La buena salud de la que goza de nuevo la literatura policiaca, un universo cuyo big bang data de mediados del siglo XIX, se debe en gran medida a los autores que han generado un viento fresco procedente del otro lado del Atlántico. De Andrea Camilleri, siciliano como Leonardo Sciascia —referencia obligada—, al holandés Tim Krabbé, cuya exactitud de relojero lo lleva a armar dispositivos que estallan lenta pero eficazmente en manos del lector; del alemán Bernhard Schlink, creador de un ex fiscal nazi vuelto investigador privado, a la israelí Batya Gur, cuyo superintendente Michael Ohayon se guía por un único dictum en la caza de criminales: "Sólo cuando me identifico con alguien sé por dónde avanzar"; del fenómeno Henning Mankell, responsable de ese adalid del spleen sueco que es el inspector Kurt Wallander, a la francesa Fred Vargas, que explota sus conocimientos de arqueóloga e historiadora en tramas no exentas de un filón irónico, el género fundado por Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe cuenta con exponentes contemporáneos que han sabido reconquistar el gusto de un público masivo que, la verdad sea dicha, siempre ha sido fiel.
A esta nómina se suma Giorgio Todde (1951), que comparte cartel con Gur y Vargas en la notable serie policiaca lanzada por Ediciones Siruela. Médico y escritor —mezcla que lo hermana con Francisco González Crussí—, Todde es oriundo de Cagliari, capital de Cerdeña, lo que le concede una insularidad que él mismo ha acentuado al optar, a diferencia de los otros narradores, por recrear más que crear al protagonista de sus libros: su paisano Efisio Marini (1835-1900), naturalista consagrado a recomponer "la materia destinada al máximo desorden", que antes de cumplir los treinta años, dice Todde, "elabora un método absolutamente personal de momificación que permite, sin cortes ni inyecciones, la petrificación de los cadáveres". Miembro de una rica familia de comerciantes que lo ve con malos ojos, y a contracorriente de los embalsamadores de moda, Marini revoluciona su profesión mediante técnicas que nunca acepta revelar y por ende se van con él a la tumba, como ocurre en el caso de otros colegas: el holandés Frederik Ruysch, que momificó al almirante Berkley; el italiano Paolo Gorini, que hizo lo mismo con el patriota Giuseppe Mazzini, y el español Pedro Ara, que se negó a "reparar" el cuerpo de Lenin.
Melancólico y visionario, Marini ha cobrado una trascendencia en el orbe científico que fue ratificada por Il Pietrificatore, muestra montada en el último trimestre de 2004 en el Centro Comunal de Arte y Cultura Il Ghetto, que ideó diversas secciones para desplegar la vida del médico, la historia de Cagliari a finales del siglo XIX, las distintas fórmulas de momificación y el recuento de los principales embalsamadores decimonónicos. Los primeros éxitos de Marini son el brazo de un cadáver y un cuerpo inmortalizado por el fotógrafo Agostino Lay Rodríguez; la fama posterior lo conduce a momificar a ciertas celebridades y a exhibir en Milán, París y Viena, apunta Todde, "una mesita con sangre y órganos cortados en rebanadas sobre la cual coloca también una mano de muchacha (todo ello, obviamente, petrificado)".
Esa mano de muchacha —de veintiséis años, se nos indica— aparece en Miedo y carne (2003), segunda entrega de la tetralogía protagonizada por un Efisio Marini vuelto detective incidental y completada por El estado de las almas (2002), L’occhiata letale (2004) y E quale amor non cambia (2005), estas dos últimas aún inéditas en nuestro idioma. A caballo entre la indagación policial, el retrato costumbrista y el devaneo fisiológico, El estado de las almas y Miedo y carne se proponen integrar una suerte de biografía fracturada del embalsamador: en la primera, ubicada en 1892 en Abinei, un pequeño poblado en los montes de la Cerdeña oriental, se alude a Carmina, la esposa de Marini, fallecida una década atrás en medio de una locura precipitada por el deceso de su primogénito Vìttore; en la segunda, situada en 1861 en Cagliari, la vemos intentando sanar las grietas conyugales ensanchadas en buena parte por el trabajo de su marido y encargándose de sus hijos, Vìttore y Rosa, que "crecen a [su] sombra tibia". Ambas novelas presentan a Marini como un hombre proclive a la languidez y el ensimismamiento, embarcado en una búsqueda del ideal femenino que encarna en un par de mujeres inolvidables: Graziana Bidotti, que perece ahogada en un río y por la que Marini siente una pulsión necrófila al cabo de momificarla en El estado de las almas ("Esa mujer, después de muerta, ha crecido dentro de él, quien la considera su Eurídice de cristal"), y Matilde Mausèli, la prima de Carmina que alumbra los turbios corredores en que se interna Miedo y carne ("Efisio se aparta un chisporroteo rubio de la frente: es Matilde que le revolotea por la cabeza"). Ambas novelas destilan desde el arranque un lirismo digamos telúrico que se antoja una novedad dentro del género:
En Abinei las casas de piedra son siempre las mismas porque nada se multiplica o disminuye en el pueblo fósil. El estado de las almas de la comunidad impresiona por el hecho de que los muertos quedan compensados con exactitud por los nacidos, y a causa de ello las casas son las mismas e invariado es el número de los hogares.
(El estado de las almas)
El miedo surge entre las piedras —más duro que las piedras— para el abogado Giovanni Làconi. Él lo reconoce y comprende por fin cómo está hecho. Siempre se había preguntado cuál sería la forma del miedo y de niño pensaba, cada día, que estaría dormido en el fondo del golfo, listo para echársele encima en forma de tromba de aire y agua.
(Miedo y carne)
Este lirismo se extiende a los cuadros ambientales, que confirman la destreza narrativa de Todde, y no pocas veces fungen como exteriorización de estados anímicos: "Da la impresión de que el atardecer hambriento quisiera devorarlo hoy todo, las marismas y las montañas. Un terror ha hecho enloquecer una bandada de patos que acaba en el interior de la franja roja y se desvanece. Da la impresión de que hasta las nubes corren para dejarse engullir." Sin perder de vista en ningún instante el sentido canónico de la pesquisa detectivesca, el escritor sardo se permite divagaciones psicológicas y aun filosóficas que lejos de entorpecerla robustecen la trama. "Cuánta oscuridad en nuestro interior", reflexiona un personaje de El estado de las almas al ver a Marini laborando en la mesa de disección; "Un cuerpo muerto conserva en sí el signo del homicida", asienta el propio médico en Miedo y carne. Estas nociones son fundamentales en la obra toddeana: Marini se asoma a las simas anatómicas del hombre para empezar a acceder a las tinieblas del espíritu, representadas por el párroco responsable de la manía numérica y simbólica que atraviesa El estado de las almas, y por esa especie de Medea nonagenaria que parece controlar no sólo el tráfico de opio en Cagliari, sino el fuego cruzado de las pasiones que incendian Miedo y carne.
Dueño de un temperamento que aúna el rigor científico y la vena poética, empeñado en hallar "un hilo conductor, una marca personal del [asesino], un estilo", Efisio Marini regresa literal y literariamente de entre los difuntos de la historia como un ser vital que respira a sus anchas entre momias y criminales, amores platónicos y deseos contradictorios: "La verdadera señal de que estamos en el mundo de los vivos es la respiración […] Respirar es una acción sublime y complicada, no puede imitarse ni dejarse de lado." Inimitable es también el modo en que Giorgio Todde logra que el embalsamador aplique sus técnicas secretas para disecar los cuerpos del delito y convertirlos en objetos que irradian una belleza mórbida. –
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.