Las cuatro fugas de Manuel, de Jesús Díaz

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RETRATO DEL CIENTÍFICO ADOLESCENTE                 Jesús Díaz, Las cuatro fugas de Manuel, Espasa Narrativa, Madrid, 2002, 248 pp.      
      
     El protagonista de esta novela es un aventajado estudiante de física en el Instituto de Bajas Temperaturas de Járkov, Ucrania, uno de los cuatro lugares del mundo donde existen cámaras de congelación que permiten alcanzar registros impensables para el común de los mortales. Manuel Desdín, que así se llama nuestro joven científico, ama la física, ama a Cuba y, como todo adolescente presumido, se quiere también a sí mismo. Su maestro, el gran Derkáchev, se lo ha dicho: Manuel es un atlichnik, el más brillante y talentoso de los estudiantes del Instituto. Desde esa altura, puede mirar con desdén, con indiferencia e incluso con cierta piedad a los demás becarios cubanos, y puede también hacer caso omiso de las "orientaciones" del comisario político del grupo, Lucas Barthelemy. Su altiva conducta le gana la reputación de autosuficiente, individualista y extranjerizante, y le atrae, por supuesto, las iras de Barthelemy. Manuel sabe ciertamente mucho de algoritmos, pero muy poco de los abismos del alma humana y los horrores de la historia. Piensa ingenuamente que su superioridad intelectual le ha de proteger de los unos y los otros, e ignora, para su desgracia, que, en las justas entre la inteligencia y el poder, éste lleva, por lo general, todas las de ganar y aquélla, casi siempre, todas las de perder. Su verdadero aprendizaje —la historia que nos cuenta esta novela— empieza una tarde del verano de 1991, cuando Barthelemy le anuncia que debe olvidarse de la ciencia y prepararse para regresar de inmediato a la isla, ya que, por culpa del revisionismo de Gorbachov, las cosas se han puesto difíciles para los cubanos en la Unión Soviética. Manuel trata de argumentar y de defender su posición, pero dos frases del comisario bastan para echar por tierra sus ilusiones: "¿quién le había metido en la cabeza el disparate de que él era importante para Cuba? ¿Qué más daba que fuera atlichnik si no era revolucionario?"
     En cuatro capítulos y unas doscientas páginas, Jesús Díaz nos cuenta, con brillo y con brío, la desesperada huida de Manuel y sus aventuras y desventuras en distintos países europeos a todo lo largo de uno de los periodos más confusos y apasionantes de nuestra historia reciente: los doce meses en que se suceden, a un ritmo vertiginoso, el golpe de Estado contra Gorbachov, la prohibición del partido comunista y la implosión final de la Unión Soviética. Nuestro joven científico trata de escapar a su destino en ese álgido momento en el que se derrumba finalmente la certidumbre de que las contradicciones de la realidad traerían aparejadas sus propias soluciones y nos llevarían necesariamente a un estado superior de progreso: el ideal encarnado por la patria marxista. Sin lugar a dudas, uno de los mayores logros de la novela está en el sutil juego de espejos entre la odisea del protagonista y la imagen de un mundo a la deriva. Alcanzado por la tormenta de la historia, Manuel se fuga de Ucrania y su fuga representa una ruptura con el pasado, la única salida a una situación intolerable y también una romántica búsqueda de la libertad; pero, al mismo tiempo, es un oscuro recorrido por un paisaje en ruinas desde el cual se eleva un caótico coro de voces llenas de esperanza y miedo. "¡La historia es un error!", le grita Ayinray, la comunista chilena que lo acoge en su casa de Moscú. "Váyase a Occidente", le aconseja Derkáchev, pero enseguida le advierte: "no veo nada bueno en el futuro, Manuel, nada. Los comunistas perderemos y a cambio no ganará nadie. A veces me pregunto si la historia de la humanidad tiene algún sentido".
