La reciente lectura de Borrachos. Cómo bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización (Crítica, 2023) de Edward Slingerland me recordó una película de artes marciales titulada El maestro borracho, estrenada en 1978. Debido a su indisciplina, un joven llamado Wong Fei-hung (interpretado por Jackie Chan) es enviado a entrenar con un viejo ermitaño (Yuen Siu-tien), poseedor de una técnica única, llamada el “mono borracho”. Un requisito para dominar esta técnica es ponerse una borrachera rápida de vino de arroz, para llegar a un estado de flujo que permita ejecutar los movimientos. Tal como sucede en otras historias de artes marciales, el joven Wong antes tiene que realizar toda clase de ejercicios en apariencia inútiles, como llevar de un lado a otro enormes tinajas de barro cargadas de agua, vaciar el contenido de un tonel a otro con dos tazas de té en una posición muy incómoda, o romper nueces una y otra vez con el pulgar y el índice. Al final (spoiler alert), estos ejercicios ayudarán al protagonista a dominar las técnicas de los Siete Dioses Ebrios, en una escena hilarante de pantomima y artes marciales que nunca me cansaré de ver, y que me parece de las mejores en la larga carrera de Jackie Chan.
No sé si exista algo parecido a este estilo de lucha en la vida real. Desde joven estaba convencido de que era posible lograr esa perfección con unos cuantos tragos encima, aunque las estadísticas sobre accidentes automovilísticos relacionados con el consumo de alcohol dicen lo contrario. Y por supuesto existen diferentes formas de alcanzar este estado de flujo: el uso de otra clase de sustancias, largas horas de meditación, autoinflingirse dolor o girar sobre los propios pies, como hacen algunos derviches sufíes. Todas estas técnicas tienen como objetivo suprimir el dominio que ejerce sobre nosotros la corteza prefrontal, que es el área del cerebro responsable de nuestras funciones ejecutivas, la toma de decisiones, el control emocional y nuestro comportamiento social.
Pero no todo el mundo puede darse el lujo de meditar durante horas en un templo, por lo que, tal y como explica Slingerland en Borrachos…, el alcohol es la forma más popular y accesible de suprimir esa función del yo, responsable de nuestra conciencia del mundo, pero también de la llamada angustia del ser. Basta, en realidad, con tomar un par de cervezas después del trabajo. Algo importantísimo pues, como Slingerland afirma, beber no solo nos ha permitido cantar en un bar de Sanborns canciones de regional mexicano y pensar que tenemos una linda voz, sino que, por medio de los ritos y de la convivencia social, nos ayudó a dar el salto cuantitativo de primates egoístas, en eterno estado de alerta y desconfianza, hacia la capacidad de cooperar entre nosotros y constituir sociedades organizadas en busca de un bien común. Beber, por ejemplo, nos ayuda a afianzar alianzas basadas en la complicidad y la culpa de haber tomado unas copas de más. Existen toda clase de evidencias arqueológicas, de las cuales Göbekli Tepe, en la actual Turquía, es la más famosa. Se trata de uno de los más antiguos santuarios de la humanidad, donde se cree que ya se fabricaba, para usos rituales, algún tipo de bebida fermentada a partir de granos, posiblemente –aún está sujeto a debate– antes de la invención de la agricultura y la fabricación del pan.
Borrachos… está plagado de datos y referencias que valdría la pena consultar. Filósofo y sinólogo, Slingerland tardó varios años en escribir este libro y consultó a toda clase de especialistas en arqueología, neurociencias, farmacología o psicología, por mencionar algunas áreas. Hasta dan ganas de leerlo en compañía de unas cervezas en un bar, pero no se trata solo de un libro escrito “en defensa de la bebida”, con el cual un lector podría hacerse de un arsenal de datos para justificar sus malos hábitos, sino que también advierte sobre los peligros del consumo de etanol, especialmente en ciertas sociedades cuya relación con el mismo es conflictiva, al estilo de pecado y redención, como los países nórdicos, Rusia o Estados Unidos. Slingerland hace una distinción entre estas culturas “del norte” con las “del sur” –se refiere a las mediterráneas, como España e Italia– donde, si bien un porcentaje muy alto de la población consume alcohol, existen niveles más bajos de alcoholismo que en las primeras.
El consumo generalizado de destilados es relativamente nuevo entre los humanos –podría datarse al siglo XVI– y en gran medida se debe a la producción industrial de los mismos. Una botella de vodka, por ejemplo, tiene 38 grados de alcohol, a diferencia de cualquier bebida fermentada, y aunque ahora una botella de vino puede llegar a tener unos 12 grados, las bebidas fermentadas con las que convivimos durante milenios apenas llegaban a los tres o cuatro grados. Hoy, con algo de dinero en el bolsillo, cualquier individuo puede acudir a una licorería y comprar una botella de una sustancia tan potente que podría emborrachar, si no matar, a todo el clan del Oso Cavernario. Sumemos esto al estado de aislamiento al que están sujetos los individuos en las sociedades posindustriales, agravado desde hace tres años con la pandemia de covid-19. El alcohol es un arma de doble filo cuando se ingiere en contextos alejados de los ritos sociales (como beber solo), carentes de un significado comunitario, incluso sagrado, algo cada vez más común en Rusia y en los Estados Unidos, como advierte el autor. Por eso, ante esta realidad “del norte” (y de México, añadiría yo), Slingerland antepone el modo de vida “del sur”, más relajado, que no sataniza el uso de bebidas fermentadas, consumidas en contextos familiares y comunitarios.
Vuelvo a El maestro borracho. En el cine de artes marciales chino no se aplican las leyes de la poética de Aristóteles. Luego de un estira y afloja entre maestro y discípulo, el joven Wong Fei-hung le juega una mala pasada al maestro y se bebe toda su reserva de vino de arroz, por lo que este debe dejar su cabaña de ermitaño para acudir a la población más cercana en busca de alcohol. Llega a una taberna, donde unos hooligans se burlan de él y lo golpean. Debido a su estado de sobriedad, el gran maestro es incapaz de defenderse. Su poder viene de la ingesta de alcohol que le permite estar en ese estado de iluminación. Los malos barren el polvo con él, en una escena tan patética que rompe el tono de comedia de la película. Wong Fei-hung acude en su ayuda, pero al espectador le queda claro que no es bueno depender del alcohol, ya sea para cantar en un bar, afianzar relaciones con la familia de tu esposa o dar patadas voladoras. Y aunque tal vez ayude un poco para todo lo anterior, conocer es no excederse. ~
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).