Para quienes aún no conocen su obra, Antes del eclipse, de Rafael-José Díaz, será el descubrimiento de un poeta raro, en absoluto predecible, que muestra cómo la poesía, en esta voz poética, celebra de manera extraordinaria la vida del lenguaje, de la imaginación y de la más íntima verdad. Felizmente, no es éste un libro de un solo aliento, la escritura es amplia y diversa. Poesía, desde hace tiempo, de los instantes y de la fragmentación, en este libro predominan las imágenes vivas y multidimensionales que podrían recordar, por ejemplo, las fotografías de Karina Beltrán. Sorprende aquí la libertad de la escritura, la imaginación vertida en cambiantes, pero no vacilantes, escrituras. ¿Qué distingue a este libro, entonces, a través de las partes y diferentes formas del poema?
La imagen del vuelo de los pájaros en el viento, las visiones de la luna, el sol o el árbol, son lugares de una extrema condensación de intimidad, momentos de este universo de recuerdos que se nos presentan simultáneamente presentes y remotos. Pero la máxima intensidad se sugiere en los intersticios, entre las imágenes o símbolos, entre las visiones o signos. El recientemente desaparecido Paco Vidarte escribió, en un ensayo deslumbrante (“De una cierta cadencia en deconstrucción”): “Tal vez debería detenerme aquí. No tengo mucho más que decir. Ésta es mi hipótesis, que se me ha anticipado precipitadamente …” Se trataba de verticalidad, de cadencia y de síntoma, de repetición y de aquello que se nos anticipa precipitadamente; no la muerte, el lenguaje o la vida, sino el pliegue, la hendidura, la herida. Es decir, la palabra entre, siempre volando hacia la escucha. Pues el trasluz del poema, al revelarse, puede desdecirse, anunciar su cadencia, en busca de nuestra escucha y complicidad: “Sábanas sin más labios escondidos/ entre sus pliegues que los míos solos/ tendidos hacia nadie…” En el poema de las golondrinas, el de los “pájaros oscuros”, leemos: “En círculos, inquietas, en torno a un árbol, por delante de mi rostro, entre el árbol y el rostro …” En otro, escuchamos esta visión de la luna: “Y al llegar a la Playa de Vargas, toda aquella luz flotaba sobre el mar, trazando un sendero entre el agua y el cielo”. ¿Acaso este espacio liminar por donde caen los nombres y los cuerpos no es también el principio vertiginoso de una lenta pero inmensa apertura hacia lo posterior? Tal vez sea apertura al dolor de las imágenes intersticiales, aquellas que van a desvanecerse, gestos solamente sugeridos. Los nombres de amados y amadas, amigos, artistas, vuelan y caen, pero se sostienen, en el juego de redes de las páginas. La caída, que es uno de los nombres de la huida hacia atrás o hacia el interior, del pozo y del sueño profundo, es también el nombre de la recuperación y del reinicio del viaje: “en una intermitencia de recuerdos/ que la sangre transporta en su viaje sin tregua”.
Los poemas caen, la voz de vida se repite en las imágenes del viaje, con la celebración del cuerpo geminado: “cuerpo doble de un ángel, sueño de mediodía”. Es tal vez el ángel de la historia, consciente ya sin remedio de la herida, de la experiencia limítrofe entre las desapariciones. La escritura de Rafael-José Díaz brota aquí sorprendentemente por donde no hay camino, como la prueba no solo de la poesía sino también del cuerpo, de la vida, que persisten. El mediodía y el crepúsculo señalan el ascenso y, sí, también, la caída inexorable, naturalmente narcisista, del corpus. El asombro ante esta visión anunciada desde el pasado de las imágenes y desde su cadencia nos convida a saber que todos los fragmentos del cuerpo o sus indicios –labios, nuca, hombros, cintura, ombligo, pies, sábanas, sombras– son también el anuncio de un después del eclipse, cuando los fragmentos de la desaparición contendrán aún un viaje de la sangre, de la visión y del cuerpo afortunadamente recordado y dolido en los poemas. ~