Louise Glück
Vita Nova
Traducción de Mariano Peyrou
Valencia, Pre-Textos, 2014, 128 pp.
Ahora que el lector en español dispone de por lo menos cinco puertas de entrada a la poesía de Louise Glück quizás sea conveniente preguntarse si de verdad esta escritora merece la posición de prestigio y de privilegio que ocupa en la competidísima poesía estadounidense. Al fin y al cabo, sea cual sea el libro por el que uno se decida a leerla no tardará en echar de menos las cualidades que solemos asociar al genio poético (o si se prefiere, los talentos naturales de la originalidad): Glück carece de una mirada personal sobre el mundo, no dispone de un juego de metáforas propio, sus ironías son fáciles de detectar y de controlar (una escritora sin pliegues ni dobleces), y rara vez su despliegue retórico y figurativo consigue sugestionarnos. ¿No encontramos decenas de poetas en activo del mismo nivel? ¿Por qué porfiamos entonces en recomendar a esta voz mate, que por momentos suena como si estuviese apagada?
Empecemos por decir que su último poemario publicado, Vita Nova, no supone un salto adelante en la exhibición de rasgos geniales, y que incluso sería una extravagancia que se manifestasen a estas alturas de una carrera que se ha desenvuelto sin ellos. Aunque no es aventurado afirmar que el libro va de asumir la pérdida (y de la pérdida central del cónyuge), lo cierto es que en esta ocasión el entramado simbólico es bastante impreciso: la voz narrativa de Glück juega en ocasiones a ser un Orfeo travestido, en ocasiones prefiere que la voz narrativa caiga del lado de Eurídice, y recurre a su conveniencia a Dante, sin que nos quede claro qué gana o qué pierde el poema cuando se pasa de una figura tutelar a otra. De hecho, el espectro literario que predomina en el libro no solo está vivo, sino que es unos siete años menor que Glück: la Anne Carson que escribió La belleza del marido (Lumen, 2003).
Glück y Carson parecen a primera vista pertenecer a universos poéticos distintos. No solo la insaciable pulsión experimental de Carson se antoja refractaria a la sobriedad expositiva de Glück, sino que el carácter y el tono de ambas parece pertenecer a polos contrarios del espectro anímico. Sin embargo, igual que esos ríos cuyos cauces descubrimos que no pueden mezclarse precisamente cuando ambas corrientes entran en contacto, la diferencia entre estas dos poetas es más acentuada porque ambas comparten una extensísima frontera común: la exploración, desde la perspectiva femenina, de la culpa, los triunfos parciales, el fracaso, la ilusión y el arrepentimiento, asociados a sus relaciones afectivas: emociones proyectadas sobre una figura exterior y masculina, a la que su propio deseo, en ocasiones a disgusto con el sentido común, ha conferido una autoridad a la que se trata de satisfacer mientras se fantasea con destronar (y sacársela de encima de una vez). Se trata de un escenario moral y sensual complejo que también comparte otra de las grandes poetas de la generación de Glück, Sharon Olds, cuyas energías líricas despegaron cuando se decidió a encauzar sus variados esfuerzos en un punto de confluencia: el compuesto de amor y odio de un padre moribundo. Glück ensayó una operación similar a la de Olds en El padre (Bartleby Editores, 2004) con una figura a la que no costaba tomar por Dios (o por alguna clase de Dios) y que derivó en uno de sus libros más celebrados: El iris salvaje (Pre-Textos, 2006). Al concentrarse ahora en la despedida a un cónyuge, la comparación con Carson se impone toda vez que Glück recurre a uno de los principales logros retóricos de la canadiense: la autoexploración mediante impertinentes preguntas íntimas (uno diría que destinadas a provocarse la mayor vergüenza posible) que evocan los interrogatorios del catecismo o de un confesor burlón, que para mayor escarnio parece saberlo todo de sus expectativas y planes iniciales.
Glück sale perdiendo en la comparación sencillamente porque no es capaz de avanzar tanto en la exploración de su propia veta ridícula y de los éxtasis y humillaciones del amor conyugal como una Carson a quien la ironía y su habilidoso manejo de recursos distanciadores le permiten ser muchísimo más exhibicionista. Cierto pudor actúa en Vita Nova como un velo que lejos de ser insinuante termina por molestar a la vista: reconocemos la estructura general de lo que se nos está contando, pero se nos niegan las particularidades, los rasgos específicos, los matices singulares.
Digámoslo de una vez: Glück ha escrito muchísimos poemas que son piezas de oficio, sin brillo específico. Pero el lector haría bien en no desistir. La carestía de recursos de Glück es un lastre considerable que la obliga a reunir mucho material considerablemente monótono y reiterativo (como si hiciese acopio de fuerzas y tentativas) hasta que logra dar en el clavo. Cuando lo consigue se trata de poemas que no desmienten a sus versos más fríos: no hay un gran salto retórico ni nuevos destellos, el estilo sentencioso y seco sigue allí; los reconocemos como poemas de la misma familia, pero más ajustados, más precisos y cortantes; se trata del mismo jugo, destilado con gran esfuerzo, pero más intenso, concentrado, más inquietante: y el efecto es extraordinario.
El lector puede empezar si quiere por los mejores poemas de Vita Nova, en los que el sentido se condensa en un objeto cotidiano: “El vestido” o “El apartamento”, o puede irse directamente a los todavía superiores “Amor terrenal” o el memorable “Lamento”. Entonces se podrá preguntar qué otro poeta vivo ha reflexionado de manera tan escueta y certera (y qué bien se acondicionan ahora esos recursos a la peculiar fragilidad de las emociones humanas) sobre la herida de la pérdida. Dudo que le salgan más de seis. Y estoy casi seguro que nadie deseará que los talentos y habilidades de Glück fuesen distintos. Qué antología más extraordinaria se entresacará un día de su obra. Y es muy improbable que el lector que se familiarice con su poesía por ese libro futuro llegue a dudar nunca de su inclusión entre los poetas más destacados de su tiempo.~