Edén. Vida imaginada, de Alejandro Rossi

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El progreso, al menos en literatura, es una noción sospechosa. Crecer en línea ascendente –una obsesión de estos tiempos modernos– no siempre es lo determinante en el vasto campo de la creación artística. A la vera de tendencias mayúsculas, movimientos multiabarcantes o promociones volcadas a determinados desarrollos, las corrientes menores, descreídas y poco pomposas, cultivan una salud envidiable. Se diría que en la combinación de lo más visible y de lo que quiere permanecer más bien invisible, el cuerpo cobra vida y recorre su camino. Pero esas tendencias menores –precisamente por su condición invisible– cautivan cada vez más por lo que tienen de extrañas, singulares, apetitosas. Incluso se ha dado el caso de obras que, naciendo a contracorriente y de espaldas a la
tradición que las engloba –piénsese, por ejemplo, en Borges, en sus inicios un humilde cultor de poemas y relatos breves–, terminan siendo mayores y hasta canónicas. Al menos desde la aparición de Los raros, en el que por cierto Rubén Darío apenas se detiene a examinar el caso de escritores iberoamericanos, la vida y recorrido de la subespecie goza de mayor salud que la que normalmente le endilgamos. Raros clásicos ya son el mexicano Julio Torri, el argentino Antonio Porchia, el uruguayo Felisberto Hernández, el venezolano Ramos Sucre, y a su manera también planetas tan disímiles como Juan Rulfo en el norte o José Bianco en el sur. Pero raros siguen emergiendo a la superficie con el esplendor de su extrañeza a cuestas y recientes descubrimientos editoriales dan cuenta del singular poeta argentino Héctor Viel Temperley –un posible alter ego sureño de Gottfried Benn–, del surrealista chileno avant la lettre Omar Cáceres o de un aforista colombiano secreto y empedernido como Nicolás Gómez Dávila.

En el caso de Alejandro Rossi ( 1932), la rareza confluye además con otras variables determinantes: inteligencia, hondura de pensamiento, limpidez del lenguaje, voluntaria indefinición genérica y hasta no pocas dosis de humor. De madre venezolana (cuya ascendencia, bueno es recordarlo, se remonta hasta el general José Antonio Páez, el mismo de los billetes de a veinte, como gusta recordar el maestro), padre italiano y formación y residencia fundamentalmente mexicanas, Alejandro Rossi se ha destacado, en sus inicios, por una sólida obra de interpretación filosófica, y luego por una seguidilla de libros notables, difíciles de clasificar, que bordean, sin nunca caer con exactitud, la crónica, la narración breve, la apostilla reflexiva o la anotación de turno. En títulos como Manual del distraído (con una precoz edición venezolana que tuvo a bien sacar Monte Ávila Editores), Un café con Gorrondona o esa joya de la fina ironía llamada La fábula de las regiones, Rossi se nos muestra como un autor único, raro constitutivo, cuyo esplendor verbal, sin nunca ser opulento, se cuela por entre imágenes inolvidables y visiones entrañablemente singulares. De un plano que nunca quiere mostrarse como sabio, aunque certezas sobrarían, se desciende a un plano expresivo francamente cristalino en el que el mundo parece reinaugurado. La inteligencia no debe confundirse nunca con el retruécano –podría ser la conseja secreta de esta prosa magnífica. O como recordara Mariano Picón-Salas al referirse al origen de la expresión barroca: si la forma se hace compleja es porque el fondo, al menos en el precepto escolástico, es inmutable. Rossi nos enseña, en este sentido, un camino distinto: que la transparencia de las formas es la mejor herramienta para traer a flote fondos que siempre son oscuros.
¿O acaso la vida misma no es el summum de todas las extrañezas?

