Pequeñas doctrinas de la soledad, de Miguel Morey

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Miguel Morey nació en 1950 y el dato importa porque es un producto de su generación. La de quienes ya dejaban de ser jóvenes cuando finalmente muere Francisco Franco. La de quienes viven con intensidad pero también inteligencia la felicidad democrática y, después, el camino hacia la Europa unida, pero cerrada sobre sí. La brillante generación de Fernando Savater (1947), Enrique Vila-Matas (1948) y Javier Marías (1951).

Su libro, Pequeñas doctrinas de la soledad, fue concebido para darlo a conocer al público mexicano. El volumen reúne más de cuatrocientas cincuenta páginas de artículos escritos a lo largo de tres décadas; desde mediados de los setenta hasta los años más recientes. En él aparecen el desarrollo y fruición típica de su generación, esos otros afrancesados que crecieron a la sombra de los nitzscheanos del 68, quienes hallaron en las palabras de Bataille, Foucault y Deleuze un camino libertario que, inevitablemente, pasaba por las drogas y sus profetas: Artaud, Lowry, Malraux, Burroughs, pero que sabe regresar a Platón y apreciar a María Zambrano, y, en el caso particular de Morey, al final se reafirma en Nietzsche. En ese Nietzsche que inventaron los años sesenta y setenta, y que, de algún modo, sigue hablándonos incluso desde los textos más radicales y recientes sobre el filósofo, como el notable The Shortest Shadow (2003) de Alenka Zupancic.

Para Morey, el ejercicio de leer literatura y de escribir ensayos está irreversiblemente unido al “dar de pensar”; la responsabilidad central de la filosofía. Son su condición de posibilidad y, por lo tanto, sus ensayos, cuando no se ocupan de autores literarios –desde Beckett a José Ángel Valente o Peter Handke–, bordan regiones de la teoría literaria o bien leen de manera sumamente literaria, siempre con el punzón que es el estilo, los textos filosóficos de sus autores. Quienes precisamente se destacan por la potente vena poética de su pensamiento: son los que casi siempre escriben desde el borde donde la filosofía es ya literatura.

Lo que mejor hace Morey es encontrar momentos, pasajes, citas clave que expone con la claridad del buen profesor que es. Su ensayo “La invención de la literatura (Apuntes para una arqueología)”, por ejemplo, cumple con creces el recorrido foucaultiano que promete en el subtítulo, mostrando nítidamente el viraje de condiciones que resultaron en lo que siguen siendo nuestras prácticas de convivencia con los libros y, por ende, el surgimiento de nuestros géneros y lo que entendemos por literatura.

Del mismo modo, “Los usos del vocativo (Monólogo en el Limbo)” hace eco de la provechosa lectura de Giorgio Colli –a quien, como a Foucault, Morey ha vertido en español– para analizar convincentemente, mediante un detalle elusivo, el momento en que los textos de los pensadores griegos clásicos y preclásicos comienzan a bifurcarse de manera irreversible: “¿Sería legítimo conjeturar que la distancia que va a separar filosofía de poesía se manifiesta ante todo en el tipo de interpelación que proponen –que la especificidad de la filosofía se irá dibujando sostenida por un cierto uso del vocativo?”

Cuando uno termina el libro de Morey siente indudable simpatía por este pensador. Al ir recorriendo sus ensayos, donde vuelve siempre a sus obsesiones verdaderas, nos va convirtiendo en amigos. Pero también conforme crece la simpatía y se agotan las páginas, crece la impaciencia por leer algo un poco menos afín a la época y escuela del autor; algo con mayor sustancia, donde el estilo sabroso y las afortunadas citas lleguen a alguna otra parte. Fuera de los ejemplos descollantes, el libro se siente como un eco de algo que se ha leído antes; como un Derrida menos hondo aunque libre al fin de los escabrosos momentos en que su delicada mente se enredara en sutilezas inescapables o como un Blanchot sin la capacidad de llegar al corazón secreto de los libros. Algo que me hubiera gustado leer antes, pero que, ahora, no logra ser sino sonar como el alumno destacado de los philosophes del siglo recién pasado.

Al final, en la época de filósofos como Slavoj Zizek o Alain Badiou, verdaderamente capaces de ir muy lejos en unas pocas, bellas líneas, y además mantener el temple de sus pensamientos a lo largo de libros aún mayores que Pequeñas doctrinas, Morey demuestra ser un pensador de rango medio, cuyas páginas felices son las abiertamente didácticas; el resumen afortunado de lo ya dicho antes o el análisis minucioso de un problema nuevo pero de alcance limitado. Cuando sale de allí, su prosa se vaporiza y sus ideas se pierden.

Una nota sobre la edición sumamente descuidada del libro: el pobre Walter Benjamin se torna Benjamín a cada rato, los signos de admiración se invierten, la ortografía vacila sin cesar, y eso siempre hace sospechar que lo mismo puede haber pasado en cualquier cita, en alguna referencia interesante. Acaso el siguiente intento sea más acabado tanto en la presentación como en el contenido.

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