De los muchos juegos de El nombre de la rosa, novela que nos recuerda los nombres de muchas cosas desaparecidas (y no aparecidas), ninguno me seduce más que la omniausencia presente de un hipotético segundo volumen de la Poética de Aristóteles dedicado a la comedia. Una entretenida lectura podría sugerir que toda la novela (su exquisita arquitectura detectivesca, las colisiones de lenguajes múltiples, su fingida condición de autobiografía laberíntica, la flotante relojería de sus ecos intertextuales) se sostiene tomando como pilares los momentos en que se asoman las discusiones sobre la risa y sobre la existencia de aquel volumen fantasmal.
Después de otras tres novelas, de frecuentar sus ensayos, y leídos los escritos reunidos en Sobre literatura, estoy por decir que la risa no es sólo un componente del manuscrito de un tal Adso de Meck (pensativa conjunción de crónica medieval, historia de las ideas, narración en clave y relato alegórico) en el que se apoya la primera entrega narrativa de Umberto Eco, sino el componente fijo de la poética policiaca que sostiene a todos sus libros, sin importar el género literario que se anuncie en las portadas. Como es sabido, en las Apostillas a El nombre de la rosa Eco justifica la estructura de la novela reconociendo que El nombre de la rosa es "una novela policiaca donde se descubre bastante poco y donde el detective es derrotado", convencido de que el atractivo de un relato policial no reside en "que haya asesinato" o "se celebre el triunfo final del orden (intelectual, social, legal y moral) sobre el desorden de la culpa", sino en el hecho de exhibir "una historia de conjetura en estado puro", y porque "en el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policiaca: ¿quién es el culpable?". Sospecho que a sus lectores reales les bastará con este axioma para intuir que la civilizada factura de su poética fuera de la ley tal vez se oculte en el cofre de un popular proverbio judío: "El hombre piensa, Dios se ríe", elegante reducción al absurdo de esa mezcla de miedos y deseos que llamamos método.
Para confirmar que ésta es la poética que atraviesa los dieciocho escritos reunidos y adaptados con el título Sobre literatura, están las urgentes pistas ofrecidas por la urgente biblioteca de angustias a las que Eco no quiere renunciar (Dante, Borges, Joyce; la Poética de Aristóteles, sobre el estilo, sobre el símbolo), y la puesta en escena de ciertas distracciones que son menos inocentes de lo que parecen (el Manifiesto Comunista como pieza maestra de la publicidad; el prefacio que escribió para un libro del antropólogo Piero Camporesi, mostrando lo difícil que es saber quién es Piero Camporesi). Y están, por fin, las huellas de un autorretrato que el escritor persigue antes y después de su adolescencia, entre viejas y nuevas apostillas a sus cuatro novelas.
Con dudas, seguimos estas nuevas andanzas de Eco por caminos que se bifurcan en aventuras concéntricas. Según cuenta en la introducción, son escritos que fueron "estimulados por el título de un encuentro, un congreso o una antología a los que se me había invitado", y "todos los escritos han sido adaptados para este libro… Pero no he intentado esconder su carácter ocasional". Resulta evidente que no se trata de 18 escritos dispersos que ahora se juntan en un libro: han sido seleccionados, ordenados y reescritos por Eco en un tiempo sucesivo, convirtiendo estos escritos en paseos distintos por un mismo bosque narrativo, en capítulos comunicantes para que su lector in fabula se divierta mientras el detective se ajusta sus mil y una máscaras sutiles. Llegados al capítulo final, el detective confiesa ser culpable desde mucho antes del principio de este libro, incluso desde mucho antes de publicar su primer libro: "Cuando discutí mi tesis de licenciatura sobre el problema estético en Santo Tomás de Aquino, me llamó la atención una objeción del segundo ponente (Augusto Guzzo, que, entre otras cosas, luego publicó mi escrito tal como era): en sustancia, me dijo, tú has puesto en escena las distintas fases de tu búsqueda, como si se tratara de un reportaje, anotando incluso las pistas falsas, las hipótesis que luego has descartado; el estudioso maduro, en cambio, agota estas experiencias, pero luego devuelve al público (en la redacción final) sólo las conclusiones". Eco no lo sintió como un límite: "me convencí de que todas las investigaciones hay que 'contarlas' de esta manera. Y eso creo haber hecho con todas mis obras de ensayo." Y en sus demás historias, "sólo que en narrativa se denomina queste".
Su capricho por escribir búsquedas tan singulares como Obra abierta, El péndulo de Foucault, Tratado de semiótica general o Baudolino se desata y se resuelve en reportajes de índole policiaca llevados a término por un estratega de la ilusión, o todavía mejor, por un estratega de la risa. Dicho esto, a nadie le debería extrañar que algunos de sus misteriosos reportajes provoquen aburrimientos legítimos. Privilegio de los opuestos: a fin de cuentas, el profundo reverso (el inevitable semejante) de lo divertido no es lo serio, sino lo aburrido; la seriedad es la otra cara de la alegría, escapatorias notoriamente superficiales. Lejos de Jorge de Burgos (el solemne, el ciego, el bibliotecario que condena la risa, la opone a la virtud y proclama que es motivo de vergüenza), Eco es un álter ego del risueño —y aburrido— Guillermo de Baskerville: el irónico, el detective, el bibliófilo que anda en busca de la risa perdida. Como El nombre de la rosa, como cualquiera de sus libros, Sobre literatura nos advierte de un secreto a voces: divertir no proviene de divertir, de desviar los problemas; su valor etimológico, su valentía, es una promesa del latín vertere, propiamente "verter, girar, hacer girar, dar vuelta, derribar, cambiar, convertir". ~