El fantasma de Gide

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Solían llamarse diarios, pero últimamente se les llama también dietarios. Se publican muchos en la España de hoy, donde hay un evidente auge de este género literario que algunos de los diaristas quieren hacer creer que es casi rigurosa novedad en su país cuando en realidad basta recordar, por ejemplo, los juveniles pero muy interesantes diarios de Dalí o de Emilio Prados, el descomunal y crispado Alcancía de Rosa Chacel, el intenso y fascinante Orbe de Larrea, el lúcido e inteligente diario de Gil de Biedma, por no remontarnos al XVIII y a los escritos de Jovellanos o de Moratín.
     No es pues rigurosa gran novedad la de estos diarios que se escriben en la España de hoy. Por otro lado, una gran parte de los diaristas —no todos, porque hay honrosas excepciones: Llop y Sánchez Ostiz entre ellas— practican más la calcomanía que la obra de arte. Esto es algo que no hace mucho ya señaló Pere Gimferrer —autor también él de un dietario—, para quien muchos diaristas españoles de hoy se alejan de la obra de arte y caen en la calcomanía, un tipo de superchería literaria que se caracteriza por dos rasgos inconfundibles y complementarios: la ausencia, en el autor, de una verdadera vida moral y, por ello mismo, la confusión entre literatura y vida literaria.
     La obra de arte, en cuanto a dietarios se refiere, es de índole totalmente distinta a la calcomanía: ya se proponga —dice Gimferrer— restituir día a día lo vivido por el autor, ya incluso suplirlo, ya, por el contrario, simule ser un diario fidedigno, y sea en buena medida fabricación artística, algo le singulariza y define en grado sumo: el eje de la perspectiva adoptada, el timbre o metal de voz, y, por lo tanto, la existencia moral del individuo que escribe.
     Pero en la España de hoy brotan como hongos dietarios que no son más que trágicas calcomanías. Por otro lado, yo, como lector de diarios españoles de hoy, constato que casi todos los que han elegido frecuentar este género literario en la España de hoy, tienen vidas grises y aburridas. La grisura no me parece un excesivo problema si es una grisura como la que se despliega en el diario de Gombrowicz, por ejemplo; en él centellea siempre una gran inteligencia, y eso no sólo le salva sino que, bien canalizada, esa grisura refleja con lucidez el drama de una vida rural casi obligada a pasar en un país de vacas.
     "Sensación de que nuestros libros son como restaurantes. Les viene bien que los frecuente gente de mundo. Eso no los hace mejores", escribe Andrés Trapiello en la primera entrega de Salón de los pasos perdidos, el ambicioso diario global de este dietarista prolífico, de lectura imprescindible para quien quiera hacerse una idea general de la escritura de diarios en la España de hoy.
     Pues bien, a mí sí me parece que les vendría bien a los escritores de diarios españoles de hoy ser frecuentados por gente de mundo. Permítaseme una nota de humor: pero, ¿cómo van a ser frecuentados por gente de mundo si una gran parte de estos diarios se demoran explicando que el autor va en o con zapatillas por su casa? La gente de mundo siempre preferirá leer, por ejemplo, el Journal de Gide, donde encontraremos frases como éstas: "Moscú, 20 de junio. A última hora de la tarde, preparación del discurso que tengo que pronunciar mañana en la Plaza Roja"; "Argel, 26 de junio. Anoche cené con el general De Gaulle…"; "5 de septiembre. De nuevo en Bu-Said…" A estos inicios mundanos siguen, encima, profundas reflexiones morales que reflejan la verdadera vida del autor, que es eso que se echa tanto en falta en la abundante nómina de diaristas que hacen calcomanías.