La reciente aparición de Edén (FCE, 2006), con el cautivador y no poco sugestivo subtítulo de Vida imaginada, no sólo profundiza la singular trayectoria del maestro sino que la abre como un abanico o delta hacia significaciones mayores o al menos más complejas. Si en los libros anteriores la pulsión narrativa se contenía, ahora sale al descampado; si en las fases pre vias la crónica parecía darse de forma espontánea, ahora se traspone para casi convertirse en una mezcla de historia natural y cuadro de personajes; si en los relatos suyos más venerables la veta reflexiva cundía por doquier, ahora se diluye entre el diálogo de los personajes y una furia descriptiva que no ahorra términos ni detalles. ¿Es Edén una novela, un libro de memorias, una recreación de la infancia, un ajuste de cuentas con personajes entrañables, un concentrado de educación sentimental? Todo lo anterior, ciertamente, pero también mucho más que todo lo anterior. Se diría que Rossi, acostumbrado como nos tiene a los desafíos formales y a las trampas genéricas, ha construido una especie de nuevo género. Edén es el recuento vital del niño Rossi, quizás entre sus seis y sus doce años (justo hasta el umbral de la adolescencia), pero fundamentado sobre la base del recuerdo que se puede recuperar, hilachas de memoria o imágenes a veces pescadas sin contexto. El recuerdo, sabemos, no puede ser nunca lineal, se topa con baches o escenas inconclusas; el recuerdo es fundamentalmente selectivo, se alimenta de las impresiones mayores y desecha las que parecen prescindibles. Si Rossi quiso recuperar una memoria de infancia y trasponerla en un envolvente ejercicio textual, es muy probable que la ilación haya sido más de meandros que de continuidades. De hecho, el libro se va haciendo en función de trozos recuperados, descritos soberbiamente, escenas con la madre, con el padre, con el hermano, paisajes de la provincia italiana o argentina, y es al cabo el lector el que va uniendo los fragmentos y encontrando un sentido mayor, de continuidad, de historia recuperada. El libro está escrito tal como se recuerda, con las intensidades que juntan un momento con otro, una mueca con otra, un amorío con otro. En tal sentido, el subtítulo Vida imaginada cobra aquí un fulgor especial, pues se trata de entender que, más que recuperación de memoria, estamos hablando de la organización o disposición de esa memoria, de cómo imaginamos haberla vivido o de cómo nos habría gustado vivirla. Y es aquí, precisamente, donde entra la literatura (el guiño de Rossi) en la imaginación en torno a esa memoria, en la fabulación a partir de esa memoria. Quiebre de la ortodoxia e irrupción de la novedad: no importa que lo que se haya descrito sea verdad o mentira –no es lo que está en el planteamiento de fondo del libro–; lo que importa es la intensidad selectiva por la que se recuerdan los momentos vividos o imaginados como vividos. Si en todo recuento de la memoria personal siempre hay algo de fábula, ¿qué esperar cuando se recrea el trozo de memoria más remoto, allí donde inconsciente y conciencia se hacen sombra mutuamente mientras forjan la personalidad del individuo?

La
aparente cercanía frente al material narrado –unas memorias de infancia– precipita en Rossi un mecanismo antagónico: frente a la cercanía, provoco un distanciamiento, precisamente para que los mecanismos de la novela entren a sus anchas sobre el cuerpo del recuerdo y dispongan sobre los elementos como bien quieran. Asombra que desde las primeras líneas descubramos a un personaje que se llama Alejandro, el niño Alejandro, que es o pudiera ser Rossi, pero que en definitiva es otro, incluso ante los propios ojos del autor. Ese extrañamiento, curiosamente, es el signo de mayor acercamiento, es el mecanismo que permite que el personaje sea entrañable para el lector. Un niño inseguro, cruzado por mil destinos, dueño de varios paisajes biográficos o naturales, sin origen preciso o con múltiples orígenes, con varias lenguas o con ninguna, fabulador de lo real y de lo irreal, cuentero como pocos, cuentero como una
herramienta para inventarse destinos disímiles, deseados, o para pasar siempre por debajo de la mirada inquisidora:

Pero
en relación con la lengua, el asunto era más complicado: Cheché hablaba como una caraqueña educada en el extranjero; la temporada en Caracas le había intensificado a Félix el acento local y ahora se le colaba el modo y el tono de los argentinos. ¿Qué es lo que debía proteger como propio? ¿El italiano y el español de La Florida? A veces Félix se autocorregía antes de pronunciar ciertos modismos venezolanos, en parte por darse cuenta de que serían incomprensibles en Argentina, pero también por el deseo, algo humillante, de adaptarse a los usos locales, el afán precisamente de no singularizarse, de ser como los demás, de no llamar continuamente la atención, de evitar las reiteradas explicaciones acerca de sus orígenes y filiaciones, como si toda la vida fuera responderle a un agente de inmigración.

