El que nada, de Myriam Moscona

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Acostumbrados como estamos en México a una literatura retórica, alejada de lo trascendental, ocupada muchas veces en celebrar lo nimio o lamentar los acontecimientos más inmediatos de la experiencia, la última entrega de Myriam Moscona resulta perturbadora no sólo porque nos enfrenta a una lectura exigente que obliga a la reflexión profunda, sino porque es también una apuesta que cuestiona los preceptos de nuestro ser modernos y nuestra idea de lo que sería una poesía “actual”. En El que nada, la autora, alejada del ruido, propone una cavilación atemporal que hurga en las preguntas fundamentales del ser universal, visitando la angustia y el gozo que habitan en nosotros, individuos pertenecientes a sociedades desacralizadas cuya idea de progreso significó el abandono o la minimización de la experiencia metafísica. En este sentido, este libro viene a renovar la función de la poesía como una expresión contemporánea de nuestra doble naturaleza, carnal y espiritual, sin por ello erigirse en manuscrito depositario de grandes verdades ni de enseñanzas misticorreligiosas. Todo lo contrario: armada de un lenguaje sin maquillaje alguno y económico al extremo, Moscona (ciudad de México, 1955) rechaza la tentación pedagógica y la grandilocuencia de los dictados de saberes del más allá que muchas veces exudan la poesía de corte metafísico mostrando a todas luces su obsolescencia.

El que nada es un largo poema construido con versos que se levantan en un espacio que está entre lo que dicen y lo que sabemos que es su referencia: un nadador, alguien que nada, creando un desfase conceptual poderoso en significados alusivos a las oposiciones alma/cuerpo, plenitud/vacío, movimiento/quietud, gravedad/ligereza. Con el incesante movimiento de brazos, piernas, respiración –la poesía se respira en todo momento–, poemas sin decoración alguna brotan de la piscina pozo que los sostiene en forma de meditaciones directas como dardos que dan en el blanco, y que lo mismo aciertan que rasgan: “la voz de lo que nada/ es seca/ se va tejiendo pelo muerto/ se agrega un poco de color/ ‘véndame los ojos’/ acaricio/ el pelo muerto/ que me cuelga/ de los lados/ me quedo dormida/ me quedo dormido”.

Este es un libro desnudo en donde la palabra es un tatuaje en la carne y el poeta es un hueso tallado por la poesía: “carne prensada/ prensada/ contra el hueso/ aprieta/ insiste en respirar”. Y la poesía, respirando en estos versos con toda vigencia, aprieta al lenguaje, lo exprime hasta dejarlo en su armadura, recuperando su significado original. Así, cuando leemos: “un hueco se cierra/ contra la carne”, cobra cabal sentido la idea de la poesía como corazón del lenguaje que Moscona ha planteado: “El corazón en el cuerpo recibe la sangre, la oxigena y la devuelve. La poesía cumple esa labor con respecto al lenguaje” (El Universal, 20 de diciembre de 2006).

Hay que decir que en este libro no hay alusión alguna a los múltiples significados simbólicos del agua, del viaje o del cuerpo –elementos protagónicos del libro–, aun cuando la poeta podría haberlos utilizado para facilitarse el proceso de una escritura tan apretada y honda. En cambio, Moscona prefirió la descripción puntual del movimiento del cuerpo cuyo accionar casi mecánico desencadena, en la extrañeza de observarlo con distancia, un efecto de desfase de la realidad con significados multidireccionales: “órbita del brazo/ el otro/ lento/ tira/ arcos/ baja más/ al fondo/ el ojo/ atiende al movimiento”. Es más, la presencia de una voz que da instrucciones sirve todavía más a ese propósito: “circulares – la cabeza en cuatro tiempos – no mires de/ frente – respira de lado – sigue el impulso de la flecha – desata – desliga – regresa al blanco”.

Se supone que nadar es mantenerse sobre el agua, o ir por ella sin tocar el fondo, pero El que nada se sumerge sin temor en la espesura: “verde espeso de las aguas/ más denso el movimiento/ un cielo invertido/ ir y venir/ horizontal/ la respiración/ eleva/ ¿hundirse es esa elevación?/ en el aquí no hay ahora/ hay sólo lugar/ en ese mismo flujo/ remonto/ ‘no tienes remedio’/ –dijo–/ sobre el agua/ el único sonido/ que interna”. Y en ese hundirse en la elevación, en ese movimiento continuo de atmósferas acuosas, la poeta inserta un elemento más que viene a intervenir en el trayecto de El que nada: pinchazos, venas hinchadas por ligas contra el bíceps y sangre. Esto violenta la relación espacio/tiempo en el texto, produciendo misteriosas visiones y una sensación de estados alterados que imprimen al poema una complejidad enigmática: “lado izquierdo/ el pinchazo/ resalta la vena/ ‘húndela en la carne’/ la sangre se oscurece/ adentro – la luz –/ libre de peso/ el cuerpo/ el cuerpo”.

A lo largo de sus páginas, el libro hace seis preguntas cuyo planteamiento es en sí varias respuestas. Una de ellas, la última, articula eficazmente la atmósfera del poema y una de las reflexiones centrales que la poeta desarrolla desde el principio: “¿Lo de arriba es lo de abajo?” Y el lector, al surcar con su lectura los versos acomodados de tal forma que sirven como partitura al tiempo, recorre el único viaje que vale la pena, que es aquel que se emprende en los adentros del ser, el que busca encontrar el centro, el centro de El que nada. ~

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(Ciudad de México) es autora de la novela Formol (Tusquets, 2014), considerada como mejor libro publicado en 2014 por la revista La Tempestad en su número Presente de las Artes en México, y de los libros de poemas Catábasis exvoto, (Bonobos, 2010), Anábasis maqueta, Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (Editorial Diamantina-Difocur, 2004) y No tú sino la piedra, (El Tucán de Virginia, 1999).


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