su incredulidad y se predisponen para la ilusión. Sus elecciones son un juego estrictamente limitado al truco de magia. En la actualidad, la realidad se ve afectada por la tecnología digital de un modo similar al ilusionismo, aunque con diferencias fundamentales: no somos tan conscientes de que se nos está engañando, y el influjo de la tecnología no se limita al espectáculo o el divertimento, sino que se extiende a la vida en general, tanto a las pequeñas acciones como a las decisiones más fundamentales.
Hasta hace poco no había relacionado mi pasión por el ilusionismo y la intención de deconstruir la influencia tecnológica sobre nuestro comportamiento y nuestras vidas. Me sorprendió descubrir que otras personas que compartían esta voluntad de esclarecimiento, como Tristan Harris, fundador del movimiento Time Well Spent y del Center for Humane Technology, también eran magos. Con todo, no revelaremos aquí los grandes secretos de la magia; sus trucos nos aportan pistas, pero serían insuficientes para desmitificar la historia de amor entre los humanos y la tecnología. Las preguntas que deberíamos plantearnos seriamente son amplias. Esto nos obliga a recurrir a la información que proporcionan un vasto espectro de disciplinas, desde la filosofía hasta las neurociencias, pasando por las ciencias sociales.
El germen de este libro se remonta a la segunda mitad de los años 1990 –periodo en el que internet comenzaba a entrar en las casas–. Entonces empecé a preguntarme en qué medida las nuevas tecnologías unían a la gente o por el contrario descomponían el vínculo social. Mi duda se intensificó a medida que la tecnología progresaba y se expandía fuera de los límites del ordenador personal para penetrar en todos los campos de nuestra existencia, entrometiéndose en cualquier experiencia humana, desde lo más íntimo, hasta lo social y lo político. Si la conclusión era que su desarrollo no era el deseable, me preguntaba hasta qué punto la humanidad sería capaz de reorientar la tecnología en una dirección más benéfica, eligiendo qué tipo de innovación queremos y bloqueando sus aplicaciones más perniciosas. Esta cuestión es más pertinente que nunca y recorrerá todo el libro.
¿El desarrollo tecnológico facilita entornos que nos hacen más libres y felices? ¿O debería preocuparnos el giro que está adoptando? Nos preguntaremos si, depositando toda nuestra confianza en la tecnología para resolver problemas individuales y colectivos, organizar nuestras vidas, acciones y pensamientos, así como nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos, nos sentimos más realizados o, por el contrario, entorpecemos la aspiración a la libertad y la felicidad que nos caracteriza como seres humanos. Si esta era nos incita a apoyarnos cada vez más en la máquina para llevar a cabo cualquier tarea o para aprehender la vida e interactuar con el mundo, ¿constituye esto la prolongación de lo que comúnmente llamamos progreso? ¿O acaso la naturaleza diferente de la innovación tecnológica actual encierra un riesgo de alienación que debería preocuparnos?
En 2018, el escándalo Cambridge Analytica reveló la explotación de decenas de millones de perfiles de usuarios de Facebook sin su consentimiento con el fin de construir un programa que influyera en grandes acontecimientos políticos como las elecciones presidenciales estadounidenses. Puede que estos hechos marcaran el comienzo de una era un poco más cautelosa ante la utopía tecnológica en la que estamos inmersos. Tuvieron el mérito de revelar el carácter híbrido de un importante actor tecnológico, el desprecio que muestra por los demás –por sus usuarios, pero también por los Estados– y en la distancia abismal entre su discurso benévolo, supuestamente motivado por el bien común, y sus actos, que demuestran que sus intereses comerciales prevalecen por encima de cualquier principio.
En efecto, la segunda mitad de la década de 2010 estuvo marcada por un incipiente abandono de la fascinación hacia ciertos aspectos de la innovación tecnológica. Antes se insistía en el carácter aparentemente emancipador y democrático de las redes sociales en las primaveras árabes; sin embargo, en la segunda mitad de la década, se levantó el velo acerca del papel de la tecnología y de las redes sociales en la fuerte polarización social y política de los ciudadanos o en la manipulación electoral. Ilustran bien esta bifurcación los dos últimos documentales de la directora Jehane Noujaim: The square (2013) y The great hack (2019). Desde entonces, las primaveras árabes han quedado en gran parte enterradas, mientras que el control de la opinión y del pensamiento por grupos de poder económico y tecnológico sobre el resto, con el respaldo de los medios digitales, parece tener un largo futuro por delante.
No obstante, estaríamos ante una paradoja similar a la que presenta el cambio climático, con el que estableceremos numerosos paralelismos. La concienciación sobre los efectos nocivos de la contaminación no ha implicado un cambio a la altura del reto existencial al que nos enfrentamos. La percepción de lo insostenible que resulta nuestro modelo de producción y de consumo no impide que perpetuemos un inviable modo de vida a costa de los limitados recursos del planeta.
En el caso de la tecnología, cuando en 2018 el mundo “descubría” que aquel puñado de gigantes de la industria tecnológica actuaba por encima de la ley y tras escuchar cómo una comisión del Parlamento británico calificaba oficialmente a Facebook de “gángster digital”, la empresa batía récords financieros con un beneficio neto de 22.000 millones de dólares –un aumento de cerca del 40% con respecto al año anterior–; y Nick Clegg, ex vice primer ministro inglés, se convertía en vicepresidente de Asuntos Globales de la empresa.
Los escándalos ligados a los excesos de Facebook y de otros mastodontes tecnológicos presentan el riesgo de aparecer como accidentes o lamentables casos aislados, cuando en realidad son consecuencias lógicas de su modus operandi y del poder que se les ha conferido para establecer las reglas que rigen el mundo digital –y cada vez más, el mundo en general–. La omnipotencia de estas entidades constituye únicamente una dimensión –sin duda, importante– del vasto problema que abordaremos en este libro: el del desafío sin precedentes que la tecnología, tal y como se está desarrollando, representa para la humanidad. Estas páginas pretenden exponer hasta qué punto la amenaza es real.
Este texto es un adelanto de Anestesiados. La humanidad bajo el imperio de la tecnología, un ensayo de Diego Hidalgo que publica Catarata este mes.