La escritura de un catálogo

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Jordi Gracia (ed.)

Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama, 1968-2000

Barcelona, Anagrama, 2021, 424 pp.

Hace ya unos veinte años, en una reseña de Opiniones mohicanas (2001) que publiqué en esta misma revista, escribía jugando con el título pero sin esconder mi entusiasmo: “No, Jorge Herralde no será el último que crea en la vocación cultural de la edición independiente, ni el último que defienda el precio fijo del libro en Europa o que siga sosteniendo que el trato personal con el autor es el secreto de la mejor cocina editorial y literaria; su ejemplo, como el de Giulio Einaudi, tiene aún muchos seguidores en nuestra profesión.” Es verdad que quien me lea hoy pensará que estoy diciendo obviedades o derribando puertas abiertas; pero, en aquel momento en que sale a la luz ese primer libro del editor de Anagrama con sus artículos y conferencias, el futuro del oficio de editor literario independiente lucía en realidad bastante más aciago ante el avance imparable de las adquisiciones y fusiones entre los grandes grupos, los ataques repetidos del gobierno de Aznar contra el precio fijo y la desaparición de las políticas de autor en favor del cortoplacismo de los big books o blockbusters.

Una de las principales virtudes de la correspondencia de Herralde recientemente editada por Jordi Gracia reside justamente en la cuidadosa recontextualización de estas cartas y documentos en sus cambiantes horizontes históricos y de cara a las distintas y a menudo urgentes circunstancias que los marcan y a las cuales ellos, a su vez, responden. El dispositivo empleado no podía ser sin embargo más simple: un ameno e informado relato abre cada una de las seis secciones en que se estructura la selección y, junto al prólogo, los epílogos y algunas notas al pie, permite que el lector pueda reinsertar fácilmente cada carta, cada nota o esquela en la trama discursiva de la que surge y donde cobra un sentido bien preciso. Gracia las devuelve a su mundo mientras, paralelamente, trae hasta el nuestro algo de ese sabor de otro tiempo que solemos llamar el espíritu de una época. Sin este discreto y eficaz aparato editorial la lectura de Los papeles de Herralde resultaría indudablemente bastante más pobre y equívoca, y la historia de Anagrama que se nos cuenta en el libro carecería de una serie matices y detalles esenciales para su comprensión. ¿Cómo interpretar, por ejemplo, las numerosas cartas de los primeros años a las ediciones Le Seuil, a Louis Althusser o a François Maspero, sin tener en cuenta el proyecto editorial de la izquierda intelectual europea en su momento estructuralista y posestructuralista, después de mayo del 68? ¿O cómo entender los repetidos correos en que Herralde se queja dos décadas más tarde de la escasa atención que se presta a sus libros en El País, si se ignora la ambición monopólica de los grandes grupos de prensa y comunicación en la España de los ochenta y noventa? En fin, ¿cómo explicar el éxito de la colección Panorama de Narrativas y del gran viraje hacia la ficción de una editorial originalmente diseñada para publicar ensayos de ciencias sociales, sin la decisiva experiencia que adquiere Herralde dentro del mercado internacional de la traducción, precisamente traduciendo y publicando obras de no ficción italianas, francesas o alemanas entre los sesenta y setenta?

Todos estos y algunos otros aspectos de la historia de Anagrama se iluminan y se vuelven más inteligibles gracias a un dispositivo editorial y a una propuesta de lectura que ponen a dialogar otra vez, inteligentemente, textos y contextos. Aunque es muy probable que el propio Herralde haya participado en la selección de las cartas, el editor científico interviene en el archivo de la correspondencia no solo creando las condiciones de su inteligibilidad, sino esbozando además una cierta manera de leerla que hace posible otras interpretaciones. Gracia lo dice expresamente en su prólogo cuando traza una línea divisoria entre los libros ya publicados por el editor barcelonés para contar su propia historia –las citadas Opiniones mohicanas, El observatorio editorial (2004) o más recientemente Un día en la vida de un editor (2019)– y este volumen que sería más bien una suerte de diario o incluso de “historia íntima”. No le falta razón. Lo que en aquellos libros circulaba a través de conferencias, artículos y entrevistas, como la faz pública del hombre y su labor, aquí se concentra y se potencia en un espacio aparte donde a menudo se articulan y confunden el ámbito profesional y el privado. De hecho, las cartas editadas dan a ver la continuidad que se crea muy temprano entre ambas esferas, primero en la estela del compromiso político y ético del que nace Anagrama y, posteriormente, como el corolario afectivo, emocional, de unas políticas de autor cuyas bases reposan en muy buena medida en la camaradería y la amistad. Un buen ejemplo de ello puede verse en las numerosas notas, esquelas y mensajes cuyos destinatarios son Hans Magnus Enzensberger, Roberto Calasso, Sergio Pitol o Alejandro Rossi, entre otros.

