Selva Almada
Chicas muertas
México, Literatura Random House, 2015, 248 pp.
En junio de este año, bajo la consigna de “Ni una menos”, la sociedad argentina se unió para exigir un alto a los asesinatos machistas que han dejado en aquel país un saldo de más de mil ochocientos feminicidios en los últimos seis años –en México, perdónese la comparación, la cifra se sextuplica con casi dos mil feminicidios al año–. El 3 de junio –en una de las manifestaciones más concurridas en la historia de Argentina– miles de ciudadanos marcharon en Buenos Aires por el cese de la violencia y pidiendo justicia para las víctimas.
A cinco meses de las movilizaciones aún es difícil señalar logros concretos, sin embargo, la concienciación y visibilización de una de las consecuencias más terribles de la violencia heteropatriarcal significa un verdadero triunfo digno de celebrarse. De pronto, una sociedad que durante años había solapado y normalizado los crímenes en contra de las mujeres se puso de pie para repudiarlos. Lo anterior habría sido impensable hace treinta años, cuando ocurrieron los asesinatos (que entonces aún no se llamaban feminicidios) que Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973) reconstruye en Chicas muertas. Los casos de tres mujeres jóvenes de provincia, cuyas muertes nunca fueron esclarecidas, son entrelazados con maestría con las propias experiencias de la autora.
“No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer”, escribe Almada en el primer capítulo del libro cuando recuerda el momento en el que se enteró del asesinato de Andrea Danne: “Yo tenía trece años y esa mañana la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte.”
Con una prosa sencilla pero precisa, por momentos casi clínica, Almada hilvana la objetividad de la investigación periodística con la intimidad de la autobiografía. Uno de los mayores aciertos de Chicas muertas consiste en exponer el horror de la violencia machista al mismo tiempo que revela el intento de un personaje, la misma autora, por contarse su propia historia a través de las historias de otras mujeres. Después de un libro de cuentos y dos novelas, Chicas muertas es la primera incursión de Almada en la “no ficción” pero, a pesar del buen resultado, Almada deja muy claro que es ante todo una narradora. Las escenas y las atmósferas se encuentran minuciosamente construidas. A la par de adentrarse en un tema fundamental, el valor del libro se encuentra en la forma en que Almada ha decidido contar las historias de estas mujeres, llevando al lector a recorrer los pueblos del interior de Argentina a través la ventanilla de un autobús destartalado; desesperarse con los moscos, el calor, la lluvia nocturna y el lento paso del tiempo; y compartir la adrenalina que causa seguir las pistas de un crimen, pero también las largas horas de tedio frente a los expedientes.
Andrea, una adolescente de clase baja; María Luisa, una trabajadora doméstica, y Sarita, una prostituta y madre soltera, son los tres ejes del relato alrededor de los cuales Almada rescata las historias de muchos otros personajes femeninos: la chica cuyo novio despechado le prendió fuego a su casa, la niña en la estación de autobuses que se entrega a cambio de una merienda, la adolescente ultrajada por un grupo de compañeros ebrios, la propia madre de la autora abofeteada por el marido al poco tiempo de haberse casado… A partir de un exhaustivo trabajo de archivo, entrevistas con conocidos y familiares e incluso una médium, la autora intenta devolver la dignidad a las víctimas a través de la memoria.
En la actualidad, las mujeres asesinadas en América Latina se han vuelto una cifra, un pico en alguna gráfica. En medio de la frialdad institucional y el morbo periodístico con que se trata a la mayoría de los casos de feminicidio, Selva Almada recupera los nombres y a través de ellos las vidas de estas mujeres que durante décadas no parecieron importarle a nadie.
Chicas muertas es también una denuncia de la corrupción, la ineficiencia y el nepotismo que operan en un sistema de justicia que culpabiliza a las víctimas a causa de una sociedad que ha normalizado las distintas manifestaciones de la violencia de género: “La mamá de mi amiga que no se maquillaba porque su papá no la dejaba. La compañera de trabajo de mi madre que todos los meses le entregaba su sueldo completo al esposo. La que no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa. La que tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta.”
La infancia de la autora transcurre entre mujeres que comentaban en voz baja la desgracia de otras mujeres, para que las niñas que escuchaban con los ojos muy abiertos fueran aprendiendo cuál era su lugar.
“Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ellas y de miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte”, escribe la autora en el epílogo, para que quede claro que, aún ahora, cada día que pasa en la vida de una mujer es un día más que, por mero azar, ha sobrevivido. ~
Ciudad de México, 1986, es ensayista, editora y traductora.