La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano de Ignacio Padilla

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¿Hay una tesis? Si este libro, La isla de las tribus perdidas, tiene una tesis es esta: que existe un “enigmático divorcio entre América Latina y el mar”. Así es: al parecer hay una América Latina estable y uniforme e indivisible y al parecer se encuentra atávica, “enigmáticamente” reñida con los océanos y los ríos y los lagos “que le bañan y le alimentan”. Podría pensarse, ya en marcha, que esa América Latina produciría una literatura áspera y poco fértil pero no es así: aquí se nos informa que la narrativa latinoamericana –otro monolito: unitario e inalterable– incluye entre sus mejores páginas elocuentes imágenes acuáticas –naufragios, aguaceros, islas, barcos y un persistente chipichipi de etcéteras. Bien leídos –o mejor: descifrados con la largueza y astucia de Ignacio Padilla (ciudad de México, 1968)–, esos tropos revelan, por lo menos, cinco rasgos capitales de la “persona latinoamericana”: su disenso con el mundo natural, “su cultura del obstáculo, su propensión al aislamiento, su inclinación a la deriva y su vocación de náufrago”.

¿Hay un método? Si hay un método es, vaya, este: hacer como si la tesis fuera ya evidente y no necesitara discutirse, solo ilustrarse. En vez de argumentos, ejemplos –párrafos espulgados de obras literarias e interpretados de tal manera que acaban por confirmar, cosa curiosa, los supuestos previos del intérprete. ¿Se consulta todo tipo de obras? Solo narrativa, no poesía, porque ya se sabe que los poetas suelen ablandarse ante el agua y cantar al mar y que esos cantos pueden refutar la idea de que el latinoamericano padece invariablemente los líquidos. ¿Se cita a narradores caribeños? Solo de vez en cuando, entre otras cosas porque los escritores de tierra adentro ilustran mejor la noción de que el latinoamericano vive de espaldas al océano. ¿Se habla de qué autores? Previsiblemente de Borges y de Onetti y de Mutis y de Revueltas y de Cortázar y de Carpentier y, una y otra vez, de García Márquez, todos ellos atenuados por las glosas de Padilla, aplastados por el peso de tener que representar al “hombre latinoamericano”. ¿Se leen enteros sus cuentos y sus novelas? Nunca: solo los fragmentos pertinentes, ya desprendidos del resto de la obra, y solo una vez que han sido desactivadas las tensiones y contradicciones que atraviesan a los textos. Además: cuando al fin se han esquivado los peligros, no se afina la tesis, se la engorda frívolamente. Por ejemplo: tachando de distintivamente latinoamericanos rasgos difusamente universales –el desasosiego ante el mar, el temor a los huracanes, el miedo a los tiburones.

Basta. Basta abrir distraídamente el libro y atender casi cualquier párrafo para toparse con alguna frase bochornosa. Si se cae en la página 16: “mientras los autores británicos y portugueses recuperan con paciencia el idilio de sus tribus con el mar, en América Latina se lucha todavía contra los monstruos oceánicos de la historia y contra las tempestades del desamor entre el ser continental americano y su vasto océano”. Si se avanza a la 27: “el largo y abstruso peregrinar de la tribu perdida de la historia de Occidente, el pueblo resentido y disperso que no acaba de sublimar su pascua por las aguas purificadoras”. Si se llega valerosamente hasta la 122: “Cercano ya a la extinción, el unificador que ha fracasado [Bolívar] anticipa así el asesinato de la naturaleza latinoamericana a manos del hombre latinoamericano: un hombre que nunca, al parecer, consiguió firmar con el universo material un concordato o siquiera un pagaré que sacase algún día nuestra barca de su laberinto para llevar a un lugar que no fuese el mar de la ruina.” Por supuesto que no todo es así de plomizo y que hay, de vez en vez, recompensas en la ruta –por ejemplo: esa frase con que Padilla define a los latinoamericanos y que uno puede descomponer hasta aburrirse: “una hueste húmeda de supervivientes fugitivos de una conspiración celestial”. Una hueste celestial de supervivientes húmedos de una conspiración fugitiva. Una hueste fugitiva de supervivientes celestiales de una conspiración húmeda. Etcétera.

