El regreso del búligan de Norman Manea

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Primero, siendo un niño, tuvo que montar en el tren de ganado en el que le metieron los nazis rumanos y tuvo que soportar el internamiento en el campo de concentración de Transnistria, Ucrania. Después, adolescente, tuvo que soportar el terror totalitario de los comunistas: sus mentiras, sus miserias y sus crímenes. Y más tarde, siendo ya un escritor incómodo para el régimen de Ceaucescu, consiguió salir de Rumania con rumbo a Berlín y luego vivir como profesor universitario en los Estados Unidos. Y más recientemente, siendo un escritor de éxito, volvió brevemente a una Rumania que pertenecía, por fin, al mundo libre, después de más de medio siglo de terror totalitario: fascista, primero, y comunista, después. En El regreso del húligan, Norman Manea cuenta, sobre la base de esa vuelta a Rumania, la historia de su vida y la historia de la vida de sus padres, judíos integrados en la vida civil de un país que nunca ha conseguido convivir con los judíos, siempre vistos como extraños, como enemigos. Apresados y asesinados por los nazis; hábilmente ayudados a partir al exilio de Israel por los comunistas.
     Norman Manea expone en El regreso del húligan las dudas que se le plantean en su breve regreso a Rumania: el reencuentro, sí, con los que fueron sus amigos; pero también el reencuentro con quienes fueron sus enemigos, descabalgados, pero no del todo, del poder, y con quienes se han convertido recientemente en sus enemigos, los nacionalistas, que no toleran que nadie les toque a sus nuevos ídolos intelectuales, los que apoyaron a la guardia de hierro fascista, Mircea Eliade y compañía. Norman Manea pone su historia en paralelo con la de Mihail Sebastian (1907-1945), escritor, judío, rumano, disidente, y en especial con las reflexiones de su Diario (1935-1944) (Destino), un libro que conviene tener a mano mientras se lee El regreso del húligan. Reencuentro feliz con su lengua, su gran obsesión, tras el secuestro de la neolengua comunista. Y reencuentro, también y sobre todo, con una catarata de recuerdos. Infelices, casi siempre: el recuerdo de su madre, una mujer potente que siempre deseaba marcharse pero que siempre acababa quedándose, a la que no pudo acompañar en el momento de su muerte, pese a las promesas pronunciadas en silencio; el recuerdo de su padre, humillado una y otra vez, encarcelado, alienado; los recuerdos de sus miserias en el paraíso socialista, que no era precisamente un paraíso, como adolescente utilizado por el partido, como ingeniero incapaz y como escritor castrado y espiado, por amigos y por enemigos; como comunista rechazado por negarse a las pamemas del régimen y como intelectual rechazado por los intelectuales oficiales y como judío rechazado por no obedecer las consignas del judaísmo tolerado. Reencuentro con el apestado que Norman Manea había llegado a creer que era: hasta caer en la enfermedad mental.
     Sí, hay algunos instantes felices en este texto: los amores, aunque furtivos y a menudo culposos; las colas para conseguir un libro de escasa tirada en las librerías estatales; la fiesta de su cincuenta cumpleaños; algunas victorias mínimas sobre la burocracia socialista; algunos reconocimientos sinceros; algún sabor…, pero son gotas que apenas refrescan un pasado angustioso: kafkiano. También Milan Kundera se refiere continuamente a Kafka, pensando en el paraíso socialista de Chescoslovaquia, aunque no sólo. Y Aharon Appelfeld, en su Historia de una vida (Península): la obra de Kafka no era para él literatura de ficción sino su propia biografía, cómo se había convertido en un insecto.
     El regreso del húligan es un libro alborotado, construido, voluntariamente, sin demasiadas reglas: no hay orden narrativo, ni cronológico. Pero sí hay un orden moral, que señala directamente hacia el Mal, hacia el odio, hacia el racismo, hacia el totalitarismo. Norman Manea buscaba darle una forma natural a su libro, y a veces parece vomitado, y así se entiende su sabor agrio. Y que a menudo se sienta la sangre. Hay transcripciones de las grabaciones que le hizo a su madre, cuando ya estaba enferma y ciega. Hay recreaciones de su vida antes de su nacimiento, basadas en testimonios recogidos y en documentos. Hay un texto que hizo escribir a su padre sobre su propia vida, maravilloso en su concisión sintáctica y brutal en su significado: el padre de Norman Manea es un gran ser humano, destruido. Hay fragmentos del diario que Norman Manea llevo en su regreso a Rumania, y es en esas notas donde una parte de su discurso, el más paranoico, puede ser cuestionado. Y recreaciones de las entrevistas que tuvo que soportar cuando quería salir de su país. Y conversaciones con sus amigos: con Philip (Roth), con Saul (Bellow). Y bocetos de ficción fantástica, en los que en los Estados Unidos todos pasan de utilizar la lengua inglesa a usar la lengua rumana. Y episodios muy novelescos, en la tradición del carnaval, con Mijaíl Bajtin: casi Hasek, casi Hrabal. Y hay pura historia: hechos que te rompen en mil pedazos.
     El regreso del húligan no es un libro perfecto, ni quiere serlo, pero es un libro verdadero: todo lo que escribe Norman Manea, sobre el exilio o sobre el amor o sobre la mentira o sobre el acoso social o sobre los intelectuales, es lo que piensa Norman Manea y responde a una construcción ética del mundo, en la que la libertad es sagrada y debe ser preservada. Un libro brutal, y necesario. –

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(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.


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