     Los diaristas españoles de hoy deberían escribir más en Bu-Said (permítaseme también esta metáfora) y dejarse de tantas chimeneas provincianas, tantas salidas al cine con la esposa paciente, tantas zapatillas y otras zarandajas. En medio de este panorama de aceptable grisura pero de intolerable tedio, se acaba de publicar en Barcelona, en la editorial Alba, una versión abreviada del monumental Journal de André Gide, que pone en evidencia, si aún más cabe, la fragilidad de tanta calcomanía. Aparte de relatar, con inteligencia a años luz de casi todos sus contemporáneos, la compleja evolución moral de su autor, el Diario de Gide —pionero, por cierto, en el uso del diario ficticio como recurso literario— cuenta la historia de alguien que se pasó la vida buscando realizar una obra maestra que no logró nunca hacer; o, mejor dicho, que sí llevó a cabo, aunque paradójicamente esa obra maestra fue precisamente ese Diario en el que iba anotando día a día la búsqueda infructuosa de la obra maestra. El Diario, visto así, se convierte, además, en una novela: el relato de la vida moral y de las agonías de un hombre que sabía demasiado.
     Si otras obras de Gide resultan hoy bastante infumables, el Diario, en cambio, es una cumbre literaria y una obra absolutamente moderna (tanto como el diario de Gilles Renard, también recientemente publicado en Barcelona) en la que están, sin ir más lejos, las transformaciones apasionantes de los pronombres personales. Todo un espectáculo. El gran Gide pasa del "yo" al "él", del "yo" al "nosotros", del "yo" al "vosotros". Se interroga Gide acerca de la identidad y sabe, como todos los grandes escritores saben, que el autor de sus escritos no es él mismo (aunque escriba un dietario), no es el individuo que aparece en el registro civil, sino otro personaje: ni más ni menos que el autor de sus textos. Esto lo sintetizó muy bien Borges cuando dijo: "Al otro Borges es a quien le ocurren las cosas". Y es que la persona que habla, el yo que habla en un texto literario —bien que lo sabe Masoliver Ródenas en su magnífico Retiro lo escrito—, sólo somos nosotros, en un cierto sentido, aquello que Juan Ferraté, hablando de Gil de Biedma, ha denominado el personaje fantasmal del escritor.
     Lleno de personajes fantasmales del escritor está el Diario de Gide, y así llega al paroxismo cuando, por ejemplo, escribe esto, en un notable ejercicio de desdoblamiento infinito: "Aunque sea demasiado silencioso, me gusta viajar con Fabrice [Gide se refiere a sí mismo]. Hoy, que viaja en primera, con un traje nuevo de un corte insólito y bajo un sombrero que le sienta prodigiosamente bien, se aborda con asombro en el espejo y se seduce".
     Lejos de tanta zapatilla y chimenea, encanta viajar con este Fabrice y con Gide y con otros personajes fantasmales que también son el propio Gide a través de la selección de fragmentos que ha realizado con buen criterio Laura Freixas, que ha elegido buscando la mayor regularidad posible, es decir, buscando que la proporción (se ha seleccionado el 20% del original) sea la misma en todas las épocas que cubre el Diario, que va desde 1888 a 1950 y que culmina con la misma idea con la que Gide lo inició, la idea de que tarde o temprano debía llegarle la posibilidad de escribir una obra maestra: "4 de junio de 1948. Algunos días me parece que si tuviera a mano una buena pluma, buena tinta y buen papel, escribiría sin dificultad una obra maestra".
     La escribió. La obra maestra fue el Diario, donde asistimos a un verdadero espectáculo de inteligencia, asistimos de cerca a la exhibición de complejidad por parte de un escritor que fue al mismo tiempo muchos hombres y muchos escritores, contradictorio e irritante siempre: la teatral pero profunda evolución moral de uno de los mejores diaristas del siglo, tan sólo superado, en mi opinión, por Gombrowicz, Julien Gracq y Virginia Woolf. Y es que hasta sus fugaces incursiones en el tedio son geniales y contienen una lección para las almas grises: "Y el mundo entero se me aparece como la gris pared de un farol que el interior ya no ilumina". –

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