“Narrativa completa” de Salvador Elizondo

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El doctor Farabeuf cumple cien años
Salvador Elizondo,   Narrativa completa,  prólogo de Juan Malpartida, Alfaguara, México, 1999, 663 pp.

Una mala lectura —y casi todas las lecturas contemporáneas lo son— de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), la novela capital del escritor mexicano Salvador Elizondo, le habría prohibido alguna de las formas de la posteridad. De forma oscura y acaso genial, Elizondo parecía consumirse en el credo de Mallarmé y Valéry, sumando la "intertextualidad" de las últimas vanguardias literarias al dudoso sadismo filosofante de Bataille. Cinco eran las líneas infranqueables en cuyo epicentro parecía colocarse Elizondo: la abolición del azar, la escritura como cosa mental, el solipsismo del escritor que se mira escribiendo y al hacerlo es soñado por el otro, el mismo, su lector y, al fin, la analogía entre el orgasmo y la muerte.
     Atrapado en ese hipogeo, Elizondo (1932) parecía condenado a muerte por su primer libro, única víctima de la tortura Leng Tch'e quizá fotografiada hace un siglo por el doctor Farabeuf en China. Sus libros siguientes, El hipogeo secreto (1968), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) o Cuaderno de escritura (1969), parecían prolongar una agonía cuyo epitafio escribiría el propio Elizondo en El grafógrafo (1972) en aquel célebre texto dedicado a Octavio Paz: "Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo…"
     Esa síntesis del método de Salvador Elizondo permea una obra sobre la que vuela el otro romántico y el rigor de Monsieur Teste, y se reprodujo en textos o ficciones en la escuela de Torri, Borges, Arreola o Bioy Casares, como Camera lúcida (1983) o aquellos de corte más ensayístico, como los reunidos recientemente en Neocosmos (1999). Pero la relectura de Elizondo en su Narrativa completa deja a salvo una obra condenada por tantas sentencias —no pocas dictadas por Salvador Elizondo— y la presenta como un tractatus rethoricos cuya misteriosa influencia identificará a la literatura en lengua española del siglo XX.
     Farabeuf es novela cuya perfección desdeña casi todo comentario, pues el doctor Farabeuf es uno de los personajes memorables de la literatura hispanoamericana. Es un cirujano francés, un método de composición literaria, un fotógrafo, un impostor, el primer Sabelotodo, y al faltarle la encarnación novelesca, su ausencia colma todas las expectativas. Pero fue en El hipogeo secreto donde encontré las claves de la sobrevivencia de Elizondo contra sus propios rigores. Sabemos —en la medida en que se nos permite una epistemología— que El hipogeo secreto es un libro sobre la iniciación sacrificial de una mujer en una sociedad secreta que espera, como todas, a un Pantokrator, el soberano salvador, que Elizondo se niega a antropomorfizar. Pero la escritura misma del libro es un espejo de doble fondo —¿camera oscura y camera lúcida?— a través del cual los personajes se miran a sí mismos y delatan las intenciones del escritor.
     Esta novela, retazo suculento para tanto gramatólogo o deconstruccionista, es una "cosa mental" que, paradójicamente, implica cierta renuncia en Elizondo a caer en lo que Julien Gracq criticaba a Paul Valéry: hacer mínimo el placer de la lectura y cuidar de la verificación profesional al máximo. Veo en el formalismo de Elizondo, como en toda la verdadera devoción por la forma, la experiencia meticulosa del escritor que descifra los arcanos de la existencia rehuyendo toda complacencia con la vulgaridad romántica. Por ello, no encuentro frialdad alguna en El hipogeo secreto, sino una historia de amor sometida a todas las deformaciones que la luz impone a una pareja a la sombra del árbol. Esa es la petición sustancial de la efímera: "Fíjame aquí para que el mundo tenga una eternidad y no una historia. No me cuentes ningún cuento, porque los cuentos siempre tienen un final en el que los personajes se disuelven como el cuerpo en la carroña; no me conviertas en el personaje de una novela, en el vehículo de un desenlace necesariamente banal por ser un desenlace en que lo que yo había sido, simplemente deja de ser." (pp. 216-217)
     El hipogeo es la bóveda destinada por los antiguos a los cadáveres que no habrían de incinerarse. En ese itinerario, Elizondo deposita al cuerpo sacrificial en una espera dilatada por la escritura, deteniendo la pasión antes de que se consuma. Si en algún sentido Elizondo es un escritor maldito no lo fue entonces bajo la forma de ninguna de sus degradaciones románticas o simbolistas. En El hipogeo secreto impera el geómetra de la escritura para quien la construcción de una ciudad maravillosa, entre Jules Verne y René Daumal, es la única manera de preservar el instante perdido.