¿Qué pasa aquí? Es tan errático el libro, son tantos sus defectos, que no todo puede ser culpa de Padilla –por otro lado, un cuentacuentos más o menos eficiente. La culpa es, también, de la tradición intelectual en la que se inscribe esta obra: esas meditaciones –mitad literatura, mitad farsa– acerca de las esencias nacionales o regionales. Es un problema de perspectiva: se adopta un punto de vista suprahistórico, en teoría capaz de percibir espíritus y duendes nacionales, y se desdeñan las circunstancias materiales, fácticas, de los países concretos. Se ha explicado ya: rendir semejante culto a la identidad supone sacrificar las diferencias. Aquí, en La isla de las tribus perdidas, no hay desemejanzas entre unos países y otros ni entre unas épocas y otras: una misma “persona latinoamericana” se enfrenta, del mismo modo a lo largo de los siglos, a un mismo “genio acuático”. Tampoco hay accidentes ni discontinuidades en esa historia, entre otras cosas porque no hay historias sino Historia –una entelequia no transformada por los acontecimientos. Aun cuando la materia halla un hueco y se cuela a la superficie –a manera de barcos, de lanchas, de balsas– Padilla se apura a desintegrarla y a volverla, con asistencia del Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, en emblema de abstracciones. Es obvio que así, vuelto todo símbolo y arquetipo, el libro se torna de lo más farragoso, cosa rara en una obra dedicada a un elemento tan fluido. Ese es, de paso, otro inconveniente: para Padilla el mar es atemporal y eterno, siempre idéntico a sí mismo, siempre visto y temido y adorado de la misma forma. Pues bueno: el mar, como ha escrito Derek Walcott, también tiene historia –y sus significados fluyen: cambian en cada costa, a cada momento, interminablemente.

La culpa es, además y sobre todo, del género: de ese ensayo literario que practican Padilla y, ay, otros cientos. Para explicarlo hay que ir al principio, el momento en que Montaigne funda el ensayo, y observar que lo funda no para hacer literatura sino, justamente, para no hacerla: para pensar el mundo de un modo en que la literatura no lo estaba pensando. Para confirmar esto hay que leer el que quizás sea el mejor ensayo sobre el ensayo: “El ensayo como forma” (1954), de T. W. Adorno. Allí se anota: el ensayo era un dispositivo que, ubicado entre la literatura y la filosofía, se oponía a los recursos ficcionales de una y a los sistemas teóricos de la otra. Se agrega: sus cualidades –la brevedad, los rodeos, la fusión de registros, la mezcla de citas, el irreverente uso de categorías académicas– le permitían atender eso que los tratados y las piezas literarias descuidaban –el detalle concreto, efímero, contingente. Es decir: que el ensayo era, y sigue siendo en sus mejores momentos, justo lo contrario de que lo supone Padilla –no una vía hacia el Espíritu sino una herramienta para desmontar sistemas, para abollar absolutos.

Cuando un escritor añade el adjetivo literario al sustantivo ensayo sabemos que todo se ha arruinado. El género abandona su posición incómoda, indefinible, y se resguarda, ya sin filo, a la sombra de la literatura. Deja de haber fricción entre la teoría y la experiencia: prevalece la paz de la retórica. Los conceptos cesan de ser amartillados: simplemente desaparecen y uno acaba por echarlos de menos. La historia y la sociología son erradicadas: con el propósito de mantener cierta supuesta limpieza de las formas literarias. Los pequeños detalles se nublan y el mundo, ya libre de lo material, se vuelve pura representación, mero espectáculo. En fin: que esos autores blanden el ensayo no como arma sino como excusa. Para no investigar. Para pensar sin rigor. Para decir indistintamente esto o aquello y no tener que rendir cuentas a los lectores. Pero hay que llamarlos a cuentas. ¿Por qué habrían de salirse, otra vez, con la suya? ~

 

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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