El mundo y la carne

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Lucy Hughes-Hallett

Hallett

El gran depredador.

Gabriele D’Annunzio,

emblema de una época

Traducción de Amelia Pérez de Villar

Barcelona, Ariel, 2014, 745 pp.

Viendo las fotos del D’Annunzio adulto (bajito, estrecho de hombros, con un rostro poco agraciado y los dientes oscuros e irregulares), cuesta creer que resultara irresistible para la mayoría de las mujeres a las que se acercaba. Pero así era. El pormenorizado recuento que su biógrafa hace de sus aventuras eróticas impresionaría al mismísimo don Juan (e incluso a Warren Beatty). El autor de El placer era un auténtico coleccionista de amantes, a las que se entregaba con arrebatada pasión y promesas de amor eterno, para poco después abandonarlas sin contemplaciones. Esa faceta de inveterado burlador forma parte, sin duda, del personaje que desde su más temprana juventud se aplicó a construir: el amante insaciable y poeta de la sensualidad, el esteta que triunfaba en los mejores salones, el genio en el que confluían la Roma milenaria y la joven Italia, el heredero de las grandezas del pasado y pionero de las del futuro, el superhombre nietzscheano para el que no regían las normas convencionales, el vate capaz de enardecer a las multitudes…

Que D’Annunzio tenía una elevadísima opinión de sí mismo no admite discusión. Para alguien así, a quien su mundo y su siglo le quedaban pequeños, la autopromoción no era un movimiento estratégico sino un acto de generosidad hacia los demás, humildes mortales. Y en eso de la autopromoción se reveló desde el principio como un auténtico maestro. Cuenta Hughes-Hallett que, siendo todavía un joven poeta apenas conocido, informó anónimamente a la prensa de su propia muerte para luego reaparecer y ser aclamado como “la más joven de las Musas”. De alguien que sin haber cumplido los veinte años es capaz de hacer eso se puede esperar cualquier cosa. Narcisista incorregible, desvergonzado histrión, sublime fantoche, la a menudo irritante personalidad de D’Annunzio nos parece ahora más interesante que su propia obra, y la publicación de El gran depredador proporciona una buena oportunidad de comprobarlo.

De las muchas contradicciones en que incurrió, acaso las más llamativas sean las que tienen que ver con su propio país. Nacido en 1863, cuando todavía no se había completado la unificación italiana, la suya fue una infancia inflamada de ideales patrióticos y fantasías heroicas. El pequeño D’Annunzio que enseguida perseguiría los encantos de la vida muelle adoraba el liderazgo sacrificado y austero de Garibaldi, a quien, más que emular, acabaría parodiando: se diría que nunca distinguió muy bien entre épica y epicureísmo. Ardoroso belicista que se especializaría en celebrar la sangre derramada por la patria y enviaría a muchos jóvenes italianos a una guerra mortífera, le repugnaba sin embargo la vida de soldado, y durante años se afanó en esquivar sus obligaciones militares. Ya cincuentón, participó activamente en la Gran Guerra, primero como propagandista e instigador de la intervención italiana, más tarde como aviador que arrojaba sobre el enemigo octavillas con poemas pero también bombas de verdad. En esa época, el mismo D’Annunzio que tanto se había resistido a la incorporación a filas se fotografiaba luciendo su impecable uniforme de oficial de las fuerzas aéreas. Resultó herido en uno de esos vuelos y a punto estuvo de quedarse ciego, lo que engrandeció su leyenda y aportó algo de prestancia a su poco marcial figura. Eran los años en los que cantaba a esa bella morte que empezaba a deslumbrar a los primeros fascistas. No es de extrañar que Mussolini se apresurara a considerarle uno de los suyos (aunque, como bien señala Hughes-Hallett, no es que D’Annunzio fuera fascista sino que el fascismo fue dannunziano).

En su breve y más bien negligente experiencia como parlamentario, D’Annunzio se había situado “más allá de la derecha y de la izquierda” y había prometido una “política de la poesía”. Concluida la guerra mundial, el escritor se embarcó en su última gran aventura. Al frente de una pequeña columna de voluntarios, se propuso anexionar a Italia el territorio irredento de Fiume (la actual Rijeka, en Croacia). Las tropas italianas que debían detener su avance, lejos de hacerlo, se le fueron sumando por el camino, y al final eran más de dos mil los soldados que le acompañaban en la toma de la ciudad. Los capítulos que Hughes-Hallett dedica al episodio de Fiume son sencillamente fascinantes. Mientras las potencias negociaban las nuevas fronteras europeas, la pequeña ciudad-estado se mantuvo ajena a la legalidad de los tratados internacionales. Venerado por la comunidad italiana local y erigido en gobernador omnímodo, D’Annunzio dispuso durante quince meses de total libertad para llevar a la práctica sus utopías particulares. Empezó por establecer un régimen dictatorial en el que lo importante era la adhesión a su persona. Siempre megalómano y circense, mantenía entretenidos a los ciudadanos con constantes desfiles y celebraciones, y todas las mañanas buscaba la aclamación popular con exaltadas arengas desde el balcón de su palacio. Pero lo que comenzó como un laboratorio de esa etérea “política de la poesía” no tardó en degenerar. A la inicial llegada de poetas y revolucionarios siguió la de prostitutas, delincuentes y simples aventureros. Refugio de prófugos y proscritos, la violencia se extendió y la población eslava fue objeto de una brutal persecución. Entre tanto, la tradicional prosperidad de la ciudad había dado paso a la ruina económica y a la escasez de artículos de primera necesidad, y la figura de D’Annunzio, al que incluso los más fieles empezaban ya a abandonar, contaba cada vez con menos apoyo entre los ciudadanos… La aventura acabó como tenía que acabar: de una manera un poco bufa. Un breve bombardeo bastó para desalojarle del palacio y forzarle a entregar la ciudad. Quienes con tal facilidad le derrotaron no pertenecían al ejército yugoslavo sino al italiano. Paradójico como casi siempre, el gran patriota italiano se había convertido en enemigo de su propio país. ~

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(Zaragoza, 1960) es escritor. En 2020 publicó 'Fin de temporada' (Seix Barral).


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