Diarios 1984-1989, de Sándor Márai

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El encanto de un libro como este –el interés, más bien– es que no miente. No puede: el escritor tiene 85 años y se está muriendo. Y es casi imposible mentir ante la muerte, ¿no?

Los de 1984-1989 constituyen el último volumen de los diarios escritos por Sándor Márai a lo largo de los años, en el estilo de diarios abiertos y reflexivos sobre un poco de todo pero nada triviales, diferentes a los de su mujer: informes minuciosos de la cotidianeidad de toda una vida y que, una vez muerta ella, el escritor lee para evocarla, tras seis décadas juntos, y que constituyen la única lectura que al final le consuela. Y eso que lo intenta con otras lecturas, principalmente clásicos y poesía húngara, un vicio de toda una vida, tan fuerte como caminar o comer. O más fuerte aún, pues al final ya no come.

Los diarios tratan sobre, y pueden ser citados en temas como, el negocio inhumano de la medicina en Estados Unidos, el exilio político de larga duración (cuarenta años fuera de la Hungría comunista), algunas conclusiones literarias, la vejez y la decadencia física. Pero lo que importa es que, como en todo buen libro de testimonio, testimonio de verdad esencial, estos asuntos de alguna manera dan cuenta de la agonía y muerte del escritor. Sí, también de la muerte: la última anotación de su diario es del 15 de enero de 1989 y dice: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.”

Y el 21 de febrero, aislado desde hace tiempo y sin ver a nadie en el desolado departamento de Los Ángeles que uno se va imaginando, Márai se pega un tiro con el último aliento de un cuerpo que ya no puede controlar y con una pistola que había comprado para ese fin hacía unos meses. Tal como explica en el diario, incluso con insistencia, lo que le obsesionaba era no poder hacerlo y terminar en manos de la industria hospitalaria de la agonía, sin poderse defender, como le había sucedido a “L.” (Lola, Ilona), su esposa.

O sea que este es un libro grave que conmueve, no por la posible pornografía del estertor y la muerte, que a juzgar por lo que se va viendo será una de las de más éxito en un futuro no tan lejano, sino por una rara peculiaridad literaria: porque, además de que no puede mentir –cómo y por qué habría de hacerlo–, en su forma refleja física, literalmente al escritor. Un diario que va adelgazando y distanciando sus entradas, agravando su pesimismo (Márai despliega sin alzar la voz un sobrio existencialismo sin esperanza), enmudeciendo, agonizando, muriendo a la vez que su autor. Aunque las voces son muy distintas, en momentos me recordó el Diario de una pasajera, de la escritora Ágata Gligo.

Uno se pregunta si el diario no es el género de nuestro tiempo por excelencia. No es raro oír que la escritura fragmentaria es la que mejor refleja nuestra época –si se acepta que cada tiempo tiene una escritura, igual que tiene un pensamiento y una música–, ya que por lo visto no es probable que se produzca un nuevo sistema filosófico, un pensamiento global. La influencia de la estructura abierta, en forma de abecedario, diccionario, enciclopedia, diario, blog y demás, es, desde Calvino, el OuLiPo y Cortázar, casi un lugar común, y sin el casi, que con regularidad se sigue proponiendo como un nuevo mediterráneo. ¿Querrá decir algo? El diario es por definición una escritura que no ve un horizonte muy lejano, se mueve en el presente, y parece anunciar algo inminente. Como este libro.

Que, entre otras cosas, al final de las extensas y coherentes vida y obra de uno de los escritores más solventes del siglo en Europa central –véanse Confesiones de un burgués o El último encuentro– se pregunta por qué hablar. Por qué escribir. ~

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Pedro Sorela es periodista.


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