Los
destinos que se cruzan en la vida del niño Alejandro –Italia, Venezuela y Argentina– generan a su vez presencias familiares, amistades, ambientes colegiales, paisajes, personajes amables o aborrecibles. Pero en esta tríada fundacional, quizás por la gravitación de la madre Cheché, una caraqueña hermosa y cosmopolita que se eleva por entre los personajes de la novela, la variable venezolana, por su entramado de familiares, legados y tensiones, establece el balance mayor. Muy cercanos resultan el abuelo Guerrero, la inaprensible María Páez, la intragable Mamaíta, los tíos festivos y siempre dispuestos (ante la lejanía del padre) a asumir las lecciones masculinas del infante. Ese retrato de familia pudiente caraqueña de los años cuarenta y alrededores se extraña en la misma narrativa venezolana de estos tiempos. El habla precisa de los oficiantes, los hábitos y maneras, remiten a una sensibilidad mayor, a un paisaje preciso de logros y condenas, a una observación muy fina y penetrante de nuestra manera de ser en el tiempo. Leídos en Edén no dejan de parecer paisajes humanos caducos, cerrados por la
inclemencia del tiempo, enterrados por una historia de arrabales. Esa familia emotiva, de tías y tíos entrañables, es la que bautiza cariñosamente al niño Alejandro como el Negro y lo pone en el centro de la escena para que no deje de echar cuentos. Buscarle la lengua al Negro, como se verá, nos ha traído hasta hoy la presunción de un fabulador y la hechura de un autor inconmensurable.

Otra escena venezolana inolvidable, precipitada por Félix –hermano mayor y guía del Negro, pero también uno de los personajes más logrados del libro– es la conversación con el viejo y venerable educador Bartolomé Olivier, republicano llegado a tierras venezolanas bajo el exilio de la Guerra Civil y fundador en sus momentos del famoso Instituto Escuela de La Florida, uno de los primeros centros educativos liberales que tuvo el país. En una de las diarias sobremesas con el viejo –Cheché había resuelto dejar a los hermanos en horario corrido hasta la tarde–, Félix inquiere por la existencia de Dios y el republicano suda sus respuestas hasta quedar literalmente abatido por el ensañamiento del mayor de los Rossi. El niño que se admira ante la agudeza del hermano mayor es el mismo que aprende a
lavarse los genitales gracias al consejo del tío materno y es el mismo que sufre ante la visión instantánea de un enfebrecido pretendiente de la madre. Este fabulador nato, nadador frustrado, recurrente enamoradizo y curioso medular constituye el centro de gravitación del libro, alrededor del cual giran todos los personajes y todas las situaciones.

Freud recordaba que los primeros cuatro años de la infancia, si bien período inconsciente, constituían la fase primordial del forjamiento de la personalidad. Recordar algo de esa secuela no debe pasar de impulsos ciegos, nebulosos. El ejercicio memorioso en torno a la segunda infancia, a la que ya se vuelve consciente, ha sido el propósito medular de este nuevo libro de Alejandro Rossi. Crecer está asociado a la felicidad, pero también al sufrimiento, y el espejo de Edén es uno de los más fidedignos, entrañables y envolventes que hayamos leído. Si estos personajes se vuelven insustituibles, si su humanidad toda nos contamina el espíritu, es porque el maestro Rossi, no sabemos si consciente o inconscientemente, pero al menos sí a través del subterfugio de la niñez, se ha acercado más a la vida, al sentimiento, a la inmortalidad. La imagen del Negro nadando feliz en la piscina de sus anteriores fracasos porque su pretendida Adriana le ha dado finalmente el primer beso en vida es la imagen del Edén
venido a tierra. De estas imágenes y sensaciones se compone esta magistral obra.

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