El duelo y el vuelo

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Helen Macdonald

H de Halcón

Traducción de Joan Eloi Roca

Barcelona, Ático de los Libros, 2015, 384 pp.

En 2007, la vida de la poeta y profesora universitaria Helen Macdonald dio dos vuelcos: su padre murió repentinamente, y ella compró y empezó a adiestrar un azor, una hembra de ocho semanas a la que bautizó Mabel. A primera vista, los hechos no parecen estar relacionados, pero H de halcón, las espléndidas memorias acerca de cómo la autora salió adelante al año siguiente, los reúne en una narración tan atenta a los detalles particulares como al simbolismo del conjunto. En ciertos momentos, el relato de la pérdida personal da paso a epifanías sobre la relación de los humanos con la naturaleza. Y en otros, la imagen del animal salvaje, cuyos impulsos deben ser domeñados a fin de convivir con él, aletea como una metáfora del duelo.

Cuando la prosa baja a tierra, Macdonald cuenta sencillamente que la dedicación obsesiva que requiere el adiestramiento le ayudó a sobrellevar la sensación de vacío causada por la muerte de su padre. No es una terapia habitual, pero la autora, que ha publicado también una historia cultural de los halcones (Falcon, 2006), era una cetrera avezada, con años de experiencia criando cernícalos, esmerejones y halcones peregrinos. Que nunca hubiera probado con un azor, un ave más grande y feroz que las anteriores, se debía en parte a la fama que tienen de caprichosos y difíciles de domesticar. En ese sentido, la decisión de comprar uno supuso un desafío personal (darse el máximo de trabajo para pensar lo mínimo posible en la muerte), aunque también se vinculó con dos experiencias de formación: el recuerdo de soltar un azor en un campo y ver cómo “abrió las alas y en un segundo desapareció de repente”; y la lectura de unos de sus libros favoritos: The Goshawk [El azor], de T. H. White.

Algo olvidado hoy en día, aunque muy influyente en los años cincuenta y sesenta, White fue el creador de la serie de novelas artúricas The Once and Future King (traducidas al español como Camelot), y un cetrero aficionado que tuvo su propia experiencia con un azor, consignada en el libro señalado. Macdonald, en una mezcla vertiginosa de crítica, historia literaria, ciencias naturales y biografía, halla sitio para trazar un perfil de White y considerar los demonios de su obra. El contrapunto con la propia experiencia es muy efectivo. Pese al duelo circunstancial, la vida de Macdonald parecería reposar en un sustrato de tranquilidad y realización personal. White, por el contrario, se vio sacudido por la infelicidad hasta en pleno éxito literario. Traumatizado por su infancia, homosexual por inclinación, reprimido por imposición social, sadomasoquista por razones difíciles de desentrañar, buscó refugio en un pasado de honor y pureza que solo existía en su imaginación y le hacía aún más insoportable la realidad. Odiaba su trabajo de profesor de instituto; soñaba con azotar muchachitos. Típicamente, al adiestrar a su azor usó un manual del siglo XVII, y acabó convirtiendo “la cetrería en una batalla metafísica”, como decidido a doblegar la voluntad del pobre animal o morir en el intento (no ocurrió ni lo uno ni lo otro: el ave escapó).

Es un retrato demoledor, pero Macdonald lo pinta de manera compasiva, más en sintonía con la tristeza de fondo que con la perturbación de superficie. Y lo cierto es que también ella está empeñada en una batalla metafísica, luchando por redefinirse a sí misma ante el dolor. “He aquí algo que aprendí de adiestrar halcones durante años –escribe–: una de las cosas que se deben hacer es volverse invisible.” Muchas veces, da la sensación de que no solo quería pasar desapercibida delante del ave, sino desaparecer de la sociedad humana. El libro recrea, de hecho, una especie de transferencia, donde quien domestica se va asalvajando. Macdonald se encierra en casa, no coge el teléfono, se entrega al desorden y, cuando lleva a Mabel a volar sobre los prados de Cambridge, viste un chaleco lleno de pollitos muertos. En un momento, habla de haber padecido una “especie de locura concebida para mantenerme apenas cuerda”. Y no hay razones para descreer de la frase, aunque el autodominio que demuestra en el libro, la precisión descriptiva y la pericia narrativa que despliega no dejan dudas de que lo escribió con pleno uso de razón, reconstruyendo oscuros estados de ánimo desde la lucidez.

Es comprensible. H de halcón contiene una notable fuerza poética, y la poesía, como definió Wordsworth, procede de la emoción recordada en la tranquilidad. Aun así, se diría que hay pasajes demasiado calculados, demasiado atentos a la arquitectura de símbolos y paralelismos como para que uno se comprometa con la emoción. El primer capítulo, donde se pretende vincular una excursión por el bosque en busca de azores con la llamada telefónica que revela la muerte paterna, es uno de esos momentos tambaleantes. Y están también los excesos del estilo, que tienen que ver con las preferencias de Macdonald, pero también con una larga tradición británica de escritura sobre la naturaleza. Detrás de este libro no solo está el de White, sino esencialmente el hierático The Peregrine [El halcón peregrino], de J. A. Baker, una prolongada descripción de una pareja de esas aves en Essex, escrita con la dicción elevada de la lírica.

En libros como el de Baker, pero también en otros de Peter Matthiessen o Robert Macfarlane, el cálculo implícito es que el bruñido de la prosa ha de reflejar la majestad de lo observado. Y nadie duda de que un halcón es majestuoso. Ocasionalmente, sin embargo, Macdonald cae en un lirismo que es una forma de manierismo. Al relatar la visita al criador que le vendería a Mabel, escribe: “El hombre saca un enorme, gigantesco, azor de la caja y, en una extraña coincidencia de mundo y acto, una inundación de luz solar nos engulle y lo baña todo con su brillo furioso.” Uno entiende el entusiasmo, pero solo acaba de salir el sol. La escritura exaltada de Macdonald –traducida con sumo tacto por Joan Eloi Roca y revisada por “el cetrero Carlos Galindo”– se justifica, en cambio, cuando describe sus excursiones con Mabel y, en particular, cuando relata la fase de su adiestramiento en que empieza a cazar. Macdonald es además buena narradora: la persecución accidental de un faisán por un campo vedado, o la huida afortunada de un conejo, se convierten en sus manos en palpitantes relatos de aventuras. Como es de esperar en un libro de este género, el arco narrativo abarca al cabo desde el trauma personal hasta la superación, pero la autora se resiste al sentimentalismo. En cuanto a Mabel, sigue siendo al final una presencia tan insondable como al principio, y sin duda allí reside la fascinación que despierta. ~

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(Buenos Aires, 1972) es crítico literario y traductor. Colabora en Revista de Libros, Revista Otra Parte y The Times Literary Supplement.


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