Pero hay más. Otro aspecto que aparece en las cartas bajo una luz distinta es el de la gestión económica del catálogo. Bourdieu (editado por Anagrama, por cierto) describía al editor como a un Jano que mira con uno de sus rostros hacia el mundo del dinero y, con el otro, hacia el mundo del pensamiento, la literatura y el arte. A diferencia de lo que ocurre en sus artículos, escritos y conferencias, en esta correspondencia Herralde habla abiertamente de la faceta más material del oficio: las negociaciones con los agentes, las compras de derechos, los anticipos, las liquidaciones, los porcentajes, el problema de los escritores que no venden y, a veces, también el de los que venden. Así descubrimos que Anagrama ofrece 25 mil dólares por la traducción de The satanic verses en la subasta de 1988, o 20 mil por la nueva novela de Tom Wolfe en 1991, o 35 mil libras esterlinas para igualar la mejor oferta española por A suitable boy de Vikram Seth en 1993. Las cartas ponen en escena al hábil negociador que es Herralde, pero, al mismo tiempo, nos muestran el peso determinante que tiene una cierta valoración literaria, muy arraigada en los gustos del editor, en la elección de los autores del catálogo y en los arbitrajes con los que trata de convertir ese capital simbólico en capital económico. La relativa autonomía de que dispone aún la literatura en su relación con el dinero se hace presente en estos procesos de negociación donde lo que se paga no son solo las expectativas comerciales de un libro sino el prestigio del autor y la calidad de la obra. De ahí el esfuerzo constante que se refleja en la correspondencia por promover apasionadamente cada novela y cada ensayo que se publica, pues la promoción es, para Herralde, esa cámara de compensación donde opera la fungibilidad de valores entre los dos mundos que habita.

El tercer aspecto interesante que estas cartas iluminan distintamente es, a mi modo de ver, el de la internacionalización de Anagrama. Por un lado, como es sabido, la editorial nace como un proyecto europeo, muy centrado en sus primeros años en torno a la traducción y la edición en España de la producción francesa e italiana de ciencias sociales y humanas; por otro, y acaso esto es menos sabido, Herralde no se limita a comprar derechos y a traducir libros extranjeros, sino que se erige desde muy temprano en un agente de promoción de la producción española e hispanoamericana a través de su premio de ensayo y gracias a la vasta red de influencias que va tejiendo. Como puede verse repetidamente en los documentos, de Frankfurt a Guadalajara, pasando por muchas otras ferias y salones internacionales, el editor difunde y defiende infatigablemente a sus autores (Pombo, Tomeo, Vila-Matas, Bolaño…) y no duda incluso en reclamarle a la scout londinense Koukla MacLehose en una nota de 1991: “¿por qué en tus informes escritos nunca-nunca se menciona ningún libro de Anagrama con interés internacional?”. A todas luces, el protagonismo del editor como passeur o gatekeeper adquiere aquí un perfil bien singular que ilustra su constante esfuerzo por poner a sus autores locales en el mapa global.

Existen evidentemente muchas más cosas en Los papeles de Herralde de las que caben en esta breve reseña. Pero no quisiera cerrarla sin destacar la calidad y la amplitud de la visión que nos brindan sobre la evolución del campo cultural en ese pequeño medio siglo que corre de 1968 a 2000. Estamos ante un cúmulo de documentos esenciales tanto para la historia del libro y la edición como para la propia historia literaria, que ya no puede seguirse desvinculando de las condiciones de producción, difusión y recepción de las obras. Y es que si algo nos muestran estas cartas es que la escritura del catálogo de Anagrama va infusa en las múltiples escrituras que la editorial publica y compone con ellas un corpus específico y único cuya lectura exige una abarcadora perspectiva de conjunto. Valga agregar, a manera de coda, que Los papeles de Herralde constituyen asimismo un suculento abrebocas que deja entrever toda la riqueza del archivo de la gran casa barcelonesa. Esperemos que su conservación, su catalogación y su accesibilidad se garanticen en breve y que pronto se puedan consultar los documentos profesionales y personales de nuestro querido Jorge, como pueden hoy consultarse libremente los de tantos editores franceses y alemanes en instituciones como el IMEC de Caen, en Normandía, o el Archivo de Literatura Alemana en Marbach am Neckar, en Baden-Württemberg. ~

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