Esta obra puede verse como la continuación o el complemento de la obra más conocida de Jean Meyer, La Cristiada, que narra la historia del gran conflicto religioso que tuvo lugar en México durante la década de 1920. Aquel libro clásico ya trataba el tema de los “arreglos” entre el gobierno y la Santa Sede, pero esta obra los desarrolla con mucha mayor amplitud, apoyándose en la documentación que ha ido saliendo de archivos nacionales y extranjeros durante las últimas décadas, así como en las obras de algunos historiadores jóvenes que han puesto un mayor énfasis en la dimensión internacional del conflicto. Aquí habría que citar sobre todo a Paolo Valvo e Yves Solís, a quienes el autor menciona directamente en la introducción.
La obra está estructurada en diez capítulos, que pueden agruparse en dos grandes secciones. La primera parte del libro está dedicada a la gestación y negociación del acuerdo de paz entre la Iglesia y el Estado, y la segunda analiza el largo período que comienza con el incumplimiento de los arreglos y la reactivación del conflicto religioso a partir de 1930, y que termina con la construcción de un modus vivendi efectivo durante la presidencia de Lázaro Cárdenas. La obra está escrita con un estilo esencialmente narrativo, sin demasiadas disertaciones historiográficas para especialistas, e incluye numerosas citas extensas de testimonios y documentos de la época, algunos poco conocidos en México. En este sentido, Si se pueden llamar arreglos… es también una mina de información muy útil para futuras investigaciones. Más allá de esta contribución, sin embargo, me atrevería a subrayar tres aspectos invaluables del libro.
En primer lugar, hay que destacar la fuerte presencia de actores, procesos y referentes internacionales en la narración de una historia esencialmente mexicana. Este es un libro que tiene mucho que decir a quienes buscamos leer a México en el marco de contextos globales y transnacionales. Al igual que en otras de sus obras, Jean Meyer ve a México como un espacio en el que se cruzan fenómenos locales con historias mucho más amplias, y en el que se hacen abundantes comparaciones que permiten entender cuáles fueron las peculiaridades del caso mexicano frente a otros conflictos que vivió la Iglesia católica durante la misma época. Pienso, por ejemplo, en la reflexión que se hace al final del capítulo iii en torno a la política del papa Pío XI, Achille Ratti, a quien le tocó ocupar el trono pontificio entre 1922 y 1939, es decir, durante los años en que se consolidaron la Revolución soviética y el régimen fascista de Benito Mussolini, y en los que surgió y conquistó el poder el partido nazi; los mismos años en los que el catolicismo francés se dividió por el movimiento ultraconservador de Charles Maurras (la Action Française), y en los que España atravesó, primero, por la dictadura militar de Miguel Primo de Rivera, después por una Segunda República distinguida por su anticlericalismo, y, finalmente, por una catastrófica guerra civil. Jean Meyer nos recuerda que Pío XI analizó el caso mexicano a la luz de todos estos conflictos y nos presenta las dudas del pontífice respecto al mejor camino a seguir: ¿había que alentar la negociación o la resistencia frente a los gobiernos que oprimían la fe católica? ¿Era conveniente que la Iglesia se aliara públicamente con los partidos que prometían favorecerla? En el caso mexicano, nos dice Jean Meyer, el papa tuvo la satisfacción de ver que, a diferencia del concordato alemán, la apuesta por los arreglos terminó siendo la mejor opción en el mediano plazo.
En segundo lugar, me parece particularmente eficaz que Jean Meyer no hable de la Iglesia y el Estado como actores colectivos monolíticos, sino como entidades sumamente complejas marcadas por la pluralidad y el conflicto interno. Lo dice con toda claridad: se trata de “constelaciones de personas” que tuvieron distintas responsabilidades en este proceso. En el caso de la Iglesia, por ejemplo, esta incluye a un episcopado en el que no había posturas homogéneas, a un enorme número de sacerdotes marcados por sus circunstancias y espacios de acción individual, y a los fieles mexicanos, tanto los pacíficos como los militantes que prefirieron morir combatiendo antes que vivir humillados. Y, por supuesto, también incluye a la Compañía de Jesús y la Santa Sede con sus múltiples y contradictorios actores, como la Secretaría de Estado, la delegación apostólica en Washington y, por supuesto, el papa. Lo mismo podría decirse del Estado mexicano, donde convivían algunas voces revolucionarias pragmáticas junto a gobernadores y líderes locales furibundamente anticlericales, quienes trataron de acorralar lo más posible a la Iglesia católica mediante las leyes estatales sobre número máximo de sacerdotes y las campañas a favor de la educación socialista y la “desfanatización” del pueblo mexicano. Las complejidades de estas redes de actores individuales y colectivos, marcadas por fuertes tensiones internas, llevan a que el autor matice siempre sus juicios y generalizaciones, y le hacen destacar la dificultad y contingencia de cada pequeño paso en el camino hacia una paz viable.
Y esto me lleva al tercer y último punto. Mientras que en La Cristiada Jean Meyer nos habló sobre todo del conflicto religioso, de sus raíces y características, y de las identidades colectivas forjadas por la movilización y la guerra, en esta obra nos presenta una historia mucho menos épica, pero quizá más relevante para nuestro presente marcado por la polarización y el conflicto. Jean Meyer habla aquí de lo difícil que es reconstruir un marco político e institucional en el que puedan convivir grupos sociales con ideas opuestas y odios profundamente arraigados. ¿Cómo se negocia la paz? ¿Cómo se alcanza un acuerdo mutuamente aceptable? ¿Qué condiciones se requieren para llegar a un resultado de esta naturaleza? Tanto en su exposición de la negociación de los arreglos de 1929, como en los capítulos dedicados a su incumplimiento durante el maximato y a su renegociación pragmática bajo Lázaro Cárdenas, Jean Meyer nos muestra la danza de posturas radicales y moderadas, y la constante presencia de soluciones que eran fácticamente imposibles y de propuestas que inicialmente fueron rechazadas pero que eventualmente tuvieron que ser aceptadas por ambas partes. Dentro de este proceso, me llaman la atención, sobre todo, los esfuerzos de muchas personas para impedir cualquier compromiso, así como el constante enfrentamiento entre moderados y radicales, tanto en el campo gubernamental como en el eclesiástico. Unos a otros se tildaron de absolutistas o traidores, unos y otros tuvieron razones fuertes y débiles a su favor, y unos y otros nos demuestran que la historia nunca es en blanco y negro. Como dice Jean Meyer, “no se trata de un cuento de buenos y malos. Es una tragedia”.
En este sentido, el nuevo libro de Jean Meyer también nos recuerda que la historia tiene mucho de contingente y accidental, y que, a veces, algunas soluciones previamente imposibles se vuelven realizables gracias a un cambio de contexto que obliga a superar la cerrazón previa y a considerar, aunque sea parcialmente, las razones del contrario. Es de llamar la atención, por ejemplo, la importancia que tuvo el conflicto petrolero para alcanzar un modus vivendi en la cuestión religiosa. Creo que tanto Cárdenas como los obispos comprendieron que la colaboración en torno a una meta muy concreta y popular –la defensa de los intereses nacionales frente a las compañías inglesas y norteamericanas– les permitió encontrar un espacio de entendimiento para cimentar un arreglo más duradero y funcional. ¿Qué hubiera sucedido con otro presidente, o en ausencia de este conflicto internacional? No lo sé, pero me parece que es una buena provocación para un ejercicio de historia contrafactual. ~
Es profesor investigador de la División de Historia del CIDE y autor de la Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México (2019).