Podría decirse que Doctor Pasavento es una novela que recoge añejas obsesiones de Enrique Vila-Matas, ya muy conocidas de sus lectores sobre todo desde Barteleby y compañía, y vuelve a barajarlas en una ficción digna de un orfebre verbal o, mejor dicho, de un prestidigitador del lenguaje. En efecto, la desaparición del autor está en el centro de esta novela como uno de los mitos y una de las metas más difíciles de alcanzar para un escritor que, como Enrique Vila-Matas, escribe en el filoso margen entre la angustia por la obra fallida y la conciencia de la vanidad de una obra lograda. Desaparecer equivaldría a recobrar los términos del leitmotiv de Doctor Pasavento: “La soledad, la locura, el silencio, la libertad.”
Algunos se preguntarán por qué tantas páginas, tantas palabras, tanto “parloteo” para cumplir lo que podría hacerse con una simple renuncia, tanto a escribir como a publicar. Semejante pregunta indicaría que la apuesta está en otra parte, en otra obsesión de Enrique Vila-Matas, que también se reitera de un libro a otro, con creciente maestría a medida que ésta sí se cumple en cada nueva entrega. Me refiero al poder de la literatura sobre la realidad y al triunfo de la imaginación sobre todas las cosas. No es casual que la novela arranque en la Torre de Montaigne, donde se lee en una de las vigas: “Fortis imaginatio generat casum” (Una fuerte imaginación generó el acontecimiento). Porque, a fin de cuentas, todas las ficciones suceden gracias a este sésamo que da pie a las sucesivas metamorfosis de Doctor Pasavento: “Imaginé de pronto…”
La novela de Enrique Vila-Matas se articula como una perfecta coincidentia oppositorum. Por un lado, tenemos a un escritor que pugna por desaparecer y recobrar así su libertad secuestrada por las fábulas de la fama y, por el otro, un artífice mayor que acaba afirmando que “el propio relato, libre ya de autor, había tomado el relevo de mi escritura y continuaba por su cuenta, a su aire, solo”. Enrique Vila-Matas construye la novela a la manera de un escultor que quisiera convencernos de que sus obras están en el vacío que evidencia el molde y no en la materia bruñida y compacta del bronce. “El doble pensamiento es una forma de disciplina mental que acaba resultándonos muy sintética y útil si somos capaces de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo”, escribe el autor hacia el final de la novela, y esto es, en rigor, lo que sucede a lo largo de las casi cuatrocientas páginas de Doctor Pasavento. Enrique Vila-Matas pretende así estar en los dos lados imposibles de ocupar a un mismo tiempo: quiere ser el loco y el psiquiatra, el escritor y el crítico, el desaparecido y el testigo de la desaparición, de la misma manera que Antonin Artaud se desgarraba vociferando desde el proscenio y la butaca.
Pero antes de lograrlo, el novelista ha hecho el vacío dentro de sí para acoger a todos los escritores y personajes que lo acompañarán en la “alameda del fin del mundo”, llenándolo literalmente de sus pensamientos, sus palabras, sus frágiles identidades tornasoladas. Robert Walser y Emmanuel Bove son los héroes morales de este juego de transmutaciones, pero muchos son las comparsas que aparecen en el transcurso de la peregrinación del escritor por las calles o las cabezas más literarias de Europa. Anticipándose quizá a los eventuales reparos por la abundancia de inquilinos que habitan sus ficciones, Enrique Vila-Matas asegura: “Los libros y los escritores son parte de la realidad, son tan reales como esta mesa junto a la que estamos sentados. ¿Por qué no pueden entonces estar presentes dentro de una ficción?”
La superioridad de la literatura sobre la realidad consiste en que basta escribir un nombre, un pasado, una apariencia para que uno pueda infiltrarse bajo esta suma y convertirse en lo que estas palabras significan. Enrique Vila-Matas extrapola las posibilidades de la escritura levantando un edificio metafísico con puros andamios de literalidad. El “yo soy otro” de Rimbaud aterriza así a ras de una literalidad mucho más inquietante que las brumas de la disolución epistemológica del sujeto. “Podía llegar a convertirme en alguien físicamente muy distinto del que era […] Podría acabar siendo otra persona”, anuncia el narrador antes de cumplirlo. Walter Benjamín afirmaba de Robert Walser: “Podría decirse que al escribir se ausenta”, y el salto mortal que ejecuta Enrique Vila-Matas en esta novela es una ausencia de sí y un excepcional talento de transformista. También, señala nuestro autor, “eso se puede hacer escribiendo, donde uno puede saltar tranquilamente de un lugar a otro. Pero no en la vida real, que tiene sus limitaciones”. A ratos, cuando la imaginación triunfa contundentemente, asoma el humor, el buen humor que siempre despierta la inteligencia que se venga de la realidad. Pero, poco a poco, se insinúa una sospecha que opera otra vuelta de tuerca en la relación entre ficción y realidad. “Le he explicado que siempre he sospechado que lo que escribo acaba proyectándose, aunque sea de una manera deformada, sobre la realidad.” El escritor fugado de sí se vuelve más atento a las señales del gran titiritero como lo llamaba Kleist, y a las coincidencias que, decía Octavio Paz, así nombramos a falta de una palabra mejor. “No era la primera vez que ciertas señales o mensajes del mundo exterior tenían todo el aspecto de estar más allá de la casualidad y actuar en realidad como un consciente motor que hacía avanzar silenciosamente la historia de mi vida, es decir, la historia de mi desaparición.”
Y cuando la conciencia se vacía de sus lastres de identidad para ceder el lugar al ocio, las señales se multiplican por arte de magia, de la misma manera que el mundo entero puede caber en una sola calle, sobre todo si se trata de la rue Vaneau, en París, donde vivieron André Gide, Karl Marx, Antoine de Saint-Exupéry y Emmanuel Bove, contiguamente a la misteriosa embajada Siria, la histórica farmacia Dupeyroux y el mullido Hotel de Suède, a espaldas de los jardines de Matignon. La “tensión faústica” de la rue Vaneau también se traduce en un leitmotiv de la novela: “Como siempre, la calle registraba ese nivel acústico de quietud e inmovilidad que parecía preceder a una gran explosión de odio, el sordo horror de mundos al borde del grito.” La rue Vaneau es un extraño tejido de destinos y de obras, y sólo podrá descifrarlo un escritor que “vive ya en las costuras del mundanal ruido”. Gérard de Nerval que nunca vivió en la rue Vaneau, sin embargo se preguntaba: “¿Algún día podrá la novela plasmar el efecto de las combinaciones extrañas de la vida?” Doctor Pasavento tal vez sólo sea una aproximación a la exigencia de Nerval, pero la tentativa sin duda está guiada por la misma y alta inquietud del autor de Las quimeras.
Para arriesgar el intento, el escritor debe entonces aspirar al estado descrito por Enrique Vila-Matas a través de las palabras de Robert Walser sobre Hölderlin: “Estoy convencido de que, en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”
Doctor Pasavento es, en suma, un libro briosamente dedicado a soñar por los rincones, abierto a todos los vientos de la imaginación, al viento de la demencia y de la vagancia, a la invención vagabunda, un poco saltimbanqui, que nos vuelve más vivos. –
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