Domar al perico estocástico

El mono infinito

Martha Riva Palacio / ADA-L

UNAM

Ciudad de México, 2021, 356 pp.

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En 1971, como parte de un proyecto escolar para el Nova Scotia College of Art and Design, donde era profesor de artes plásticas, el artista californiano John Baldessari propuso a sus alumnos que escribieran en las paredes de una galería, como un dictado de castigo, la frase “No voy a hacer más arte aburrido”. Los alumnos llenaron el espacio con esta sentencia, que señala el giro del artista de una práctica escultórica-pictórica tradicional a una conceptual, y que nos lleva a considerar la que, al menos para mí, es la noción clave del arte contemporáneo: una vez desanclado el arte de una serie de valores técnicos, específicos y naturalizados, este se abre a una serie de posibilidades lúdicas que permiten otras formas de encuentro, otras posibilidades afectivas, que la simple ecuación “técnica + expresión = arte” es incapaz de abarcar.

Personalmente, cuando escribo, tiendo a pensar mucho en el reclamo de Baldessari: ¿qué significa hacer “arte aburrido”?, ¿quién es el que “se aburre” con él: el público o el artista? Dependiendo de la respuesta que uno dé a ambas preguntas, es posible desplegar toda una teoría estética personal. Entonces, recuerdo por qué me gusta tanto la poesía: en su naturaleza misma de juego de lenguaje, de práctica cuyo material base son palabras y conceptos, si a uno le da por encontrar estimulación intelectual en cualquier detalle, es muy difícil hacer “arte aburrido”; en la poesía, aunque salga mal, aunque el ejercicio fracase, al menos está la certeza de que alguien se divirtió. Por lo mismo, la poesía aburrida es acaso más censurable, más triste, que el arte aburrido: si una pintura te resulta mala, puede ser que tú no entiendas la pintura; si tienes los sentidos apuntalados en la lectura de un poema, en cambio, y este no te satisface, la decepción es catastrófica.

Esta introducción me sirve para abordar El mono infinito* un libro de poemas escrito por Martha Riva Palacio en “colaboración” con un bot llamado ADA-L. La primera es escritora y artista sonora, el segundo es una creación basada en procesamiento del lenguaje natural, que fue alimentada con las palabras y el pensamiento de la científica británica Ada Lovelace, en una especie de homenaje. De buenas a primeras, si uno está lo suficientemente informado y no es muy impresionable, la premisa del libro no resulta de gran interés: es heredera, claramente, del azar de Mallarmé, de los juegos de lenguaje inconsciente de los surrealistas y del Oulipo, con la introducción de un ingrediente tecnológico que, si bien puede ser vistoso, tampoco resulta de gran novedad. La poesía generativa y la poesía concreta conviven con nosotros desde tiempos de Fluxus y del Black Mountain College y, más actualmente, poetas como Kenneth Goldsmith y Vanessa Place (en inglés), o como Rocío Cerón y Hugo García Manríquez (en español), llevan la mayor parte del siglo explorando esas potencialidades.

El libro de Riva Palacio no parece partir de o tomar en cuenta, sin embargo, estos antecedentes. Su objetivo no es ser una aventura formalista a partir de la relación entre el lenguaje poético y la máquina, o una exploración de las posibilidades que tiene la máquina para ser poética. Desafortunadamente, su intención es bastante más pretenciosa: quiere ser un libro “escrito a cuatro manos con el bot”, generar una especie de obra abierta en la que lo importante no es el encuentro con un entramado conceptual en forma, sino la autorreflexión conjunta entre la voz autoral, la máquina y el lector. Los recursos formales que usa para eso son un verso libre que tiende a la sentencia, una serie de fragmentos ensayísticos que tienden al simplismo y a la moraleja, y piezas musicales incrustadas por códigos qrque pierden la novedad a la primera (en buena parte por la sosa experiencia intermedial que es acceder a algo por un código QR, y encontrarse un video de YouTube con la carátula del libro como imagen).

