Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn

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“Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zúrich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Por supuesto también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir.” Ése era el impetuoso y dostoievskiano comienzo del manuscrito que, a mediados de la década de los setenta, recibió –gracias a la mediación de Adolf Muschg– un editor suizo para su publicación, tras el que siguió una carta del psicoterapeuta del propio autor (y cuyo verdadero nombre era Fritz Angst) apremiándole a tomar una resolución sobre el manuscrito ya que el autor se hallaba internado en un estado gravísimo. Menos de veinticuatro horas antes de su muerte “Zorn” recibió la noticia de que su manuscrito sería publicado. Sólo en Francia, un año más tarde, Bajo el signo de Marte había vendido más de 100.000 ejemplares y había sido traducido a casi veinte lenguas. A día de hoy, cuando ya han transcurrido más de treinta años desde su primera edición suiza, el libro de Zorn sigue siendo violentamente conmovedor.

“Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo”, decía Rousseau al comienzo de sus confesiones. Eso mismo hace el enmascarado Fritz Zorn, pero con una particularidad que desde el principio le convierte en excepcional; no escribe para exhibirse como fenómeno ni para proponerse como hombre, sino para comprender la raíz del daño, y tampoco lo hace desde la ecuanimidad sabia y razonable de la vejez, sino desde la ira y la furia de la juventud. “Yo todavía no he vencido aquello que estoy combatiendo; pero tampoco estoy vencido y, lo que es más importante, todavía no he capitulado. Me declaro en estado de guerra total.”

Son dos cosas las que quiere resolver Zorn enunciando su vida: quiere un ajuste de cuentas con su educación y un ajuste de cuentas con su enfermedad, que es, sin duda, o así lo entiende Zorn, una consecuencia natural de la primera, como si se tratara de una “supuración” del estado de fría desdicha en el que le ha sumido irremediablemente. El ajuste de cuentas es realizado aquí no sólo con un extraordinario talento literario, sino con la intensidad extraña e ineludible que tienen los textos que nacen directamente de la vida. El autor no desea resolver su vida, que en cierto modo ya da por perdida inexorablemente, sino cohesionarla en la comprensión, como si se tratara de un superviviente de una catástrofe que se sentara ante el paisaje después de la batalla y se preguntara qué ha sucedido. La primera parte del libro es un frontal retrato de sus padres y de su entorno social y escolar. Zorn pasea la mirada sobre sus padres con la fría paciencia de una vivisección, no como quien tiene una pataleta y acusa frívolamente a otros de su infelicidad, sino como quien señala la primera raíz del daño. “Eran ricos, ridículos y respetables. Llegaban muy raramente al grado máximo de ridículo total, aunque sí a menudo a la total respetabilidad, pues poseían esas dos cualidades al mismo tiempo; cualidades que no se excluyen sino en apariencia.” El estado burbuja en el que se cría el niño Zorn no es sólo un estado en el que se han suprimido las opiniones en aras de la “tranquilidad” sino en el que se ha extinguido casi todo lo que tiene que ver con la vida por considerarse “complicado”. La neutralidad, mezclada con el bienestar y un ambiguo y permanente sentido de superioridad sobre el mundo y los otros, marca el carácter y la mirada de un niño que de pronto se convierte en un frío y monstruoso adulto pseudocínico. Comienza ya declaradamente el viaje a las tinieblas. Unas tinieblas bien iluminadas, confortables, donde todo lo “complicado” ha quedado aparte.

Las referencias literarias parecen claras: Thomas Bernhard, Musil, Mann, toda la gran narrativa centroeuropea del siglo XX ha sido leída –y con gran solvencia– por Zorn, pero lo que hace interesante este libro inclasificable entre la confesión y el testamento no es sólo su grandeza literaria. Es, en realidad, la magnitud de su grito moral. La falta de amor es, para Zorn, la piedra de toque, el termómetro indudable de su fracaso como hombre. No sólo no haber sido educado para amar, sino no haber podido amar él mismo, la conciencia de haber sido atrofiado hasta ese punto y la reacción nerviosa de tratar de exponer el estado de su alma, para comprenderlo, es un ejercicio humanista de la misma magnitud que el que impulsó a Rousseau a escribir sus Confesiones, o a Fernando Pessoa su Libro del desasosiego, o a Pavese su Oficio de vivir. Triunfa allí donde había fracasado, a pesar de que su estado sea ya terminal. “De la misma manera que cuando se creó el mundo Adán tuvo la necesidad de dar nombre a todos los animales y de decir: tú eres el tigre, y tú la araña, y tú el canguro, de la misma manera y frente a mi inminente aniquilización, yo siento la necesidad de dirigirme a cada uno de esos golpes que me traspasan el corazón para decirles: tú te llamas así, tú así, y tú de esta otra manera.”

Frío, subversivo, paradójico, implacable y desesperado. Una temporada en el infierno (entre visillos) y una de las recuperaciones más interesantes del año. ~

 

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