Una de las misiones más conspicuas de Ediciones Odradek, editorial independiente mexicana, es revisitar la obra de Juan García Ponce (1932-2003). Del trabajo de este autor es común hablar en cuanto a un carácter doble: funge a la vez como narrador y ensayista especializado en arte. De su pluma vienen, por ejemplo, tanto Crónica de la intervención (1982), ambicioso proyecto novelístico en dos tomos, como Nueve pintores mexicanos (1968), muestrario que es referente de las artes visuales de la década de 1960. Además de esta anchura en el campo de acción, su importancia radica en el consenso de testimonios que lo nombran líder intelectual de su generación, o mejor dicho, de un poderoso círculo compacto de literatos y creadores que figuró al mismo tiempo en diversos espacios.
El gesto de Ediciones Odradek al publicar Sombras, aparecida por primera vez en la Revista Mexicana de Literatura en 1959, es el de acudir a ese corpus y develar una obra que, aunque prácticamente desconocida, vaticina de manera temprana temas que García Ponce desarrollará a lo largo de las décadas. Un primer dato importante es que Sombras pertenece a la dramaturgia, género con el cual tuvo un primer centellazo al inicio de su carrera –ganando el Premio Ciudad de México en 1956 con su obra El canto de los grillos– pero en el cual no se desarrolló posteriormente ni de lejos con la misma intensidad que en cuento, novela o ensayo. En la introducción a Sombras escrita por Alfonso D’Aquino, director de la editorial y especialista en el autor, se plantea una idea sugerente: la de que, si bien escribió menos para la escena, hay una teatralidad una y otra vez manifiesta en sus libros de narrativa. Esta lectura refuerza otra, muy recurrente, que indica que toda la narrativa de García Ponce sea leída como una sola novela gigante (esto es sostenible si se sigue el rastro de situaciones, gestos de personajes y obsesiones que se repiten en cada libro suyo). Un camino más, paralelo, es hurgar en el teatro de García Ponce para encontrar pistas de novelas que escribirá posteriormente.
La situación en esta pieza de teatro breve (se lee en una hora o menos) es en apariencia sencilla. Tenemos tres personajes en un departamento dentro de un edificio deteriorado en la colonia Roma: una joven oficinista, su madre, y un hombre también joven al que rentan un cuarto. La anécdota es mínima: va sobre la infatuación muda y dolorosa (y en el fondo, predominantemente sexual) que la chica siente por el inquilino, y la acción se sitúa unas horas antes de que él termine su estancia con ellas.
La afinidad más obvia con respecto al resto de la obra del autor radica justamente en esa angustiosa espera, en proximidad/lejanía, de una pasión que bien podría ni siquiera declararse, ya no digamos consumarse. El soliloquio de la joven, Laura, inmediatamente al comienzo (y que tiene un grado de lirismo que quizá choca con el lenguaje sencillo del resto de la pieza) recuerda a las subjetividades intensas y atormentadas de otros protagonistas suyos.
Sin embargo, hay otra afinidad más compleja, que tiene una referencia explícita en el título de la obra, Sombras, y es la que se refiere a los juegos de visualidad en la forma de narrar. A lo largo de su trayectoria, García Ponce se fascinará por el gran tema del deseo humano: un deseo que, si bien en un primer plano de tantos textos suyos es erótico y/o amoroso, parece en última instancia siempre remitir a un deseo mucho más abstracto por aprehender la vida, el mundo. Sus personajes están en un constante vaivén entre anhelo y añoranza, las historias individuales del día a día y una ansiedad más profunda. Esta tensión es expresada a través de una serie de metáforas en torno al ver, muy en sintonía con su interés por las artes visuales. Basta ver los títulos de sus libros, independientemente de su género, para captar el vocabulario de la vista de García Ponce: “imagen primera”, “presencia lejana”, “aparición de lo invisible”, “trazos”, “figuraciones” “imágenes y visiones”, “las formas de la imaginación”.
La conversación con que culmina la pieza, que es entre ambos jóvenes ante la última oportunidad que tendrán para acercarse, ocurre en ese momento incierto en que cae la noche: potente metáfora visual, pero ciertamente no la única. Si atendemos a la didascalia de la totalidad de la pieza, encontramos el mencionado juego constante para los ojos. Después de su monólogo, Laura “permanece inmóvil en la oscuridad. El reflejo de un anuncio luminoso llena de un resplandor rojizo la habitación.” Cuando los jóvenes están remembrando los años pasados y de pronto emerge la sensación de que estaban más cerca de lo que parecían, “en ese momento se apaga la luz. La escena queda totalmente a oscuras.” Para remediar el corte de luz, “Laura entra de nuevo, por el fondo, derecha, sonriendo, con una vela prendida en la mano. La escena se ilumina débilmente, llenándose de sombras mágicas, sorprendentes”. Más tarde, de pronto, “pasa un automóvil y la luz de los faros se refleja en el techo”. Y al final de la pieza, ya que ha regresado la luz pero los personajes la han apagado y ya no están ya en la habitación, tan solo queda la intermitencia del anuncio luminoso prendiéndose y apagándose en medio de las horas solitarias de la noche, como uno de aquellos que rodean el cuarto de azotea de Pina Pellicer en Días de otoño (Roberto Gavaldón, 1963).
Este requerimiento del elemento de iluminación en Sombras, vital para lo que se desea comunicar, conduce a la reflexión de la mencionada teatralidad, aquella que no solo requiere de la interacción de los actores sino de todo lo escénico. El texto hablado en esta pieza es importante, sí, pero no se sostiene si se olvida en su puesta el discurso no verbal de la luz. Así como quizá García Ponce hizo que el “teatro” se absorbiera en sus novelas, esta obra en particular tiene algo en su teatralidad que nos remite inevitablemente a los lenguajes de la fotografía y el cine: esferas en las cuales luces y sombras están al centro y tienen la palabra.
De cierta manera, la pieza presagia la llegada unos años después de la película Tajimara (1965), adaptada por García Ponce de un cuento suyo junto con Juan José Gurrola y dirigida por este último. El cinefotógrafo Antonio Reynoso logró, a través de ciertas imágenes (como las de figuras inciertas que retozan tras un cristal empañado por la lluvia, la atmósfera umbrosa de un departamento triste donde se encuentran conflictuados amantes y el esplendor del domo del recién inaugurado Museo de Arte Moderno recortando las siluetas de dos hermanos de figura espigada), poderosas misivas visuales garciaponcianas que definieron la puesta en pantalla.
El puente entre texto y visualidad es celebrado en esta edición de Sombras con fotografías a cargo de Mónica McCumbers, quien a partir de la vieja técnica de cianotipia representa a los personajes y algunos detalles de la obra en imágenes difusas y misteriosas. Esta intermedialidad es uno de los posibles regalos de reediciones o primeras ediciones de trabajos rezagados. Pueden surgir con ellas nuevos lectores, quienes a su vez darán nueva luz y significado a los autores canónicos.
(Ciudad de México, 1983) es escritor, historiador del arte e investigador de la cultura popular. También ha trabajado en radio como guionista y locutor.