Fabrizio Mejía Madrid
Disparos en la oscuridad
México, Suma de Letras, 2011, 299 pp.
Se trata de un libro previsible. Una novela que recrea la vida de Gustavo Díaz Ordaz, que se niega a explorar a su personaje y que nos ofrece en cambio una caricatura. Un hombre malvado de nacimiento (siendo niño ve a su hermana menor y no siente “deseos de acariciarla, sino de exterminarla”). Un monstruo. Un hombre al que se le niega todo rasgo de humanidad. El Monstruo de Tlatelolco. Que nace malo y muere en medio de alucinaciones, que ve aparecidos, presa de la más angustiosa paranoia. Todo en este libro está decidido de antemano. No trata Fabrizio Mejía Madrid de comprender a un ser humano, con todas sus virtudes y defectos, sus luces y sus sombras, sino de lapidarlo literariamente. Piedra tras piedra. No fue Díaz Ordaz un hombre malo, fue un perverso que gustaba patear en el suelo a los caídos, que encontraba “estética” la violencia del Estado.
La novela de Fabrizio Mejía Madrid muestra un absoluto desinterés por evaluar, discriminar, ponderar y matizar situaciones y personajes. Su rasero es ideológico. Fabrizio está del lado “bueno”de la historia, del lado políticamente correcto. Desde ese pedestal realiza un juicio sumario (¡uno más!) de Díaz Ordaz. Simula ser un libro crítico (contra el personaje, contra el Sistema); sin embargo, la investigación que llevó a cabo para componerlo no la realizó para arribar en el proceso a una verdad desconocida. Su crítica es superficial, visceral, facciosa: en vez de crear un personaje complejo bosqueja un estereotipo repleto de lugares comunes.
Un libro previsible no solo por su negativa a desarrollar un personaje verosímil sino por su falta de energía para elaborar su propia versión de lo ocurrido en octubre de 1968. De haberse publicado en 1971, este libro sería hoy una lectura indispensable; cuarenta años más tarde es una lectura prescindible: una visión manida de aquellos años, aburrida, obsoleta, vacía. De un lado, el monstruo perverso, del otro la juventud noble y buena. De la represión de los maestros, los ferrocarrileros, los médicos y estudiantes no ofrece Mejía Madrid una visión nueva. Su relato del 2 de octubre de 1968 es absolutamente dependiente de los reportajes publicados en Proceso. Disparos en la oscuridad es la más reciente versión del ritual atávico por antonomasia de la izquierda militante.
Es un libro con abundantes errores. Al principio afirma que en Tlatelolco murieron tres centenares de estudiantes, pero al final de la novela se dice que “hubo un número indeterminado de muertos”. En la página 142 sostiene que “en 1953, Díaz Ordaz se concentróen dos enemigos” y apenas unas líneas después escribe: “Al día siguiente, 21 de marzo de 1954…” ¿Para qué la precisión del día si se acaba de brincar todo un año? En la página 162 se habla del “siniestro” (¿por qué siniestro?) líder de los maestros Enrique W. Sánchez, y en la 164 se afirma que ese mismo personaje es el líder oficial de los ferrocarrileros. En la 173 cuenta Mejía Madrid la anécdota, de la que según el autor fue testigo Luis Echeverría, del fotógrafo que buscaba el mejor ángulo de Díaz Ordaz para ocultar su fealdad, pero el testigo de esa escena no fue Echeverría sino Luis M. Farías. En la página 224 narra la escena en la que supuestamente Ignacio Chávez le contesta a Díaz Ordaz, luego de que ante una puerta le cediera el paso diciéndole “Primero los sabios”, con un irónico “No, primero los resabios”, cuando el protagonista de ese lance no fue Chávez sino Javier Barros Sierra. En la 226 se asegura que Rius publicó una feroz caricatura de Díaz Ordaz en 1963, y al doblar la página nos encontramos con que “en 1961, la venganza de Díaz Ordaz contra el caricaturista Rius vendría”. ¿Se trata de una venganza preventiva dos años antes del agravio?
Pero quizá el yerro mayor tiene que ver con su apreciación de las Memorias de Díaz Ordaz. Mejía Madrid no tuvo acceso a ellas. Por eso algunas veces dice que son hojas manuscritas y en otras dice que son hojas mecanografiadas. Quien sí tuvo acceso a ellas fue Enrique Krauze, según lo refiere en “El abogado del orden”, el capítulo que le dedicó a Díaz Ordaz en La presidencia imperial. La lectura de ese documento llevóa Krauze a concluir que, en relación a las actividades de los estudiantes en 1968, Díaz Ordaz estaba muy mal informado (no acostumbraba leer periódicos, basaba sus opiniones en los informes de su secretario de Gobernación, Luis Echeverría) y que a partir de esa deficiente información decidió reprimir a los estudiantes. Esta laguna en la novela de Mejía Madrid no es accidental sino deliberada, ya que de ese modo puede añadir elementos malignos a la caricatura que ha trazado de Díaz Ordaz.
No trata, insisto, el autor de comprender un personaje complejo, intenta su demolición. Para Mejía Madrid, Díaz Ordaz es el asesino de multitudes, y nada más. En un texto muy interesante de Díaz Ordaz, publicado poco antes de su muerte, el expresidente escribió: “Durante seis años viví intensamente el dolor de México.” Es una frase reveladora. México como dolor. Como padecimiento. Motivo del sufrimiento de un hombre que creía encarnar a la nación. Es una frase que revela el aspecto patético y demasiado humano de un personaje al que Mejía Madrid se negó a entender, fascinado por su buena conciencia.
Cuando en 1969 Octavio Paz publicó Posdata y en ese libro postuló su extrañísima tesis que relacionaba la matanza de estudiantes en Tlatelolco con los sacrificios prehispánicos, fue criticado con furia por la izquierda militante. Cuarenta años después, esa tesis mitológica la han hecho suya (como tantas de sus ideas) los herederos ideológicos de esa izquierda. Así, para el Díaz Ordaz de Mejía Madrid, “la matanza ejemplar se intensifica si se realiza en una pirámide precolombina”. Para el autor, Díaz Ordaz quería que la gente recordara “ese poder de intimidación del Estado que podía masacrar como los aztecas”. Por eso, cuando está planeando la matanza con Echeverría, Díaz Ordaz afirma que “esa plaza es una ratonera prehispánica”.
Una novela previsible es una mala novela. Una novela que opta por el expediente prehispánico para evadir un examen a fondo de la situación de esa época –más allá de la visión manida que nos ofrece– es una mala novela. Una novela que renuncia a comprender a su protagonista y a su tiempo es una mala novela. No debió titularla Disparos en la oscuridad sino El monstruo de Tlatelolco. Tal vez desde ese registro menor habría sido leída de otra forma. ~