     Más allá de ciertos excesos verbales que remiten a las libaciones bataillanas, la prosa de Elizondo se encuentra entre las más hermosas y exactas del idioma. Muchos críticos han reparado en las estructuras narrativas de Elizondo, olvidando que éstas son artificios destinados a contener el poder de evocación, con la facilidad de una pluma que dibuja —como Jacopo Bassano a las bestias subiendo al Arca— lo sombrío con claridad.
     El último relato largo de Elizondo es Elsinore (1987) y éste, común al método, principia así: "Estoy soñando que escribo este cuaderno…" y el resultado es la fuga de un par de muchachos del colegio militar de Elsinore, en California. Huida inútil como todas las empeñadas por el heroísmo, la narrada en Elsinore demuestra que Elizondo fue, durante su legendaria juventud, un pudoroso genial. Eligió formas "perversas" para ocultar las aventuras esenciales que son nimias y pertenecen a la epopeya de la intimidad. Elizondo ha intentado sintetizar, con mayor éxito que otros escritores internacionales de su generación, a Proust y a Joyce: sólo un instante o veinticuatro horas, un día y una noche, justifican la existencia del hombre. Dilatación del tiempo o uso del microscopio ante el espacio: ese es el dilema del escriba, como sugiere Juan Malpartida en su prólogo, a cuyo amparo escribo estas notas.
     Salvador Elizondo no es un escoliasta, sino un aventurero. Como el Conrad memorioso o Jünger ante la caza sutil de insectos, Elizondo cuida su aventura con las personas del verbo que le permitan la tarea casi anónima o artesanal de reconstruir un barco en la memoria o recorrer las delicadas piezas de una colección entomológica. La vida soñada sólo puede sobrevivir en un cuaderno. Formado en el naturalismo, Joyce salía, libreta en mano, a buscar a la taberna no sólo un trago sino las palabras que requería en ese momento para Ulysses. Educado en las astenias diversas pero complementarias de Valéry y Bataille, Elizondo nos entrega, también, una imagen insospechada de sí mismo en Elsinore: aparece como única Providencia cuando dos chicos encuentran la barca en el lago, en el momento exacto, a la hora impredecible.
     Hace tiempo escribí que Elizondo era "un gran infértil que procrea nueva literatura". Me extraña que se haya sentido herido interpretando infertilidad como escasez. Yo me preguntaba, al hablar de nuevos escritores que lo veneran, cómo era posible que un autor que nació deseando condenarse en la escritura, haya dejado no sólo obra, sino progenie. Me sigo haciendo la misma pregunta, pero tras leer su Narrativa completa (1999), quizá tengo mejores respuestas. La idea de Elizondo como un solipsista obsesionado por los límites del lenguaje en una isla desierta, siendo atractiva, era falsa. La suya ha sido otro tipo de aventura interior, la de quien ilumina o fotografía sólo algunos objetos o aspectos de la existencia, pero los estrictamente indispensables para capturar, tras morosa delectación, la savia y el dolor de la vida.
     El doctor Farabeuf, como Bela Lugosi, a quien se encomiendan los escapistas en Elsinore, es inmortal. El 29 de enero de 2001 habremos celebrado cien años de aquel horrendo suplicio difundido por North China Daily News que permitió a un escritor llamado Salvador Elizondo el don de la recapitulación de los hechos y la asombrosa claridad de pensamiento. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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