El pasado no está nunca terminado

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Yolanda Pantin

País. Poesía reunida (1981-2011)

Edición al cuidado de Antonio López Ortega

Valencia, Pre-Textos, 2014, 910 pp.

Una de las principales virtudes de País es la de ofrecer a la vez un exhaustivo recorrido por la obra poética de Yolanda Pantin (Caracas, 1954) y un conjunto de referencias indispensables para entender la evolución de la poesía venezolana en las tres últimas décadas. Lo uno no va aquí sin lo otro, como un signo fehaciente de la fuerte representatividad de una poeta en cuyos versos se han ido reconociendo, con los años, las inquietudes, los logros y los fracasos del lenguaje de la tribu, esa suma de particularismos y sensibilidades que le dan forma y sentido a una tradición.

La de Pantin no es, sin embargo, una trayectoria consensual ni ecléctica. Su nombre empieza a sonar a principios de los años ochenta junto al de otros jóvenes caraqueños que, a través de un polémico y encendido manifiesto, se dan a conocer como el grupo Tráfico. En una república literaria dominada entonces por la alta modernidad de figuras como la de Rafael Cadenas (1930), Guillermo Sucre (1933) y Eugenio Montejo (1938-2008), por citar solo a los autores internacionalmente más conocidos, Tráfico irrumpe con un discurso crítico que señala un relevo generacional y, en muchos aspectos, el fin de una época. Un dato importante para entender este movimiento es que su líder, Armando Rojas Guardia (1949), hijo del poeta Pablo Rojas Guardia (1909-1978), se había formado en Nicaragua y había regresado a Venezuela desde el país centroamericano, trayendo consigo el evangelio libertario del padre Cardenal y el credo poético de su coloquialismo o conversacionalismo. Ambos subtextos resultan esenciales a la hora de interpretar la trama de poesía y política que se teje en el manifiesto de Tráfico, así como también la posición de ruptura que Pantin y los demás miembros del grupo adoptan ante una producción poética nacional que consideran esencialista y elitista, tan alejada de las reales circunstancias históricas del país como del habla o las hablas de la sociedad venezolana.

Ya se ha escrito mucho sobre lo justificado o injustificable de aquel diagnóstico y no creo que el espacio de una reseña tan breve sea el lugar para plantear una nueva discusión del tema. Baste señalar que los primeros libros de Pantin se escriben al calor de una ruptura que, a todo lo largo de la década de los ochenta, va a ir acompañando a la creciente crisis del proyecto moderno venezolano en los ámbitos más diversos. Pues no solo la poesía entra en una fase de dudas y cuestionamientos sino también el modelo económico desarrollista, el esquema de legitimidad política que lo sustentaba y la definición misma de la cultura nacional y del lugar que ocupaba en el gran relato del universalismo moderno (y en su teoría especulativa de la literatura y el arte). Títulos como Correo del corazón (1985), La canción fría (1989), Poemas del escritor (1989) y Los bajos sentimientos (1993), todos incluidos en la presente edición, pueden ser leídos, desde esta perspectiva histórica, como factores y productos de una crisis a la que se enfrentan y que a su vez los marca. Cada uno de ellos encarna además una instancia en el proceso de apertura de esta poesía y, en general, de la poesía venezolana contemporánea a una corriente global de reivindicación de las diferencias, trátese de la cuestión del género y lo femenino, de la recuperación de una cierta sentimentalidad vinculada a las culturas mediáticas y populares, o de la redefinición del papel del intelectual, el escritor y el poeta más allá o más acá de la ciudad letrada.

Existe, sin embargo, otra manera de leer la historia en la poesía de Yolanda Pantin, que va cobrando cuerpo en libros como Poemas huérfanos (2002), La épica del padre (2002) y, en especial, en País (2007), el poemario que no por casualidad le da título a este volumen. Nuestra poeta utiliza en él varios epígrafes que toma de la poesía de Jorge Luis Borges –“No soy yo quien te engendra. Son los muertos”– o de Ósip Mandelstam –“¿Qué es lo que mi familia quería decir? No lo sé”–; pero sobre todo, en una sección principalísima, echa mano de la célebre imagen del Angelus Novus de Paul Klee y cita la descripción que Walter Benjamin hace de él en sus tesis sobre la historia de 1940. Una vez que se descubre dicha referencia –“El ángel de la historia ha de tener ese aspecto”–, resulta difícil no leer en los versos y en las prosas de País una visión del relato histórico como ilusorio encadenamiento de una serie de episodios que, en el fondo, constituyen una única y prolongada catástrofe, el vasto montón de ruinas que el tiempo va dejando a nuestros pies. Pantin nos hace escuchar un coro de voces que proceden de los momentos y los rincones más diversos de su historia personal y de nuestra historia colectiva, de sus recuerdos de familia y de nuestras gestas patrias, como si quisiera pintarnos y hacernos oír aquellas escenas que el ángel contempla y escucha impotente, con los ojos desorbitados y la boca entreabierta. La enunciación de la poeta es aquí como la traducción de aquello que el ángel no atina a decir y que nos conmueve por lo que, con su silencio, calla, a saber: el deber de memoria para con todos los que han sido víctimas de la gran catástrofe, del devenir histórico de nuestras formas de civilización y nuestras ideas de progreso, un deber de memoria que permite afirmar que el pasado no está nunca terminado sino que permanece abierto y que en él reposan aún las semillas de otro presente y otro porvenir.

Se entenderá que sugerir esto en una Venezuela agitada por los discursos de una revolución bolivariana que, tratando de reescribir la historia, quisiera empujarla, como al ángel, hacia un futuro indefinido, no es solo un acto de valentía sino de lucidez y hasta de optimismo. Pantin ilumina, con cada instante de su poesía, todo el tiempo, todo nuestro tiempo, y lo sitúa en una perspectiva crítica de la que no escapan las promesas de los siglos XIX y XX, ni las más recientes del XXI. Así nos recuerda que también la civilización, las revoluciones y las ideas de progreso acaban siendo negadas muchas veces por las transformaciones que promueven, como bien lo saben los poetas que han pagado a menudo un altísimo precio por consignar un testimonio de la regresión y la barbarie modernas, la espesa sombra de nuestras utopías históricas. Algunos de los mejores poemas de Yolanda Pantin, como podrá comprobarlo el lector de País, están escritos con esa tinta negra. ~

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