El mono infinito se postula como un libro que tiende a lo inacabado e inabarcable, a una especie de potencialidad radical, pero las cosas que hace con su entramado conceptual son mínimas, y peor aún, representan su naturaleza técnica de forma a veces exagerada y a veces falsa. La mayor parte de los textos se leen como una especie de diálogo amoroso entre el ser humano y la tecnología, con versos que no tienen que haber sido escritos por una inteligencia artificial para sentirse artificiales (“Te perseguí riendo por el laberinto, con mis ojos al rojo vivo”, “Llegamos al centro e hicimos el amor bajo un árbol iridiscente”, “En tus ojos, contemplé algo que no puedo mirar”). Ahora bien, el lector podría hacer el esfuerzo de no tomar este tipo de versos at face value, y pensarlos como indicadores de un deseo intelectual profundo: concebir una inteligencia distinta a la nuestra, de entenderse como parte de algo más grande a partir de un encuentro, en clave espiritual, con la tecnología. En este sentido, el libro aspiraría a ser una especie de Cantar de los Cantares posthumano.

Incluso si el libro intenta establecer la imagen de horizontalidad, de una relación entre las dos voces que se enuncian como autoras al mismo nivel (porque, el libro dice, “somos lo que pronunciamos”), ninguna de las estrategias que utiliza podría impulsar un entendimiento más profundo de cómo funciona la tecnología, de qué puede hacer, o de qué manera se ha implementado en los poemas mismos. Los textos ensayísticos del libro carecen de propuesta conceptual y se deshacen en lugares comunes (“En el vacío entre un renglón y otro coexisten simultáneamente una infinidad de mundos posibles”), y los poéticos, como ya he dicho, son más cercanos a una carta de amor escrita por un preparatoriano que a un experimento lírico. En cuanto a escritura, el libro fracasa en todos sus frentes: es arte aburrido.

Después de todo, lo que me interesa de este libro no es su (nulo) valor literario, ni su (derivativo) carácter de obra de arte contemporáneo, sino que me interesa la cosa que lo hace tan mediocre: su forma de abordar un discurso urgente como el de la emergencia de la inteligencia artificial, la cual, más pronto que tarde, puede afectar distintos niveles de la vida humana. En ese sentido, El mono infinito no representa una exploración seria sobre la tecnología y sus límites, y si es un ejemplo del arte que se puede producir desde la colaboración entre el ser humano y la máquina, el futuro es todavía más gris de lo que esperaba.

Entrelazado con el lenguaje amoroso del libro, con su forma contemplativa y cursi, está el germen de una esperanza, una especie de confianza ciega frente a la tecnología. Al sentenciar que “decir es ser” y pretender que una máquina como esta puede producir “lenguaje poético”, Riva Palacio le está dando credencial a uno de los argumentos más nocivos en el ambiente tecnológico contemporáneo: aquel que las grandes corporaciones de ia impulsan como la emergencia de una inteligencia artificial general, capaz de actuar a nivel humano, e incluso de sustituirlo. Si bien el libro, en clave de Donna Haraway, quiere invitarnos a considerar otras formas de inteligencia, no hace ningún esfuerzo en explicarnos cómo situar esa epistemología, sino que simplemente nos la presenta a nivel humano, jugando a que no se puede distinguir una cosa de la otra. Sin embargo, cuando leemos los poemas, no nos preocupa diferenciar qué escribió la humana y qué el bot: tanto una cosa como la otra resultan insufribles.

En este nivel de discusión, podemos decir que El mono infinito está más cerca de Elon Musk que de Haraway: su aparente fe ciega en las posibilidades de una tecnología como el procesamiento de lenguaje natural, que en realidad no es mucho más que una mezcladora de palabras, intenta pasar por una legitimización de un experimento bastante limitado, y busca sustentar cierto grado de interés, cierta curiosidad, cierta diversión estética, en un aparato conceptual que nunca resulta del todo claro. Así como el multimillonario intenta manipular la realidad a partir de caprichos que entiende a medias, este libro intenta convencer al lector de su profundidad apelando a lo más básico y sentimental, pero nunca llega a generar conmoción alguna, sea en emoción o en intelecto. A fin de cuentas, ese es el peligro más grande del arte aburrido: es arte que pretende la experimentación, la complejidad, la curiosidad, pero que escapa de ellas por un fallo conceptual o (en el peor de los casos) por simple pereza. Quizás, si en lugar de un libro entero, lleno de textos que no llevan hacia ningún lado, El mono infinito fuera un simple ejercicio de pensamiento, la sola premisa de un libro escrito a cuatro manos con una ia sería más interesante. ~


* Si bien el libro fue editado en diciembre de 2021, fue distribuido ya en 2022 y llegó a mis manos en la Fiesta del Libro y la Rosa 2023. Dificultades de la edición universitaria.

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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