     Una de las respuestas posibles es que, en el fondo, no tiene ni más ni menos sentido que la vida de un hombre. Manuel ha de descubrir por sí solo esta verdad, pero, para llegar a ella, debe pasar antes por una crisis de crecimiento que, como en todo Bildungsroman, supone un descenso al infierno y una muerte simbólica. Uno tras otro irán cayendo los principios en los que reposaba su límpido universo de fórmulas y ecuaciones, su íntimo orgullo y hasta sus creencias más arraigadas. No, por muy atlichnik que sea, nadie le espera en Occidente con los brazos abiertos para que pueda seguir investigando y realizando sus experimentos: los suizos lo meten en un avión y lo mandan de vuelta a una Unión Soviética en plena efervescencia; los suecos rechazan su solicitud y lo envían a Polonia humillado, después de tratarlo de "gusano" y de "rata que salta del barco y traiciona a su país"; en fin, el consulado norteamericano de Varsovia le niega la visa por su escasa voluntad para transmitirles las informaciones que le exigen sobre los trabajos de Derkáchev. No, nadie ha de ofrecerle un lugar en el mundo al joven científico cubano y Cuba menos que nadie: capturado por los guardias soviéticos cuando intenta pasar la frontera finlandesa, Manuel logra escapar del consulado cubano de la antigua Leningrado, donde le esperan para devolverlo a la isla y fusilarlo por alta traición. No, nadie negocia su libertad con el régimen de Castro. El destacado estudiante de Járkov muere una y otra vez con cada fuga, hasta que llega el momento de su muerte definitiva: la durísima escena en la que hace pedazos su pasaporte cubano y lo echa al inodoro en un baño público de la Berliner Hauptbahnhof.
     Como una sombra más entre los miles de inmigrantes que llenan los centros de acogida alemanes, Manuel toca fondo: es un hombre sin atributos. Sólo el empecinamiento de una asistente social que lleva un apellido parecido al suyo le permite salir de ese limbo identitario. Geneviève Dessín descubre los orígenes germánicos de su protegido y le incita a pedir la nacionalidad alemana por ley de oriundos. En otra vuelta de la historia, se cierra un círculo: si los abuelos de Manuel habían dejado Alemania en los años treinta, huyendo de la barbarie nazi, Manuel regresa, sesenta años después, huyendo de la barbarie castrista. Mucho es, evidentemente, lo que pierde en su azaroso periplo, pero esas perdiciones, como dice el poema de Borges, son ahora lo realmente suyo: la conciencia de que nuestros más caros sueños, en tanto proyecciones de nuestro deseo, suelen ser frágiles, pasajeros e ilusorios porque la impermanencia es la ley del tiempo humano, un tiempo que Manuel aprende a compartir con los otros para bien y para mal, y que le brinda, entre otros regalos, la amistad de Natalia y Sacha, el amor de Ayinray, la solidaridad de sus compañeros de infortunio, como el ruso Viasheslav, el kurdo Atanas y el etíope Eri, o el rudo cariño de Ibrahím, el inmigrante iraní que lo acoge en su destartalada habitación del campo de refugiados. Manuel alcanza su estatura de hombre adulto cuando logra al fin reconciliarse con el absurdo de la existencia y el caos de la historia, y comprende que, puesto que ambos forman parte de nuestra condición moderna, necesitamos a diario de toda nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestra valentía para darle algún sentido a la vida que nos ha tocado vivir.
     Obviamente, Díaz no nos dice esto: su escritura, con gran arte, nos lo muestra —e incluso nos lo hace sentir— a través de una ficción que resulta, a la par, fascinante por las peripecias que narra y edificante por las conclusiones a las que nos lleva. Las cuatro fugas de Manuel es, a mi modo de ver, una de las mejores novelas del cubano, una obra comparable a Las iniciales de la tierra y a Las palabras perdidas por la manera en que trata el tema central del desencanto y el aguerrido combate contra la adversidad. Pero una sorpresa final espera al lector: es Pablo Díaz, el hijo del autor, quien va a sacar a Manuel del campo de refugiados y es el propio Jesús Díaz quien lo recibe en su apartamento de Berlín, en la primavera de 1992. La ficción es, en realidad, un testimonio novelado, y Manuel Desdín no un personaje de papel y pluma, sino de carne y hueso. Un breve epílogo nos revela estos hechos y nos cuenta cómo Jesús Díaz va descubriendo la conmovedora odisea de Manuel y siente la necesidad de escribirla. ¿Odisea, digo? Sí, pero, al cabo, también telemaquiada: búsqueda de la patria y, a la vez, del padre, que hace suyo el relato del hijo y, en esas páginas finales, lo incorpora a su propio destino de exilado como una promesa de futuro y una reafirmación de la esperanza mientras allá, en la distancia, Cuba, con su clavel rojo, pasa. ~

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