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Jonathan Franzen

Pureza

Traducción de Enrique de Hériz

Barcelona, Salamandra, 2015, 704 pp.

Jonathan Franzen está escribiendo a mejor ritmo que hace una década. Nueve años pasaron entre Las correcciones (2001), la novela que lo puso en el mapa literario mundial, y Libertad (2010), la que lo puso en la portada de la revista Time, con la leyenda “Gran novelista norteamericano” debajo. Pureza llega apenas cinco años más tarde, sin echar en falta los centenares de páginas que se han vuelto de rigor en “el canon moderno de Norteamérica”, por citar a uno de sus personajes. “En otros tiempos –piensa esa figura–, habría bastado con escribir El ruido y la furia, o Fiesta. En cambio, en [la actualidad] la magnitud era esencial. El grosor, el tamaño.” Incluso en broma, hay que tener un par para compararse con Faulkner o Hemingway, pero pocos desearían que Pureza fuese más largo.

El libro se lee rápido, en parte porque Franzen (Chicago, 1959) es un escritor muy ameno y, en parte, porque aquí descarta bastante el lastre descriptivo que aminora la marcha. La novela es casi pura narración o, cuando asoma una idea, reportaje. En el centro de las historias se encuentra Purity Tyler, apodada Pip, una muchacha de veintitrés años que hace su entrada en plena lucha con un trabajo mal remunerado, un préstamo estudiantil de 130,000 dólares y una madre inestable que se niega a decirle quién es su padre. El personaje tiene mucho de representativo, en la medida en que refleja las tristes condiciones de vida de miles de jóvenes contemporáneos, pero precisamente por ello está algo reñido con la ambición decimonónica de la novela, que, pese a sus aspiraciones de realismo, sale en pos de conexiones y revelaciones extraordinarias. Es un hábito de los escritores realistas: cuando Stendhal dijo que la novela era un espejo que se paseaba por el costado del camino, se guardó muy bien de especificar en qué caminos descubría personajes tan originales como Julien Sorel.

Como creación, Pip no está a la altura de Sorel, pero comparte la narración con un elenco variopinto de renegados, asesinos, okupas, periodistas de investigación, presuntos ladrones de bombas nucleares, muchachitas alemanas abusadas y hasta miembros de la Stasi. En concreto, nos enfocamos en un tal Andreas Wolf, un cincuentón de la antigua Alemania oriental que en la actualidad dirige un portal de periodismo hacker, el Sunlight Project, donde se sacan a la luz los secretos de medio mundo. Cualquier parecido con WikiLeaks no es ninguna coincidencia, pero Franzen ha tenido la precaución de pintar a Wolf como un competidor –y no un trasunto– de Julian Assange, a quien Wolf odia, pese a tener similares impulsos mesiánicos y un gusto casi idéntico en materia de becarias. Como Assange, Wolf vive bajo la espada de Damocles de la extradición, y solo puede continuar con su cruzada liberadora desde una base de operaciones sita en el famoso bastión democrático de… Bolivia (también hace un breve viaje a Argentina). Pero incluso hasta allí lo persigue un secreto que el tercer protagonista, el reportero Tom Aberant, podría revelar el día menos pensado, si no fuera porque está implicado en él. Y entre ambos cae Pip, con su enorme necesidad de figuras paternas.

Lo anterior, soy consciente, empieza a sonar como un planteamiento de Carlos Ruiz Zafón o algún otro novelista rocambolesco. Pero el argumento es mucho más abierto de lo que sugiere su resumen, y se sostiene con inteligencia. Como las dos novelas anteriores de Franzen, Pureza consiste en largas secciones que se centran en distintos personajes y que solo a posteriori empalman unas con otras, en una conexión necesaria. Temáticamente, lo que emerge no son los famosos grados de separación que nos vinculan en la era de las redes sociales, sino más bien un lento examen de las relaciones efectivas (y físicas) que la gente siempre ha entablado con los demás, así como sus consecuencias. Si el libro tiene una idea de fondo –y es una idea que también se encuentra en los ensayos de Franzen– es que existe una diferencia fundamental entre el mundo de los contactos virtuales y los contactos con seres de carne y hueso. Y no es casual que, aparte de Pip, los personajes íntegros sean Tom y su mujer Leila, reporteros de la vieja escuela que obtienen información a fuerza de hablar con personas y de a poco ganar su confianza.

Franzen no se queda en esa reivindicación simbólica. En el pasaje más ensayístico de la novela, que aparece en la penúltima sección, llega a equiparar las nuevas tecnologías con los totalitarismos del siglo XX: “Las plataformas que competían [en la red] coincidían en su ambición de definir todos los términos de tu existencia”, piensa Wolf. Y más adelante: “le parecía que internet estaba más bien dominado por el miedo: miedo a no ser popular, ni suficientemente cool, miedo a perderse algo, miedo a ser criticado u olvidado. En la República [Democrática Alemana], a la gente le aterraba el Estado; bajo el Nuevo Régimen, lo que aterraba a la gente era el estado de la naturaleza”. Por mucho menos, como afirmar la obviedad de que Twitter es una tontería, Franzen ha recibido todo tipo de críticas (“retrógrado” es de lo más bonito que le han dicho), y sin duda hay algo de obcecación en arremeter contra los tiempos que corren. Pero los paralelismos como el recién señalado merecen la pena explorarse. Y la novela realista panorámica, por así llamarla, es una de las formas ideales para explorarlo con la necesaria complejidad.

Si algo cabe criticarle a Franzen, es que a veces su novela confunde complejidad con cantidad. Cuando Pip conversa con sus amigos okupas, por ejemplo, no se necesita reproducir largas parrafadas de tópicos marxistas; y cuando volvemos al pasado de Tom, no es preciso reproducir entera la autobiografía de ciento cincuenta páginas que escribe el propio personaje (Franzen empleó el mismo recurso en Libertad). En esos momentos, la prosa explica más de lo que cuenta y, por tanto, cuenta menos de lo que cansa. Pero Pureza es una novela generosa, que se toma su tiempo y compensa el que le dedicamos. Al cabo, es imposible no coincidir con el autor cuando afirma que ciento cuarenta caracteres no alcanzan para decir ciertas cosas. “Me hacen falta seiscientas páginas.” De acuerdo: el tamaño avala el mensaje. ~

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(Buenos Aires, 1972) es crítico literario y traductor. Colabora en Revista de Libros, Revista Otra Parte y The Times Literary Supplement.


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